Oswaldo Osorio
En esta película una actriz, Jeanne Balibar, interpreta a dos mujeres, a una célebre cantante francesa de los años sesenta y setenta, Barbara, y a una actriz quien, a su vez, encarna a la cantante en una película para un obsesionado director. Es el arte de la creación dentro de una creación, un relato provisto de sutiles capas que el espectador debe identificar y, si esa es su forma de ver el cine, adivinar los pasajes en que una simulación se transforma en la otra.
La apuesta del director es, justamente, por el meta relato (y la meta actuación), que no tanto por hacer una simple biografía cinematográfica de una cantante o por escenificar las vicisitudes de un rodaje y del proceso creativo, como tantas veces se ha visto en el cine. De manera que lo que hacen Balibar y Amalric es, cada uno en su campo, en la actuación y la dirección, vestir dos pieles, la propia y la que interpretan, porque Amalric también actúa del director que se dirige a sí mismo.
Entonces lo que proponen ambos (quienes, además, son una pareja creativa casada desde hace mucho), es recrear unas atmósferas, unas emociones y estados de ánimo, sin preocuparse de cronologías ni acontecimientos, si acaso de episodios, aunque más parecen pasajes, ya de la puesta en escena, de la búsqueda de un gesto o del proceso creativo en general. En este sentido parece un relato desarticulado si se le mira desde una narrativa convencional, pero el efecto logrado es más potente que si nos dieran todos los detalles ordenados de la vida de Barbara y de la bitácora del rodaje.
La película también utiliza o falsea imágenes de archivo. Tratar de saber cuándo hace lo uno o lo otro es una labor que puede estropear esta experiencia cinematográfica, en parte por lo confuso que puede ser, pero sobre todo porque la esencia de este filme, en buena medida, está definida por esos momentos en que se borran las fronteras entre la ficción y la realidad, aunque esta última también sea un ficción.
Por otro lado, está la evocadora belleza de las imágenes y ambientes que construyen en torno a esta elegante, misteriosa y talentosa mujer. Luces y sombras suaves envuelven su universo de largos dedos y teclas de piano, con sus gestos no ensayados de diva poseída por las emociones de sus canciones; mientras lentos movimientos de cámara acarician su estilizado cuerpo y recorren cautelosos los acogedores espacios donde habita.
Se trata de una pieza que celebra el arte y la creación, desde la actuación, la música y el cine. Es evidente la pasión con que la pareja Amalric-Balibar se entregaron a este proyecto, y al parecer, su conexión afectiva y ejercitada colaboración profesional propició los elementos exactos en la proporción debida para crear esta obra tan etérea como visceral, una película que habla fuertemente con la sutil voz del arte.
Publicado el 29 de septiembre de 2018 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Con tanta producción en cine, televisión y hasta en plataformas como Netflix sobre el narcotráfico en Colombia, y en especial sobre la figura de Escobar, resulta refrescante y más atractivo ver una película que propone lo que muchos, desde este lado del problema de la droga, han insistido en tener también en cuenta: que este asunto debe ser mirado en doble vía, tanto desde los productores como desde los consumidores.
Aunque esta película va más allá, mostrando que no solo se trata de consumo, sino también de corrupción, aun en el más alto círculo del país del norte. Y esta historia, justamente, da cuenta de un punto en común y de enlace entre uno y otro universo: Barry Seal, el piloto estadounidense que, en los años ochenta, trabajó simultáneamente para el Cartel de Medellín y para la CIA.
Este filme es el recuento de esos agitados años, cuando los carteles de la droga estaban consolidándose, aunque aún no eran un gran problema, en cambio la Guerra fría todavía determinaba la política mundial. Entonces el relato que proponen aquí Tom Cruise y el director Doug Liman, no solo son las aventuras de un aguerrido y ambicioso piloto que trabajaba para Dios y para el diablo, sino que, adicionalmente, plantean una cuestionadora mirada a la política estadounidense, ya desde sus agencias de inteligencia así como del gobierno mismo.
