O cómo llegué a amar hombres lobos adolescentes, payasos asesinos del espacio exterior y otras truculencias varias

Doctor Calamar

¿Qué tiene de encantadora la serie B, con sus slogans excéntricos, sus afiches de sensación y sus temáticas casi siempre exageradas? Para muchos es imposible encontrar la gracia detrás de una película como The Blob o The Texas Chainsaw Massacre. Para otros, dentro de los cuáles me incluyo, ver una película de estas es probar cine en estado puro. Puede que no nos dejen una lección, pero nos hacen recordar cuando éramos pequeños y descubríamos las películas de Cita con los Clásicos del Terror, o cuando alquilábamos películas en Betamax guiados por poco más que la carátula y una sinopsis garabateada en una tarjeta de cartulina verde. Para muchos, la serie B sigue siendo territorio de gente inmadura, que disfruta con tramas simples dirigidas casi siempre a las vísceras. Pero quienes hemos ahondado en ella, hemos descubierto un cine que puede servir para mucho más de lo que parece. Es cierto, nos gustan los extraterrestres, los vaqueros italianos, los samuráis y los monstruos gigantes. Pero también hemos descubierto que detrás de una película de zombies puede haber un comentario político, o que una película de vampiros puede ser reminiscente de un western de Howard Hawks.

Para eso estamos aquí, para tratar de compartir un poco de ese cine que nos parece se debería reivindicar un poco. No vamos a posar de víctimas incomprendidas, porque el haber recibido miradas reprensivas por nuestra afición solo ha hecho que descubramos con mayor gusto ciertas perlas que los demás no logran ver. Es cierto que ahora todo el mundo parece saber qué es la serie B. Pero no. En realidad, como toda moda suele hacer, el verdadero fondo ha sido descontextualizado. Hoy día muchos creen que una película cutre es buena por ser cutre. Otros dicen que la serie B es un placer culposo y que las buenas películas siempre serán mejores, como si la serie B fuera un pequeño basurero donde se encuentran juguetes sucios para divertirse un rato. Y no. Ambas partes se equivocan, porque la serie B no puede ser equiparada automáticamente con un resultado solo por ser hecha con menor presupuesto.

Comencemos con un poco de historia. La serie B, desde su mismo nombre, tiene una connotación de segundona. Nace por allá en los años treinta, cuando los grandes estudios producían películas de menor presupuesto, con estrellas de segunda categoría y los sobrantes de los decorados de las grandes producciones. ¿El objetivo? Hacer la película que acompañaría a la gran atracción en el programa doble de las salas de cine. Así que, de entrada, comenzamos con una B mayúscula en todo el sentido de la palabra.

Sin embargo, eso no quiere decir que los estudios hicieran malas películas con ella. Al contrario, la serie B servía como entrenamiento para los directores novatos, pero también como campo de experimentación. Al estar libres de las presiones de un gran presupuesto, quienes se dedicaban a la serie B tenían más libertad para expresar lo que deseaban. Y sí, es cierto que en la serie B de los cuarenta podemos encontrar a Abbott and Costello meet Frankenstein, pero también a Val Lewton, productor que hizo de la serie B algo muy respetable, creando películas como Cat People, I walked with a zombie o The Body Snatcher, al trabajar con directores como Jacques Tourneur o Robert Wise. Y qué decir del film noir, que tiene sus raíces en la más pura serie B, de donde salieron obras maestras a puñados.

Obviamente, los empresarios independientes, ávidos de éxitos minúsculos para exhibir en las salas de cine, comenzaron a producir cantidad de películas de bajo presupuesto, apelando a lo que el público quería. Y aunque suene mal, esto era sexo y violencia. No nos alarmemos, que con esto no les estamos dando la razón a los críticos de la serie B. Sexo y violencia son, en últimas, los ingredientes de cualquier drama, desde el más fino hasta el más vulgar. Solo que en la serie B, nos fuimos por el camino fácil en muchas ocasiones.

Para los años cincuenta, los grandes estudios ya no producían esas película para complementar la atracción principal. Pero eso no significa que los productores no hubieran tomado nota de lo que se podía hacer con pocos dólares. Añádanse una economía boyante que permitía una vida cómoda y repleta de público hormonal, autocniemas, y el archiconocido terror atómico y tenemos... ¡la época de oro de la serie B! Sí, señores, de Godzilla, Not of this earth, Attack of the crab monsters, pero también del nuevo Drácula, el de la británica Hammer y protagonizado por Christopher Lee, donde comenzamos a ver pechos y sangre a borbotones y en Technicolor.

La evolución de la serie B sería peculiar, y podríamos trazar un mapa por décadas que alcanzaría a reflejar, curiosamente, los cambios de la sociedad mundial. Los sesenta comenzarían a tornarse menos candorosos, y sería acá que tendríamos un renacer desde un punto de vista más oscuro: Herschell Gordon Lewis crearía el gore, subgénero en el que las tripas y la sangre son protagonistas de la diversión, para escándalo de padres y maestros; George Romero daría nacimiento al zombie moderno con Night of the living dead, obra maestra visceral en más de un sentido, preñada de rabia y furia. Y de ambos, los setenta entrarían en el grindhouse más sucio. Teatros de burlesque y striptease reconvertidos en antros de proyección de cine de mala fama, así como lugares de transacción de sustancias ilícitas, los teatros del grindhouse se llenarían de kung fu, blaxploitation (cine de explotación hecho por y para negros), psicópatas y películas inclasificables, como Pink Flamingos de John Waters. Los ochenta, finalmente, marcarían el regreso al terror como principal fuente de ingresos de la serie B, y su muerte, porque los noventa y la primera década de este siglo no serían recordados por la gloria de sus producciones de serie B, sino por los homenajes que los directores que crecieron a su amparo han hecho.

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