Por Juan Diego Caicedo
Primera parte (Kinetoscopio No 48. 1998 )
Todo cine que se respete posee elementos documentales suponiendo, a la vez, una interpretación personal del mundo o, lo que es lo mismo, una orientación estilística. El aspecto documental conlleva un grado determinado de realismo, en el sentido más amplio, vale decir un nivel de objetivación en la apropiación de la realidad que hace el trabajo artístico. Consecuentemente, hay en toda obra importante una poderosa carga de veracidad, de aporte a la búsqueda de la verdad, en tanto que las personalidades de los creadores le imprimen, clara e indiscutiblemente, un sello distintivo a su quehacer. Dialécticamente, sujeto y objeto se integran en la obra, que es una sola por lo que nos enseña particular y universalmente de la condición humana, al igual que por la forma tan individual, a veces tan indescriptible, como el artista nos comunica ese saber. El realzar uno u otro aspecto provoca malentendidos de este tenor: o todo es subjetividad en la creación, posición que viene cobrando fuerzo desde el Siglo de los Luces con la estética empirista, o todo en ella es realidad dentro de la acepción marxista, por ejemplo, que como tantas cosas cayó al fondo de la crisis hace ya tiempo.
Cuando se habla de documental, vale la pena examinar, antes que nada, la misma posibilidad de su existencia, si es cierto que puede haber un documento sobre la realidad, si de ella podemos conocer objetivamente algo a través del cine o el lenguaje audiovisual en general. Idéntica pregunta, aplicando conceptos más abarcadores, se hacían Sócrates y los sofistas, nominalistas y realistas en la Edad Media, empiristas y racionalistas posteriormente. La pregunta es, en últimas, si podemos llegar a establecer verdades indiscutibles o si relatividad, subjetividad o simple denominación de términos referidos a algo incognoscible e inexistente son insuperables, si no podemos alcanzar nada claro y verdadero.
Hoy el subjetivismo parece haber triunfado. Pero sigue habiendo individuos que, en el oficio audiovisual, se presentan como documentalistas, individuos que muestran una realidad, nos documentan e informan sobre ella. Tales profesionales arguyen frecuentemente que no hay más que subjetividad en su trabajo. ¿Qué niegan, entonces? ¿Qué documentan o qué no, siendo sólo portavoces de sí mismos, de su ego?
LA REVOLUCIÓN COPERNICANA
En enero de 1959, año del lanzamiento y casi que consagración inmediata de la Nueva Ola, Eric Rohmer escribía para el número 91 de Cahiers du Cinéma, Especial: André Bazin; el artículo La suma de André Bazin, dedicado a la memoria de su maestro. En éste se lee: “En una frase todo está contenido, si no dicho, pues es ella la que va a permitir decirlo todo. Ella encierra la definición del cine, pero a la manera como la recta contiene en germen las definiciones del piano y del espacio. Sin duda no se puede ir más lejos en ‘comprensión’, pero la extensión del concepto va a parecernos en adelante infinita: “...El cine, leemos -Rohmer se refiere al artículo Ontología de la imagen fotográfica, primero de la selección ¿Qué es el cine?, libro en cuya edición Bazin trabajaba antes de morir y que Rohmer, con sus compañeros, hizo publicar-, aparece como la conclusión en el tiempo de la objetividad fotográfica". Por medio de esa pequeña, esa modesta frase, Bazin hace en el dominio de la teoría cinematográfica su revolución copernicana. Antes de él, era todo lo contrario: sobre la subjetividad del séptimo arte se quería poner el acento. Se tenía por lo general el siguiente razonamiento: "¿El cine es un arte? Quien dice arte, dice interpretación: reunamos pues las pruebas de infidelidad, destaquemos los huellas de la interpretación del artista". Etapa útil, necesaria de la reflexión, pero que nos ha ocultado, por largo tiempo, el ser de un arte, del cual desconocíamos la originalidad al querer distinguir en él sus analogías con los otros. Lo que importa a Bazin no es en qué el cine se parece a la pintura, sino en qué difiere de ella. Como la fotografía, él es hijo de la mecánica: "Por primera vez, entre el objeto inicial y su representación, no se interpone más que otro objeto. Por primera vez una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin la intervención creadora del hombre. Todas las artes son fundadas sobre la presencia del hombre; solamente en la fotografía gozamos de su ausencia" (1).