Y tanto la estrella de Hollywood como este director de acción lo hacen no sólo decorosamente sino que consiguen una película inteligente y entretenida. El personaje logra tener una dimensión más allá de los lugares comunes del mero héroe de acción. Aunque es cierto que conserva muchos de los gestos propios de todos los heroicos roles de Cruise. Pero hay que reconocer que, con mayor frecuencia, este actor ha optado por papeles que, como este, son más ambiguos en sus planteamientos éticos y en sus capacidades como héroe: Jack Reacher, Al filo del mañana, Oblivion, La guerra de los mundos, Colateral.
La presencia de esta película en nuestra cartelera también tiene un componente extra cinematográfico, más ligado con el aspecto industrial del cine y, específicamente, en su relación con la ciudad de Medellín, pues fue una de las primeras producciones que apeló a los beneficios de la segunda Ley de cine y a los incentivos adicionales que esta ciudad está otorgando para promocionarse como escenario de rodajes. La experiencia fue muy positiva, según Juan David Orozco, Director de la Comisión Fílmica de Medellín: Trajo un gran flujo de dinero a la ciudad (más de seis mil millones), se reafirmó como buen destino de rodajes internacionales y hasta le dio un giro al tema del narcotráfico, poniendo el reflector en la participación culposa de los agentes externos.
Publicado el 1 de octubre de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Es una osadía creativa y un riesgo económico hacer, 35 años después, una segunda parte de una de las películas más emblemáticas de la ciencia ficción y uno de los más grandes filmes de culto de todos los tiempos. En 1982 la cinta de Ridley Scott cambió este género cinematográfico, que andaba en peligro de infantilización con Star Wars, y lo hizo desde su propuesta estética, la complejidad en sus planteamientos éticos y su conexión con el cyberpunk.
Esta segunda parte continúa la historia, veintiún años después, con un cazador de androides (Blade Runner) que no tiene un trabajo tan simple como el de su antecesor, Richard Deckard, quien tenía que “retirar” a cuatro “replicantes” y solo hacia el final vislumbra ese componente humano de estos seres sintéticos, esbozando con ello la cuestión ética de los sentimientos de los replicantes que estaba planteada desde el texto de Philp K. Dick, autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
En esta segunda entrega, en cambio, de su protagonista, el agente K, de entrada sabemos que él mismo es un replicante y un Blade Runner, entonces en adelante todo es ambigüedad, tanto para para el agente como para el espectador, pues él y los otros seres que no son humanos están cargados de una serie de gestos y necesidades que se mezclan con el automatismo e insensibilidad de su naturaleza artificial.
Pero lo que hace más de tres décadas empezaba ser una reflexión ética novedosa y compleja sobre la inteligencia artificial, ahora sorprende muy poco porque ya estamos harto familiarizados con este tipo de personajes. Incluso, en esta película de Villeneuve, esa ambigüedad del androide con sentimientos termina siendo más bien un confuso comodín que juega con el espectador, pues nunca se establece bien los límites de la combinación humano – máquina, y en ese caso todo vale.
De otro lado, la base de la trama es, en esencia, simple: buscar a un niño que puede ser la clave en esa relación entre humanos y androides. Además, apela al esquema de ponerle perseguidores al perseguidor, y de esta forma mantiene dinámica esa trama y la provee de giros sorpresivos. Y todo esto se desarrolla en ese particular tono propuesto por la primera entrega, que es lo que resulta más atractivo de este título, un tono que tiene que ver con el pesimismo y oscuridad propios de las distopías y de la estética cyber punk, con la música de Zimmer y Fisch que se inspira en la célebre banda sonora de Vangelis, con la sombría carga de un oficio condicionado por la muerte y, sobre todo, con esa pesadumbre causada por los dilemas de identidad personal y emocional de una máquina que parece un hombre.
De ninguna manera esta entrega es decepcionante frente a esa obra maestra que la precede, y ciertamente propone un giro adicional a esa cuestión ética sobre la inteligencia artificial (ese giro es la naturaleza y la identidad del niño). Pero sin duda ya han pasado muchas películas bajo el puente del primer Bade Runner, que no permiten que este nuevo título sea algo más que un estimulante émulo de aquella fascinante y aún vigente pieza de Ridley Scott.
