El oficio del siglo... pasado

Por Oswaldo Osorio

La crítica cinematográfica comienza por el gusto y termina en un dictamen. En medio, hay todo un proceso en el que el cine, la vida con sus universos en general y los conocimientos y la moral del crítico en particular, pasan por el tamiz de la razón. Esta definición es el producto tanto de la reflexión sobre la experiencia propia, como del estudio y cotejo de innumerables teorizaciones y definiciones sobre el tema, que son tantas, que su sola enunciación daría para un extenso artículo; de hecho, hace poco se realizó una tesis de grado que recogió, sin ningún tipo de reelaboración o reflexión adicional, muchos de estos conceptos.[1] De todas formas, ya sea que se trate de opiniones que parten de ideas extremas como la de que la crítica de cine es muy fanática, pasando por otras más modestas que hablan del crítico como un espectador intensivo, o hasta llegar a aquélla más absoluta que afirma que sin crítica no hay cultura[2], todas convergen, en sus planteamientos generales, en los mismos elementos que manejo en mi definición inicial. A cada uno de esos elementos me voy a referir en este texto, no sólo de manera descriptiva sino, sobretodo, reflexiva. Porque lo que me animó a hacerlo, más que la pretensión de pontificar sobre el tema o la trivial tarea de acumular citas y definiciones, fue la idea de pensar este oficio, al que hace ya mucho, no exento de cinismo y masoquismo, Guillermo Cabrera Infante catalogara como el “oficio del siglo”.

La crítica misma me ha enseñado que una de las mejores maneras de pensar, de ir más allá de la impresión (o ilusión) sensorial de las cosas, es escribiendo; de esta manera tengo la oportunidad de devolverme sobre el objeto de reflexión, ya en la memoria o en una segunda mirada, y siempre hay nuevos hallazgos, puertas que se abren a la comprensión o que proporcionan una nueva perspectiva. Es una revisión que permite dimensionar el objeto, bien sea una película o una reflexión sobre la crítica de cine, a partir de la abstracción y del ejercicio intelectual, para luego nuevamente alimentar esa primera percepción, de la película o de la definición de crítica, y aumentar el disfrute y el entendimiento, ya de la una o de la otra.

Por culpa de la cinefilia

Entonces todo esto se inicia con el gusto por el cine, primero como simple espectador y luego como cinéfilo; y como dice Quintín, uno de los amantes de El Amante, el cinéfilo no es un señor que ama el cine a secas, sino alguien que lo ama como revelación y como molde de experiencia. Por eso el cine para el cinéfilo no es un fenómeno anodino, por más trivial que sea la película de turno, porque la concepción que tiene de él trasciende su valoración como mero objeto de entretenimiento, incluso como manifestación artística; su poder de fascinación radica en cuanto es reflejo de la vida y puede ser su prolongación ilimitada mediante la recreación de universos, reales o imaginarios. En esta medida, el cine es fuente de conocimiento y, podría decirse, indirecta vivencia, incitando con ello a la reflexión y, por qué no, propiciando la mejor comprensión de la vida y de la naturaleza humana, las propias y las de los demás. Esta reflexión y comprensión son mejor logradas realizándolas de manera más consciente y manifiesta a través de la escritura. Cuando aparece la intención de hacerlo así es cuando nace esa vocación -desconocida por la infancia, según Truffaut- hacia ese oficio “tan innecesario y poco heroico” que es la crítica de cine.

Entonces, de simple espectador se pasa a cinéfilo y de ahí, quienes son tocados por la singular vocación, no se conforman con ver más y más cine, porque se trata es de, luego, apropiarse más de las películas, sentirlas más, hablar de ellas, recordarlas. Así, de la evocación y la descripción, se pasa a la reflexión, a hacer preguntas respecto a ellas; luego al análisis, a intentar comprender su esencia, a llegar más allá de lo que muestran y trascender, incluso, los significados, los sentidos que el director no pensó pero que inconscientemente recreó o describió (aunque en esto último se debe tener cuidado de no caer en la especulación, a veces tan fantasiosa como equívoca, tal como ocurría en aquella época en que la semiología y el sicoanálisis se tomaron la crítica de cine).

