Por: Santos Zunzunegui
Primacía del tiempo, de la imagen en cambio, lugar inestable para el espectador, nueva apariencia y simulacro de ficción: el vídeo de creación viene a replantear las viejas preguntas.
PRIMERA CONSTATACION
Aunque sea fundamentalmente cierto el que todo texto, cualquiera que sea la materialidad en la que encarne, constituye una ficción, al menos si nos atenemos a sus efectos prácticos (fingere, formar, plasmar, imaginar..., pero también decir falsamente), conviene hacer notar que, en cierto sentido, nuestra utilización corriente de dicho término no es muy diferente de la que realiza la tradición anglosajona cuando define la “fiction” como un tipo de literatura (y póngase aquí el sistema de significación que se desee) que se ocupa de narrar acontecimientos imaginarios.
Narrar, ésta es la cuestión. Sin duda porque cuando constatamos diariamente, y limitándonos al terreno de la expresión. ¡cónica, que el cine es un territorio colonizado por la narración o que en la Televisión la sobreabundancia de programas narrativos constituye la regla general, estamos poniendo el acento en la existencia dominante de una serie de textos en los que un relato se hace cargo de una historia y donde, para decirlo con las palabras de T. Todorov, nos situamos en presencia de un texto referencias con temporalidad representada. Que esa referencia sea mayor o menor o la temporalidad del relato más o menos descifrable en relación con la de la historia, ese es, por supuesto, otro problema, que al menos de momento no nos incumbe.
Es, precisamente, atendiendo a estos criterios por lo que se suele señalar al video de creación como ese lugar donde no reina ni la ficción ni la narración, al menos tal y como las entendemos tradicionalmente. El vídeo de creación parece abrir un abismo difícil de colmar entre un “gnarus” que designa a un narrador exterior (“el que ha visto”) y un “video” (“yo veo”) que ya no remite a una conciencia exterior sino a una pura manipulación tecnológica por más que adopte la siempre rentable apariencia de la primera persona.
SEGUNDA CONSTATACION
Examinemos, por un momento, más de cerca los dos elementos clave que constituyen las condiciones básicas de emergencia del relato tradicional, la referencialidad y la temporalidad.
Hablar de referencialidad de un texto equivale a hacerlo del isomorfismo entre el mundo reresentado y el de nuestra experiencia en tanto que espectadores. No hace falta casi insistir en que en el vídeo de creación suele predominar un discurso autorreferencial que obliga al consumidor de sus imágenes a confrontarse con áreas nuevas de experiencia. Se trata menos de dar cuerpo a un mundo homologable al de nuestros hábitos que de crear un universo en el que se hace necesario disponer de nuevas reglas de orientación y cuyos primeros levantes cartográficos muestran aún las huellas de la ignorancia.
Pero este aspecto, con ser importante, apenas tiene relevancia si pensamos que en el mundo del vídeo ‑de la imagen electrónica‑ la temporalidad no se representa, sino que forma parte indisociable de su misma base tecnológica.
Si el directo televisivo tiene la virtualidad de introducir ‑aunque sea potencialmente‑ el problema de la simultaneidad entre una acción y su representación que el cine obviaba por sus mismos fundamentos tecnológicos, bastará atender al estricto sustrato tecnológico que hace posible la imagen electrónica para comprender que esta pretendida revolución en los medios de expresión ¡cónica ha servido para ocultar el lugar donde se juega la auténtica novedad de las nuevas formas de expresividad ¡cónica.
Si constatamos que la imagen vídeo se obtiene mediante el barrido en trama de seiscientas veinticinco líneas horizontales veinticinco veces por segundo y que cada punto constitutivo de esas líneas se ilumina tras el precedente e inmediatamente antes del que le sigue, caeremos en la cuenta de que el hecho de que sólo exista un punto iluminado cada vez, trae consigo el que la imagen vídeo no exista en el espacio sino solamente en el tiempo. La imagen, así obtenida, no es sino una síntesis temporal asentada sobre la permanente discontinuidad.
Donde el cine crea un espacio que acogerá en su seno un desarrollo temporal, el vídeo se edifica sobre una redundancia constitutiva: tiempo sobre tiempo, espacio hecho de tiempo, espacio que sólo surge como creación del desenvolvimiento temporal.