Publicado el 8 de octubre de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Por Oswaldo Osorio
Cada película de Quentin Tarantino es un acontecimiento. Toda la cinefilia mundial lo espera, aun para odiarlo o despreciarlo. Porque es un cineasta de excesos, genialidades, caprichos adolescentes y de un impecable dominio del oficio de contar historias con imágenes en movimiento. Esta nueva película puede que irrite a los historiadores, que mate del tedio con sus interminables diálogos al espectador común, que cause escozor hasta al último sádico del cine gore, que excite al cinéfilo que gusta de cazar citas o que maraville al estudioso del lenguaje del cine, el caso es que nunca podrá ser posible que sea vista como una cinta cualquiera.
Lo primero que hay siempre que tener en cuenta para ver ésta y casi todas las cintas de QT es que el referente del que parte para crear sus universos, historias y personajes no es la realidad sino el cine (y a veces la televisión), con toda su iconografía, historia y mitología. Los homenajes y variaciones al cine de explotación de los setenta son sus preferidos: las artes marciales en el díptico de Kill Bill, blackxplotation en Jackie Brown o películas de autos, carreras y choques en Death proof. Con su nuevo filme hace referencia al cine de explotación de guerra, tipo Los doce del patíbulo (Aldrich, 67), o incluso al llamado macaroni combat, que es la versión italiana de este cine, así como el espaguetiwestern lo fuera a las películas del oeste.
Es por eso que este genio perverso elige la más cinematográfica de todas las guerras con los más agradecidos villanos del cine: la Segunda Guerra Mundial y los odiadísimos nazis. Ya con esta materia prima y el mencionado referente, se dedica a hacer lo que mejor sabe, esto es, elaboradas y precisas situaciones, organizadas por capítulos, en las que despliega todo su talento para crear cinéticas coreografías de diálogos, personajes, imágenes, música y momentos de artificial pero eficaz tensión.
La película empieza calcando el estilo de los espagueti westerns de Sergio Leone y luego empata con una de esas larguísimas escenas donde el diálogo, a veces inocuo, redundante o retórico, se toma la narración y permite construir la filigrana de un personaje o la tensión creciente que inevitablemente terminará con un gran arrebato. Esos diálogos que irritan tanto a algunos pero que son su principal marca de fábrica, están a lo largo de todo el relato y son la principal razón para que el actor Christoph Waltz, en su políglota interpretación del coronel Landa, se robe todo el protagonismo, el mismo que Brad Pitt no supo aprovechar con su caricaturesca mandíbula y la pobreza de diálogos.
Después de este inicio, Tarantino se abalanza sobre el público con su infaltable dosis de violencia, que en él nunca es simple, sino siempre sazonada con apología (en el visual y dinámico sentido de la palabra), regodeo estilístico y estetización. Sin embargo, en este caso sus personajes y su mirada a la violencia empiezan a rayar con gratuito sadismo, que ya estaba presente plenamente en Death proof (donde es mostrada, una a una, aunque sucede simultáneamente, la forma como cuatro chicas son grotescamente mutiladas en un choque). Lejos está esa cámara sugestiva y mesurada de su opera prima, Reservoir dogs, que voltea a mirar hacia una pared cuando le cortan la oreja al policía.
Ahora, lo de jugar con acontecimientos históricos es un arma de doble filo. En principio, puede ser contraproducente, pues cuando el relato llega a acontecimientos históricos tan conocidos, como la forma en que mueren Hitler y el alto mando nazi, entonces la intriga y la tensión que traía el relato desaparece y la expectativa se acaba, pues ante el conocimiento de la historia, el espectador puede pensar que todo ese asunto de la Operación Kino en el teatro es sólo una larguísima transición hacia el verdadero desenlace.
Por otro lado, cuando los hechos históricos son sorprendentemente transformados por la película, esto puede ser vito como un fascinante gesto de irreverencia con la Historia, pero también como un capricho desconcertante, por lo autocomplaciente y disparatado de la salida. Nuevamente lo que se ve aquí es una banda de vengadores sádicos que responden a la crueldad con mucha más crueldad. Y aunque se sabe que lo de Tarantino es divertimento cinematográfico, es mascar cine y regurgitar efectistas relatos, eso no lo exime de tener una ética para con sus personajes y con el público.
