O Drácula con dieta de Vampisol
Oswaldo Osorio
A propósito de la presencia de los vampiros en el cine desde hace un siglo, la revista Kinetoscopio, en su edición 131, elaboró un dossier con artículos y reseñas sobre el tema. Este texto hace parte de ese especial.
Es una paradoja que los murciélagos que son vampiros, es decir, los que se alimentan de sangre de otros animales, son una especie endémica de América, y en Europa solo existen en las historias que luego, por vía del relato El vampiro de Polidori (1819) y sus sucedáneos, retornarían para ser adaptados, por la literatura y el cine, a estas selvas y calores donde escasean los castillos y sus nobles. Por eso, para hablar de vampiros en el cine del trópico –y por extensión en Latinoamérica– es necesario reflexionar primero sobre esos procesos de circulación de las ideas y los referentes entre nuestra cultura y la europea y anglosajona.
Para hacerlo, lo mejor es apoyarse en los conceptos propuestos por Gabriel Eljaiek-Rodríguez en su libro Selva fantasma: El gótico en la literatura y el cine latinoamericanos. Un punto de partida inicial es el célebre Manifiesto antropófago (1928) del brasileño Oswald de Andrade, que básicamente proponía fagocitar culturas foráneas para apropiarse de ellas y adaptarlas como gesto político y artístico. Pero Eljaiek-Rodríguez presenta luego un par de términos más precisos. El primero, el de transculturación, planteado inicialmente desde la antropología por el cubano Fernando Ortiz y luego desde la literatura por el uruguayo Ángel Rama, que en esencia se refiere a los tránsitos, intervenciones e interacciones entre una cultura y otra. Y el segundo, la tropicalización del gótico, que sería reciclar el gótico en Latinoamérica para poner fuera de lugar los componentes del género, ya sea como homenaje, parodia o crítica.
Dicho esto, y antes de hablar de películas, no sobra aclarar que esa apropiación del vampiro europeo y estadounidense, que deviene de la literatura, pero que su gran mitología se consolidó en el cine, también ha estado presente en la narrativa latinoamericana en variadas obras y autores, cuyos nombres más reconocidos son los de Horacio Quiroga, Julio Cortázar y Carlos Fuentes.
Ahora, en el cine, salvo por México, no es muy abundante la producción vampírica, tal vez por las dificultades que implica esta adaptación si se quiere hacer de manera purista o literal, lo cual es muy difícil de hacer por, justamente, las grandes diferencias culturales y geográficas, por lo que se corre el riesgo de hacer una incongruencia o un mal pastiche. Por eso, la principal propuesta de este texto es la necesidad de trazar la diferencia que habría entre las adaptaciones por transculturación y por tropicalización del gótico en las películas de vampiros latinoamericanos.
Los primeros vampiros latinos, como era de esperar debido a su robusta industria, fueron mexicanos. El vampiro (1957) y su segunda parte, El ataúd del vampiro (1958), ambas de Fernando Méndez, iniciaron la larga racha de títulos. Tanto estas como la mayoría de historias futuras sobre el tema se reducen al mismo esquema: Un vampiro de origen europeo (siempre de negro, con todo y capa) está en tierras mexicanas y se convierte en una amenaza para la comunidad o para alguna víctima femenina, mientras un heroico galán, un policía, un científico o hasta un enmascarado lo combate hasta derrotarlo por los medios más obvios: estaca en el pecho, fuego o exponerlos a la luz del sol.
Lo importante a resaltar en estas dos primeras películas, y otras por su línea, es que el tono del relato y la atmósfera recreada por la puesta en escena tienen el talante del gótico europeo, esto es, dramas que se toman en serio el conflicto (a veces con tintes de melodrama o incluso cuando son en clave de cine de serie B), la acciones suceden eminentemente en la noche, los espacios son viejas casonas o haciendas, tétricos escondites o hasta castillos, y todo aderezado con elementos como telarañas, carruajes o permanente bruma. Es decir, pura transculturación en la que un tema y un personaje son trasladados al medio mexicano, pero tratando de copiar los ambientes góticos foráneos. Así ocurre con otras películas como El mundo de los vampiros (Alfonso Corona Blake, 1961), La maldición de Nostradamus (1960), La sangre de Nostradamus (1961), Nostradamus y el destructor de monstruos (1962), las tres de Federico Curiel (compuestas por capítulos porque inicialmente fueron un serial).