Hablar del discurso y las ideas

El cine es cuestión de técnica, lenguaje y moral. La crítica cinematográfica debe ocuparse de los tres aspectos, pero nunca del primero únicamente, porque eso es más propio de periodistas y gacetilleros. Hablar de los efectos especiales, las condiciones y medios de producción y ese tipo de cosas, es sólo información que eventualmente la crítica utiliza como soporte para hacer su interpretación y análisis, tanto del discurso propuesto por el filme como de la historia que ha sido contada y de los temas que se han tratado mediante este discurso. Así que, en general, todo se reduce al lenguaje y las ideas.

En cuanto al lenguaje, el del cine, como cualquier otro, es un sistema utilizado por el hombre para la representación, para comunicarse y expresarse; y como todo sistema, está constituido por una serie de elementos (planos, escenas, secuencias, movimientos de cámara, montaje, puesta en escena, etc.) con los que, relacionados entre sí de cada vez más variadas formas, se puede articular un discurso. Es este discurso, en principio, el objeto de la crítica cinematográfica, no el artista ni la técnica, mucho menos la farándula. El cine casi siempre es un relato (aun si se trata de un documental) y hay un sinfín de modalidades y de recursos entre los que el director elige para llevarlo a cabo, para configurar su propio discurso, el cual debe ajustarse y ser consecuente con lo que relata, con los contenidos y las ideas que maneja. Entonces la crítica, que también es un discurso, trabaja sobre ese discurso del filme, hace una lectura de él, analiza y pone a prueba sus elementos constitutivos, la forma como éstos se relacionan, la dinámica creada por esas relaciones y la correspondencia con las ideas propuestas por el filme.

Ahora, las ideas, que vienen a ser, salvo para estetas y formalistas, el fin último del cine, su motivación para manejar una técnica y, a partir de los elementos del lenguaje cinematográfico, para crear un discurso y elaborar un relato, son igualmente digeridas y confrontadas por la crítica. Excepto películas en que su vocación formal o discursiva predomine o sobresalga de singular manera (El ciudadano Kane, El año pasado en Marienband o Escrito en el cuerpo, por ejemplo), son las ideas, y el tratamiento que de ellas hace un filme, de lo que más se ocupa la crítica cinematográfica. Pero como toda idea del hombre, todo acto de voluntad, está cruzado por la moral, entonces en última instancia lo que se tiene en consideración y lo que se confronta y juzga es esa moral. Estas ideas, además, ya no están tan condicionadas por las contradicciones económicas y políticas, tanto en críticos como en realizadores, como hace unas dos o tres décadas. Es decir, ahora es menos frecuente que el crítico elabore su discurso partiendo de una ideología, puesto que ya lo hace es en términos de moral, de la suya propia, y la confronta con otros paradigmas morales y con los propuestos por el filme (en este sentido se puede hablar del paso de una consciencia colectiva a una personal en la concepción de la crítica. Andrés Caicedo, por ejemplo, hablaba de utilizar un método que universalice el gusto personal). Y es que en cada diálogo, en la construcción de un personaje, en el tratamiento de un tema y hasta en la misma forma de registrar todo eso con la cámara, hay una decisión moral de por medio que ha tomado el director, por eso es que la crítica cinematográfica no descubre verdades sino valideces. Esto ya lo manifestaba Godard con su celebérrima frase “un travelling es cuestión de moral”, postulado que fue luego corroborado y sistemáticamente aplicado desde el punto de vista de la crítica por Serge Daney en su, un poco menos célebre, ensayo “El travelling de Kapo”.[3] Es por eso que quien dice que la estética y la moral en el cine es la misma cosa, tiene toda la razón.

La autonomía, la igualdad, la razón

Después de tener en claro de qué se escribe, habría que reflexionar sobre cómo se lleva a cabo esta práctica. Primero que todo hay que tener en cuenta algunos principios de la crítica, sin los cuales perdería su legitimidad y eficacia: los dos principales son la autonomía y la igualdad. El primero se refiere a que el crítico no puede estar sujeto a ninguna obligación o compromiso que pueda condicionar la valoración y el juicio que hace de un filme; y el segundo tiene que ver con la negación del principio de autoridad en la crítica, pues sólo sobre la base de la igualdad entre los hombres, entre los interlocutores que se comunican a través de un texto, el crítico puede hacer sus planteamientos y defenderlos mediante la razón y la fundamentación, nunca sobre la imposición, algo que puede ocurrir cuando un crítico ha ganado reputación.