Por tanto, ausencia de espacio real y muerte de la referencialidad que inclinan al vídeo de creación, desde su misma base, hacia el mundo de la no figuratividad y lo abren en dirección a determinadas experiencias que tendrán en su centro (como veremos más abajo) la actuación sobre el tiempo. Sobre ese tiempo que es su carne y sangre tecnológica pero también su condición última de sentido.
«SPECTATOR IN LOCO»
Pero es que además de éstas, por decirlo de alguna manera, condicionantes básicas existen importantes novedades introducidas por el vídeo de creación en lo referente a las condiciones de recepción del discurso. Hasta el punto de que ya no basta hablar de spectator in fabula, sino que es necesario hacerlo de spectator in loco, en la medida en la que el lugar de lectura se revela como conformador sustancial del sentido.
Un breve repaso a los diferentes lugares de lectura que las distintas artes ¡cónicas han ido constituyendo para ubicar al espectador puede resultar ilustrativo.
Podríamos decir que un arte como la pintura posee al menos dos distancias de contemplación: lejos, como lugar del espectador que abarca con su mirada la totalidad del cuadro y que se sitúa en posición de ojo privilegiado y dominador. Cerca, como lugar del crítico más atento a la materialidad pictórica (se aprecian las pinceladas) que al efecto global. En el permanente “ir y venir” entre estas posiciones se desarrolla, en sentido estricto, el espacio del sentido pictórico.
¿Qué ocurre con el cine? En éste un solo espacio heredado del teatro a la italiana, donde la condición básica de visibilidad sea la de encontrar un lugar que ancle al espectador sobre un efecto perspectivo heredado de la pintura clásica. El espectador cinematográfico inmóvil y centrado (en un lugar medio desde el que se tiene acceso a la representación) será al mismo tiempo un espectador ubicuo, gracias a la alternancia de los puntos de vista que la cámara es susceptible de adoptar. Móvil e inmóvil a la vez, idealmente situado ante esa ventana que se abre sobre el mundo.
Por su parte el vídeo de creación define un territorio mucho más ambiguo. De la misma manera que ya no es lícito hablar de imagen en movimiento sino de imagen en cambio, tampoco el lugar del espectador es un lugar estable. Ni una sola imagen lo solicita ni existe un solo lugar desde el que mirarla. Circulando entre un mar de imágenes, el espectador del vídeo de creación se lanza a la búsqueda de una posición transitoria que permita la constitución instantánea y fulgurante de una brizna de sentido. Inmersión menos en una obra que en un dispositivo, menos en un sentido que en un simulacro, menos en un mundo que en una representación que nunca acaba de constituirse como tal.
Sin duda que a este tipo de situaciones no es ajeno algo que puede parecer trivial pero se revela, en última instancia, de gran importancia: el tamaño de la imagen.
La imagen cinematográfica, gracias, entre otras cosas, a su tamaño (y como prueba en contrario, baste indicar la dificultad de producción de este efecto en los pases televisivos de los films), se comporta ‑decía André Bazin‑ como un cache, la realidad se prolonga más allá de los límites del encuadre mientras que la fotografía o la pintura definen un cadre del que no se puede escapar. En la imagen cinematográfica nos introducimos, nos abismamos. Define el espacio del espectador como englobado en la representación. Se nos hace un sitio al borde mismo del espectáculo, en el filo de la navaja siempre a punto de precipitarnos en el abismo y siempre salvados en última instancia por una conciencia infeliz de sabernos ante una máquina de simulación.
De manera muy diferente, la imagen vídeo se presenta como refractaria a su penetración. Su tamaño impide que nos adentremos en la misma. No nos ofrece un territorio a explorar, un espacio a investigar. Se limita a formar parte del ambiente, por más que muchas veces ese ambiente esté únicamente formado por monitores de televisión, que multiplican una imagen hasta el infinito pero dejando entre ellos huecos a través de los que se filtra, implacable, la realidad.
En la inmensa mayoría de los dispositivos videográficos sólo nos confrontamos con imágenes que no pueden (ni quieren) negar su carácter de tales. Sus límites están ante nuestros ojos, lo que desencadena la dificultad de creer en lo que sucede en el interior de ese mueble. Ya no estamos ante una imagen que despliega sus artes seductoras para hacernos olvidar su naturaleza de representación, sino que, al contrario, se autodesigna orgullosamente como mera apariencia, caduca y mutable.