Otra cosa muy distinta es cuando cruzan a los vampiros con uno de los géneros más autóctonos e importantes de la cultura popular mexicana: el cine de luchadores enmascarados: El Santo contra las mujeres vampiro (Alfonso Corona Blake, 1962), Santo y Blue Demon contra Drácula y El hombre lobo (Miguel M. Delgado, 1973), Los vampiros de Coyoacán (Arturo Martínez, 1974), Santo en el tesoro del conde Drácula (René Cardona, 1968), El imperio de Drácula (1967), Las vampiras (1967), Santo en la venganza de las mujeres vampiro (1970), estas tres últimas de Federico Curiel.
Sin dejar la seriedad del drama y de la amenaza vampírica, la presencia de los enmascarados le da un giro al relato de horror hacia el thriller policiaco (el Santo y sus colegas siempre son paladines de la justicia y trabajan con la policía), así como la adustez transilvana se torna en parodia que degenera al género (se baten a golpes, como iguales, con los vampiros), por lo que aquí, naturalmente, ya se debe hablar es de tropicalización del gótico, porque los vampiros casi que resultan apenas una excusa que proporciona una trama para sostener la presentación de largos combates en el cuadrilátero, el papel de investigadores de los luchadores y sus escenas de acción cuando se enfrentan a los vampiros y sus secuaces. Este solo ciclo de enmascarados contra vampiros daría para otro extenso análisis y texto.
Hay que terminar con México mencionado varios y diversos asuntos: empezando por la polifacética figura de Federico Curiel, quien a principios de los años sesenta podía hacer una película al mes y muchas de ellas con vampiros y enmascarados; otra personalidad de este universo es Germán Robles, el primer vampiro mexicano (aunque era español) y quien interpretó tantas veces al personaje que luego le dio dificultad conseguir otros roles, hasta que se reinventó como doblador de voces; de otro lado, toda esta vampiromanía mexicana desapareció para los años ochenta (junto con el cine de luchadores) y solo sería retomado el tópico por Guillermo del Toro con Cronos (1993), otra original vuelta de tuerca al tema, donde el vampiro resulta ser un artefacto en forma de insecto y desaparecen por completo todos los clichés draculanos, aunque el gótico mexicano en el tono del relato se mantiene.
En el resto de América Latina la presencia de estos no muertos en el cine ha sido más bien esporádica. Sin ánimo de hacer un inventario riguroso, pero sí mencionando lo más conocido y relevante, se puede empezar por un par de filmes argentinos tan distantes en el tiempo como en su estilo: Sangre de Vírgenes (Emilio Vieyra, 1967) y Sangre Vurdalak (Santiago Fernández Calvete, 2020). La primera, tropicalizada por el tono de comedia erótica juvenil a ritmo de rock and roll, mientras que la segunda, es una seria y bien ejecutada adaptación y puesta al día del tema en una zona rural gaucha.
En Chile se hizo Sangre eterna (Jorge Olguín, 2002), un meta relato vampírico en clave de película juvenil que oscila entre drama serio y película de serie B, y la cual presenta unos vampiros en su historia central, así como otros dentro de ella justificados por un juego de rol. En Uruguay Ricardo Islas dirigió Crowley (1987) y Las cenizas de Crowley (1990), muy reconocidas en el país y casi filmes de culto, pero, vistas desde afuera, son un par de productos de cine amateur en todos los niveles: factura, trama y narrativa. Mayor mérito tiene un corto más reciente titulado Montevideo vampiro (Cristhian Orta, 2021). Y Venezuela, por su parte, tiene El vampiro del lago (Carl Zitelmann, 2019), basada en el caso real de un asesino en serie de los años setenta que, efectivamente, bebía la sangre de sus víctimas, por lo que se trata más de un thriller policiaco, de muy buen nivel eso sí, aunque sin el componente sobrenatural.