Así mismo, un tercer principio, que está muy relacionado con el de autoridad ya proscrito por estas páginas, es el que dice, así como se lo dijera alguna vez muy paternalmente Jean Pierre Melville a Francois Truffaut, que no se puede hacer del cine un teorema. Es decir, la crítica cinematográfica nunca podrá, con todas sus teorías y propuestas del ideal de cine, estar por delante de la realización de películas. Por eso la teoría del cine es una teoría de la crítica, no de la realización. Ni siquiera Cahiers du cinéma en sus mejores tiempos, cuando estaban André Bazin y los futuros directores de la Nueva Ola, pudieron imponerle teoremas al cine desde la crítica, tuvieron que pararse tras una cámara para hacerlo. Porque la crítica cinematográfica, primordialmente, sólo puede dar testimonio de la evolución y el progreso del cine, pues la expresión artística no tiene amarras y siempre estará un paso adelante de lo que se pueda decir de ella. Para que la crítica se tome al cine no bastan las páginas de una revista, tiene que pararse tras una cámara, pero en ese momento deja de ser crítica. Es cierto que la crítica puede influir en los realizadores, pero eso es muy distinto a que les imponga sus postulados.

La principal arma de la crítica cinematográfica, entonces, nunca será una cámara ni el prestigio del crítico, sino la razón (y la persuasión por medio de ésta). La idea no es someter el filme mediante juicios o adjetivaciones sin fundamento, es confrontarlo a partir de la razón, asimilarlo y descomponerlo racionalmente sin perder su sentido general como obra cinematográfica. Para hacer esto, la crítica dispone de innumerables recursos y métodos (que pueden ir desde la descripción, pasando por la reflexión, hasta llegar al análisis), todos ellos tendientes a posibilitar una comunicación entre el público y la obra, o el autor si lo hay. Uno de esos recursos, el más usado y adecuado tal vez, es la utilización de paradigmas, los cuales el crítico debe conocer y manejar bien, y con los que se puede hacer del filme algo más inteligible y lógico. Con ese paradigma, que puede ser una teoría, otra expresión artística, un concepto, otra película, alguna ciencia o disciplina, etc., se logra esa confrontación del filme, se logra determinar los elementos que lo constituyen y valorizar sus funciones (éticas, estéticas, políticas, sociales, morales...). Por eso es necesario relacionar la lectura que se hace del filme con otros valores, con la experiencia, el conocimiento y el horizonte cultural. Y consecuentemente con eso, ubicar el filme dentro de un proceso de evolución de las formas artísticas, para lo cual es fundamental conocer la historia del cine y la evolución del lenguaje cinematográfico y sus técnicas.

Todo este proceso puede llevar a un empobrecimiento del filme (eso sin contar si la crítica es desfavorable), pues mediante la descomposición y el análisis de esos componentes, de sus sentidos y significados, se crea otro objeto, que no puede ser aprehendido de forma tan sensorial y emotiva como con el filme, sino que se hace de manera más racional y abstracta. Aunque también es cierto que, asumido ese nivel de la abstracción, del intelecto, el disfrute del filme se dimensiona a estados desconocidos por su mera percepción a través de los sentidos. Por eso una de las tragedias del crítico es que en ocasiones pierde esa inocencia que demanda el cine, sobretodo cierto tipo de cine, porque en el momento de esa percepción emotiva y sensorial de un filme puede estar, simultáneamente, aplicando esa otra percepción racional e intelectual. Son dos formas distintas de percibir y disfrutar el cine, que el crítico, o quien tiene la formación y la vocación aunque no la ejerza, muchas veces experimenta al mismo tiempo, pero que el espectador generalmente hace por separado, al momento de ver la película y cuando lee la crítica.