EL ESPACIO DEL SIMULACRO
Qué duda cabe de que todos los aspectos antes considerados contribuyen a otorgar su aspecto singular al vídeo de creación. Y no dejan de estar presentes en todas aquellas obras que, de una u otra manera, tratan de plantear las bases que hagan posible la inseminación (o la infección) del espacio creativo del vídeo por la ficción y/o la narración.
Adelantemos aquí la idea de que si existe una ficción vídeo (y se ha hablado no poco de ella últimamente) ésta se asienta sobre la idea del simulacro.
Simulacro que adopta múltiples caras, que se disfraza bajo apariencias diversas pero confluyentes en el hecho de producir, a través de los más variados dispositivos, menos una narración que su fingimiento, no tanto un relato cuanto un puro efecto de tal.
Una primera forma de avance enmascarado que presenta la solapada introducción de la narración en el vídeo creativo no es otra sino la pura apariencia de relato que adoptan ciertas obras. Véase, por ejemplo, el caso de Der Riese de Michael Klier, trabajo que mima de manera harto consistente los gestos de la narración: se hace como si se contara una historia. Rodado con cámaras de vigilancia cuyas distintas grabaciones se van yuxtaponiendo debidamente envueltas en una música encargada de conferirles un supuesto sentido; Der Riese funciona como ese espacio, donde un ojo impersonal y variable ‑evacuación de la idea del autor y narrador‑ apenas se limita al registro de una serie de acontecimientos aislados que a través de su estricta contigüidad ‑reedición en la área electrónica del “Efecto Kulechov” cinematográfico‑ funcionan como el lugar de generación de una pura apariencia de relato. Tras una historia siempre a punto de constituirse y siempre inaprehensible, sólo queda el efecto narración permanentemente activado y desactivado,
Más complejos son los casos de ese tipo de productos que durante un cierto tiempo han hecho las delicias de los buscadores incansables de la pretendida especifidad del llamado vídeo‑arte. Obras que utilizan toda una parafernalia de ingenios tecnológicos como sustancia creativa. Este tipo de producciones nos colocan ante un hecho indudable: si la ficción‑cine se presentaba como una aventura de los personajes, la ficción‑vídeo revela en su particular dispositivo que estamos ante una aventura de las imágenes. Ya no se nos convoca a seguir la evolución de tal o cual personaje, sino a preguntarnos: ¿qué le sucede a una imagen? ¿A qué avatares va a ser sometida? ¿A que lugar va a llegar partiendo de una situación inicial? Se cumple así con una de las condiciones básicas para poder hablar de la existencia de un relato, la presencia de una transformación. Sólo que ésta se aplica ahora no sobre personajes ni situaciones, sino sobre imágenes. La aventura nos acecha en el fondo de la tecnología.
Allí donde la imagen cinematográfica reclama la doble presencia de otra imagen que la continúe y de un fuera de campo que la constituya ‑el cine es el arte de no mostrarlo todo, en palabras de Michel Chion‑, la imagen videográfica busca su propia prolongación en su mismo interior a través de una serie de efectos tecnológicos (incrustaciones, splits, quantel ....). Puede pensarse que la narración no surge aquí de un desenvolvimiento temporal sino espacial (un espacio no euclídeo capaz de volverse sobre sí mismo como un guante). Pero ya sabemos que el espacio es el tiempo en la imagen electrónica. Por tanto, retorno al origen y definitivo encuentro sobre la mesa de operaciones de la tecnología del tiempo con su propio fantasma travestido de espacio.
Y sin embargo la respuesta más habitual (y también la más trivial) en el terreno del vídeo hacia los problemas de la narratividad puede encontrarse en ese espacio ambiguo que se oculta tras la denominación de videoclip.
Atendamos a uno de los casos más emblemáticos de los últimos años, Undercover of the night de Julian Temple, ilustración de la canción del mismo título .de los Rolling Stones. ¿Qué encontramos aquí?: Una productiva mezcla de “marcas” tomadas del cinematógrafo con una reflexión si no demasiado profunda sí lo suficientemente efectiva sobre la práctica del “zapping”. Así se llevará a cabo un simulacro de ficción fuertemente referencializado (en este caso la situación política de El Salvador), se otorgará un papel central en la estructura compositiva del clip a la multicanalidad televisual y se mimará ante un espectador supuestamente avisado un efecto de principio (nieve) y otro de final (apagón). Tampoco se renunciará a que un mismo actor interprete varios papeles, aunque ya no ocurra como en el caso del cine en que esa idea sirve de base a una performance actorial; aquí apenas se tratará de explotar la personalidad del cantante soporte del espectáculo. Estamos en las antípodas de efectos perversos como el producido por Luis Buñuel en Ese oscuro objeto de deseo haciendo interpretar a dos actrices diferentes el mismo personaje sin solución de continuidad. La corrupción de la ficción deja paso en el clip al dictado de la publicidad.