Es por esto último que resulta ambigua la sensación general que deja esta película. De un lado, la gramática, es decir, la escritura cinematográfica de Tarantino, da gusto “leerla” y degustarla, en especial para la cinefilia; pero por otro lado, su carga de referentes y sus caprichos irresponsables hacen un poco masturbatorio su discurso, además, dejándolo todo limitado a un brillante y atractivo ejercicio estilístico, sin que al final de cuentas quede nada en el seso del espectador, algo que sólo es conseguido en Jackie Brown. Por eso ya, a estas alturas, también empieza a hartar tanta contundencia visual y narrativa envolviendo tanta nadería. Es por eso que a Quentin Tarantino se le ama o se le odia, pero también es posible, como lo constata este texto, amarlo y odiarlo al mismo tiempo.
Publicado el 6 de noviembre de 2009 en el periódico El Mundo de Medellín.
FICHA TÉCNICA
Título original: Inglourious basterds
Dirección y guión: Quentin Tarantino
Producción: Lawrence Bender
Fotografía: Bob Richardson.
Reparto: Brad Pitt, Diane Kruger, Mélanie Laurent, Christoph Waltz, Michael Fassbender, Daniel Brühl, Eli Roth, B.J. Novak, Til Schweiger, Gedeon Burkhard, Julie Dreyfus.
USA/Alemania Año: 2009. Duración: 153 min.
Por: Oswaldo Osorio
El regreso de Woody Allen al drama duro y a Estados Unidos es sólido e intenso. Luego de un puñado de películas en Europa y que son comedias o historias románticas, el prolífico y ya mítico director neoyorkino nos cuenta una historia de reveses y desesperación que llevan borde de la locura a su protagonista, todo contado con su estilo inconfundible en la construcción de personajes y la creación de diálogos, pero además jugando con la estructura narrativa para depararnos algunas sorpresas.
Jasmine, encarnada por una convincente Kate Blanchett, luego de tenerlo todo se queda sin nada después de que su esposo fue encarcelado por fraude. De su suntuosa vida en Nueva York pasa a vivir en la precariedad que le ofrece su hermana en San Francisco. De ahí en adelante se viene un desfile de pequeños y grandes dramas para esta pobre niña rica, desde la necesidad de buscar un empleo hasta las repercusiones de este desmoronamiento de su vida en su salud mental.
Lo primero que pone en evidencia la trama es el contraste que existe entre las dos hermanas, la una sofisticada pero vencida por la vida y la otra común y corriente pero que en general vive feliz con sus dos hijos y los hombres vulgares que tiene por pareja. Este contraste da lugar a un constante contrapunto entre ambas, que va desde los reproches hasta la desaprobación del estilo de vida que la otra eligió, lo cual obliga al espectador a establecer constantes comparaciones y juzgar las distintas decisiones que cada una ha tomado en la vida.
La que menos bien parada termina es siempre Jasmine, la triste Jasmine. En principio parece una víctima, de los hombres, de las circunstancias y de la vida misma, como la mayoría de los personajes femeninos que protagonizan las películas de Woody Allen, pero este es distinto, sobre todo por las decisiones que toma y por su actitud ante quienes la rodean, por eso no es casual que el espectador solo muy poco o en ningún momento se identifique con ella, salvo por vía de la compasión debido a las lamentables cosas que le ocurren y por lo patética en que se ha convertido su vida.
La narración misma se encarga de corregir constantemente al espectador cuando trata de identificarse con ella, y lo hace con una sistemática dinámica de flasbacks que le muestran de tanto en cuando a la Jasmine en sus años gloriosos y esas decisiones que tomó. De manera que el relato siempre está jugando con la información sobre ella y el espectador es testigo de la vida de una mujer que, al tiempo que se va desmoronado poco a poco, se nos va develando todo lo que la llevó a tal situación, convirtiendo este en uno de los dramas más patéticos que han salido de este gran conocedor del cine y las mujeres.
Publicado el 20 de octubre de 2013 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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