Con todo esto, el crítico sigue siendo un espectador que, con base en su formación, en su trabajo sobre el filme, en su moral propia y su concepción del cine, sugiere una interpretación, entabla un diálogo con el lector y con el filme y propone elementos de juicio, complementa y revela la obra, todo ello sustentado por la razón. Así que la crítica cinematográfica empieza por el gusto, luego con la satisfacción en exceso de ese gusto (cinefilia) que después de un disfrute vivencial y primario, se lleva a la abstracción, se conceptualiza, ya con descripción, reflexión, análisis o todos, y después se emite un juicio, que es consecuencia de ese gusto (moral) y de ese análisis (racional).

El tipo de cine y el público

Ahora, los tipos de cine de que se ocupa la crítica cinematográfica son variados, aunque entre más convencional, entre más “comercial” sea una película, menos atractiva resulta para escribir sobre ella, a no ser que se vaya a utilizar como excusa para abordar otro tema o un género o un director. Y es que para ese tipo de cine que se mueve según la lógica de fórmulas y convenciones, bastaría con escribir una primera crítica, puesto que las demás sólo requerirían leves modificaciones. Por otra parte, uno de los errores en que suele caer la crítica de cine es pedirle a un filme cosas de las que sus realizadores conscientemente han prescindido o juzgarlo bajo criterios que no se le pueden aplicar. El crítico debe hablar del cine que lo toca, ya en sentido positivo o negativo, de un cine que lo estimule emotiva e intelectualmente, bien sea por su discurso o sus planteamientos, pero nunca de un cine ante el cual tenga prejuicios, porque entonces su labor perdería validez, no sería honesto con la película, con el oficio ni consigo mismo.

Hasta ahora sólo he hablado de la crítica cinematográfica desde sus intereses, algo muy habitual en este oficio, porque a veces olvidamos que la crítica sólo es la mitad del proceso, el cual se completa con el lector, ese ente abstractamente ubicuo que, suponemos, se define en sus características según la clase de publicación para la que se escriba la crítica. En ese sentido, se puede hablar de dos tipos generales de público, obviamente con sus innumerables variables en medio: el primero es el espectador común, medio que llaman, el que va a cine no muy regularmente y por diversión, pero que también considera su dimensión artística, expresiva y comunicativa. A este público la crítica (cuando la lee) le da algunos elementos de juicio para que interprete la película que vio, sugiriéndole una interpretación, imponiéndosela no con autoridad sino con fundamentos; el segundo es un público, digamos, iniciado, el que va regularmente al cine y lo tiene potenciado como un arte que disfruta emocional e intelectualmente como tal, un público que tiene en mayor o menor medida más elementos de juicio: mayor nivel intelectual, conocimientos sobre el cine, su historia, su lenguaje y su técnica. Con este público la crítica entabla un diálogo más directo, no tan condescendiente ni con ese carácter de intermediario entre él y la obra como con el primero. La crítica en este caso es más una exposición en la que se ponen en juego elementos que permiten un mayor grado de abstracción, se trasciende la obra a otros campos, a otro tiempo, a otros autores. Es un diálogo entre la obra, los planteamientos del crítico y los conocimientos y el juicio del lector.

Colofón

Quien haya llegado hasta esta parte del texto, tal vez se habrá dado cuenta de que, para abordar y organizar este complejo y singular tema, tuve que recurrir a aquel esquema que es lo primero que enseñan en las escuelas de periodismo y en algunos talleres de literatura, ese que propone conocer el tema a partir de las seis preguntas básicas: por qué escribo crítica, de qué y cómo escribo, de cuál cine, a quién me dirijo y en dónde escribo. Fue la única forma que encontré para dar orden a mis reflexiones y a las de otros con las que me identifiqué. Aunque no estoy muy seguro de la utilidad de esto para alguien distinto a mí o tal vez a otro picado por esta vocación, porque este oficio está lleno de escépticos para con su propia labor, pero, aún así, seguimos escribiendo de cine y hasta de el mismo hecho de escribir de cine.

[1] Ramírez, César Humberto y Zapata, Lina Marcela. Crítica cinematográfica publicada en Medellín entre 1970 y 1997. Facultad de Comunicación Social, U.P.B. 1998.
[2] Estos conceptos pertenecen a Alberto Aguirre, Luis Alberto Álvarez y Kant, respectivamente.
[3] Este ensayo se puede encontrar en su libro Perseverancia o en la edición 34 de Kinetoscopio.

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