Volvamos por un instante sobre ese efecto de principio y final arriba citado. Nos servirá para volver a precisar los límites en los que se inscribe el proyecto que nos ocupa. Cuando en un film como Persona, Bergman hacía aparecer, para cerrar el film, las imágenes cancerígenas de un celuloide que se descomponía ante nuestros ojos, la evidente metáfora cobraba a la vez un sentido bien tangible: el film concluía físicamente; el espectáculo había terminado, era necesario dejar la butaca y abandonar la sala. Cuando el militar iracundo pulsa el mandó a distancia en Undercover of the night, y en nuestro televisor se reproduce el efecto de apagado que también sucede en la ficción, no podemos dejar de pensar que ese apagón es menos un punto final que un puro punto y seguido. Inmediatamente otro clip, otro spot publicitario ocupará la pantalla reclamando nuestra atención. Falso final, pues, revelador de que nos encontramos menos ante un efecto de sentido que ante una predación del patrimonio cinematográfico. Y automáticamente se nos devuelve al terreno de la trivial gestión de una narración que se reviste con los señuelos de la modernidad para dejar de lado toda profundización en sus mecanismos constitutivos.
¿Quizás todo esto se deba al hecho de estar Undercover filmado en soporte fotoquímico y no electrónico? ¿No se trata de un film, un cortometraje que se difunde bajo la denominación vídeo sin serlo? Sí y no, puesto que si tenemos en cuenta el hecho, puesto de manifiesto de manera harto sagaz por Jean Paul Fargier, de que en el clip el tiempo (el límite de la duración de la canción) domina sobre el espacio, tendremos que admitir que en estos casos cuenta menos el soporte en que se inscriben las imágenes que sus canales de exhibición, de un lado, y su vinculación con una cierta manera de entender las relaciones espacio‑temporales (mucho menos rígidas que en el caso del cine), de otro.
EL TIEMPO RECOBRADO
Pero donde más novedoso se ha mostrado el vídeo de creación en el terreno que nos ocupa ha sido en su apertura hacia un nuevo territorio ficcional aún insuficientemente explorado.
Recordemos que el cine se ha definido como un espejo que tiene la virtualidad de reflejar toda la realidad con una sola e importante salvedad que es, justamente, la que la constituye en objeto de sentido: el espectador.
Pues bien, determinados dispositivos videográficos se aplican a subvertir radicalmente esta idea. Un ejemplo privilegiado lo ofrece la vídeo‑instalación Present, Continuous, Past. de Dan Graham.
Uno penetra en una habitación. En una pared un monitor de Televisión y sobre él el objetivo de una cámara (quizás ese “ojo malo” del que habló Lucan). La pared de enfrente del monitor es un espejo. Igualmente ocurre con una de las paredes laterales.
A partir de aquí dejemos la palabra descriptiva al propio Graham:
“Los espejos reflejan el tiempo presente. La cámara de vídeo graba lo que está inmediatamente enfrente de ella y lo reflejado en la pared opuesta. Esta pared reflejada, a su vez, refleja una vista de todo lo que está presente en ese espacio. La imagen tomada por la cámara de todo lo reflejado en la habitación, aparece ocho segundos después en el vídeo‑monitor, por medio de una cinta retardada emplazada entre dos magnetoscopios, uno de los cuales está visionando la grabación pasada. Si el cuerpo filmado no oculta directamente la vista del espejo de enfrente al objetivo, la cámara graba el reflejo de la habitación y la reflejada en el monitor (que muestra los ocho segundos anteriormente grabados desde el reflejo del espejo). Una persona mirando el monitor ve ambas imágenes, la imagen de sí mismo de hace ocho segundos y lo que se ve reflejado en el espejo desde el monitor. Son por tanto dieciséis segundos de pasado. Un infinito retroceso, pues, del tiempo continuo. El espejo rectangular situado entre la pared del espejo y la pared del monitor da una visión del tiempo presente como si fuera observada desde un objetivo exterior superior a la experiencia subjetiva del espectador y al mecanismo, creando el efecto perceptual de la pieza”.