Quedan tres países, Cuba, Brasil y Colombia, que es donde mejor y de forma más novedosa se ha adaptado el tema por vía de la tropicalización del gótico. En la isla caribeña está la que tal vez sea la mejor película de todas: Vampiros en La Habana (Juan Padrón, 1985), una divertida e ingeniosa cinta animada que se inventa la fórmula para, literalmente, tropicalizar vampiros: el Vampisol. Esta pócima se convierte en el leitmotiv para elaborar una historia cargada de juego e ironía con los clichés del tema y del género creando la más auténtica historia de vampiros tropicales que pueda existir. Y tiene una segunda parte, Más vampiros en La Habana (2003), también de Padrón, un filme con el mismo sabor y sustancia, aunque ya sin la misma capacidad de sorprender que su antecesora.
Ahora, en Brasil, Ivan Cardoso es pionero en el género, primero, con un corto de culto, de cuño aficionado y con una trama harto elemental llamado Nosferato no Brasil (1971), y luego, con el largometraje As Sete Vampiras (1986), un filme con resonancias de porno chanchada que privilegia mostrar hermosas mujeres y sus cuerpos desnudos sobre la solidez de su trama y de la puesta en escena. Aun así, ambos títulos son un buen ejemplo de tropicalización del gótico, aunque sea por vía de la ligereza y el mal gusto. También hay otro corto, Nocturnu (Dennison Ramalho,1998), más por la línea experimental en su narrativa y expresionista en su imagen.
Más recientemente, esta cinematografía se toma en serio el tema con tres títulos: Vampiro 40º (Tropical Vampire, 2016), de Marcelo Santiago, concebido por la línea del thriller de acción (y algo de erotismo); mientras Christabel (Alex Levy-Heller, 2018), es una bella y sugerente película basada en el célebre poema homónimo de Samuel Taylor Coleridge, una pieza que adapta el tema orgánicamente a la exuberancia y calidez del paisaje tropical; y finalmente, Las Nupcias de Drácula (Matheus Marchetti, 2018), una atractiva propuesta debido a los diversos e inéditos componentes del filme: imágenes poéticas y esteticistas, narrativa experimental y homoerotismo.
Por último, está Colombia con apenas unos títulos, pero de gran peso en esta rara mixtura, tanto así que la primera película sobre el tema inauguró el único género cinematográfico autóctono del país: el gótico tropical, que esencialmente tiene las mismas características del citado concepto de tropicalización del gótico. Aunque se trata de Pura sangre (1982), de Luis Ospina, la autoría del término es de su amigo y colega Carlos Mayolo (cuyos dos únicos largos también pertenecen a este género, aunque sin vampiros). El de Ospina es un chupasangre tanto en ejercicio como metafórico, y por persona interpuesta. Se trata de un viejo terrateniente azucarero que requiere de sangre joven (y de blancos) para resistir una extraña enfermedad. La sangre la consiguen unos empleados suyos luego de raptar (y sodomizar) jóvenes y encubrir los crímenes con un célebre asesino caleño de los años setenta, conocido como el Monstruo de los mangones. El vampirismo es patente, dada la muerte de los jóvenes, así como alegórico, en razón de la explotación económica, el racismo y la diferencia de clases, representada por el viejo y sus secuaces. Así que se trata de la perfecta apropiación de la figura del vampiro, pero adaptada con agudeza al contexto caleño y a la violencia del país.
Así mismo, en 1998 Ernesto MacCausland realizó El último carnaval, basada en la historia de un hombre que se disfrazaba de Drácula en el Carnaval de Barranquilla y terminó enloqueciéndose cuando perdió la identidad con el personaje. De otro lado, hay un cortometraje, que ya recorre la senda hacia el cine de culto, titulado Alguien mató algo (Jorge Navas, 1998), película silente en la que una niña quiere alimentarse de sangre para no envejecer. También está el corto Sin sangre (Juan Carlos Sánchez, Sara Fernández, 2016) e incluso la televisión nacional tuvo dos series, en clave paródica, adaptando la figura del conde de Transilvania: La hora del vampiro (1988) y Vampiromanía (1989).
Este recorrido termina con Paloquemao (Jeferson Cardoza Herrera, 2022), cortometraje bogotano en el que un grupo de vampiros opera en la plaza de mercado, una sólida película que plantea un estilo y universo definidos como gótico popular, una propuesta que complejiza el nivel de la apropiación de ese género en principio tan lejano, el gótico, pero que el cine latinoamericano ha sabido darle su carácter propio.