Veamos algunos efectos de tan singular ingenio:
1.°) Si la ficción “mata” o al menos anestesia el tiempo, prolongando el tiempo del espectador a través del propio de la narración, desplegando aquél no ya en extensión sino en volumen y profundidad y permitiéndonos que nos apropiemos del tiempo de otros confundiéndolo con el nuestro, el dispositivo puesto a punto por Dan Graham bloquea este efecto haciéndonos vivir y revivir nuestro propio tiempo. Literalmente lo pone en escena en una redundancia insoportable.
Present, continuous, past enuncia la verdad intolerable de que no existe otro tiempo distinto del nuestro y que lo más que podemos hacer es intentar revivirlo. No a la manera proustiana (vía la memoria involuntaria), sino a través de una trampa tecnológica. El pasado no sale del fondo de una taza de té sino del fondo de un ojo electrónico, de las entrañas de un mecanismo fríamente científico.
2.°) En el relato tradicional alguien dice “yo” en mi lugar. Si todo relato se realiza necesariamente en primera persona ‑aunque adopte a veces la sutil apariencia de la tercera persona‑, la instalación de Graham enuncia un “tú” singular. Aquí vídeo deja de significar “yo veo” para convertirse en “algo te ve” o mejor aún en “ves algo que te ve y ve tu pasado no sólo tu presente y te ves verlo viendo que te ve”. Y así hasta el infinito.
3.°) Conviene señalar que si sólo hubiese presente no existiría el efecto que nos ocupa. De hecho toda ficción se relaciona con el pasado (foto, cine, literatura... ). Siempre se cuenta algo “anterior” (¿el teatro es una excepción?). El dispositivo de Graham tiene la virtualidad de insertar de manera radical el presente en un pasado transmutándolo en ficción y convirtiéndolo permanentemente en pasado que vuelve. El tiempo no es embalsamado como en el cine sino perpetuamente reciclado. Un auténtico eterno retorno que sólo se interrumpe con el abandono por parte del espectador del espacio de la instalación.
4.°) Allí donde el cine es un dispositivo que atrapa al espectador permitiéndole proyectarse en la narración/ficción, en el territorio que abre el mecanismo diseñado por Graham no existe otra ficción que la del yo singular que penetra en el interior de la instalación. Y aquí hace su aparición un tema típico del cine de terror: la muerte que retorna en forma de nuestro propio pasado que surge ante nuestros ojos atónitos. El terror, por tanto, como efecto producido por la aparición de nuestro propio yo que se convierte en materia central de la puesta en escena.
5.°) Nos encontramos en presencia, sin duda, de una nueva narración. Nueva narración que funciona a la vez en presente y pasado. De la que el espectador es a la vez autor y actor, sólo precedido por la instalación que parece aguardarlo en un silencio ominoso.
Present, continuous, past es el lugar donde se ponen en escena no ya los fantasmas, sino el cuerpo (y su particular temporalidad) del espectador. Espectador siempre distinto y que aquí se encuentra narrado, convertido en ficción.
Henos aquí enfrentados no ya con la “suspensión de la incredulidad” típica de la ficción clásica, sino con esa “incredulidad de la suspensión temporal” que tiene como causa el imprevisto surgimiento de un espectro que creíamos haber dejado definitivamente atrás.
Si la esencia de la expresión videográfica es el tiempo, qué duda cabe de que dispositivos como el comentado juegan a fondo con esta característica situándonos en un nuevo lugar desde el que las viejas preguntas exigen ser replanteadas.
Es desde locus como éste desde donde la imagen electrónica ‑más allá de los fuegos artificiales de los efectos digitales‑ es capaz de proporcionar nuevas respuestas a preguntas que no siempre nos atrevemos a formular. Si antes hemos dicho que convenía añadir a la problemática del “spectator in fabula” la del “spectator in loco” ahora estamos en condiciones de entender que no hay otra fábula que la del lugar del espectador aunque nos resulte inquietante admitirlo. Pero éste es el precio que pagan el crítico y el teórico por acercarse demasiado a las obras.