Rohmer, cuya obra crítico-ensayística reviste tanta magnitud, en el plano reflexivo, como sus películas, de las que expresa su raigambre filosófica, continúa un proceso que es desconocido por los amantes del subjetivismo, demasiado ocupados en sí mismos como para saber que, antes de ellos, otros de mayores quilates intelectuales habían dado respuestas contundentes a la egolatría. Ya en el siglo XIX, Schopenhauer relacionaba el arte y sus diferentes clases con grados de objetivación de las ideas, ser modélico de la Voluntad, fuerza motriz del universo. Luego fue secundado por el joven Nietzsche para quien el ritual dionisiaco, convertido en construcción trágica, sume al sujeto en una objetividad cósmica, comunidad que niega su propia individualidad.
Por su lado, Kierkegaard hablaba del Don Juan de Mozart como obra que transmite la verdad de la sensualidad, objetivando las leyes del deseo en un estudio erótico inmediato, la representación más fiel (diríamos realista, si el término no estuviera contaminado de retórica insufrible) de lo que Eros es en verdad. Escalando el edificio del espíritu absoluto, Hegel tampoco se quedaba atrás situando el arte ad portas de la religión y la filosofía, esta última como saber absoluto, identificación de la autoconciencia subjetiva con la conciencia en el mundo objetivo del espíritu. El arte era para él una instancia suprema en la que las dos estaban muy cerca de encontrarse: nada de subjetivismos enfermizos ni de realismos colectivistas enemigos de la individualidad.
Bazin, pues, seguido por Rohmer, concebía el cine a partir de una fenomenología de su ser. Aclaremos esta idea. Si Kant veía en los fenómenos las apariencias que, percibidas por los sentidos, generan el único conocimiento al que puede aspirar el hombre, aunque gracias a la dimensión trascendente del entendimiento, regulador del conocimiento, la fenomenología no separa apariencia de esencia, el ser de su manifestación, los sentidos de la intuición de la verdad, por ideal o metafísica que ésta sea. Para ella, intuir un fenómeno, en un saber primordial, es intuir su ser último, y de acuerdo con los palabras de Heidegger: “El concepto fenomenológico de fenómeno entiende por ‘lo que se muestra’ el ser de los entes, su sentido, sus modificaciones y derivados. Y el mostrarse no es un arte cualquiera, ni menos lo que se dice un ‘aparecer’. El ser de los entes es lo que menos puede ser nunca nada ‘tras de lo cual’ esté aún algo ‘que no aparezca’” (2).
Este pensamiento llegó a Bazin en virtud de su magnífica formación filosófica, marcada especialmente por la influencia de Sartre. Él concibe el cine según "su poder de revelarnos lo real". Es la invención técnica capaz de consumar plenamente "el complejo de la momia", de satisfacer hasta la saciedad "la necesidad psicológica del doble", el afán humano de perpetuarse en el tiempo, venciendo su resistencia, con un duplicado de la realidad que, conseguido en la fotografía en movimiento, nos entrega el maximum de realismo. Escribía Bazin que "sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi concepción, puede devolverle la virginidad ante la mirada y hacerlo capaz de mi amor" (3).
Eso es para Bazin, básicamente, el cine, un arte en el que la ensoñación, la fantasía y la imaginación, todos ellos atributos de la subjetividad, se ponen en marcha sobre el sustrato de un espectro ineludible de realidad, de objetividad pura. No rechaza la existencia de una interpretación, de un sujeto activo creador que actúa para satisfacer la "necesidad estética" del hombre, lo cual no estriba en la simple mímesis o imitación de lo real, sino que se eleva sobre ella. Aristóteles lo había dicho ya cuando, en su Poética reconoce y valora sobremanera un talento en la capacidad artística de imitación sosteniendo, por ejemplo, que éste no consiste meramente en lo representación verosímil de los cosas, sino en la facultad, eminentemente creadora -organizadora, constructiva, estructuradora- de hacer pasar lo inverosímil por verosímil, en una labor de ordenación-composición por parte del poeta épico o trágico.
Ningún teórico ni ningún critico de cine se ha ocupado tan seriamente como Bazin de la esencialidad documental del séptimo arte. Éste, según su visión, nos permite conocer la naturaleza y al hombre sin prejuicios, devolviéndonos su verdad originaria. ¿No es ése, acaso, el reto del documentalista? ¿El de liberar la mirada de las ataduras tendenciosas, vagamente generalizantes y estereotipadas, con que habitualmente percibimos los cosas, engañándonos sobre sus valores y prioridades? ¿No queda unido así al científico, al filósofo o a cualquier otro amante de la sabiduría, en la perenne exploración de la verdad?
Ese principio objetivo y documental lo traslada también el pensador francés a la ficción. Una película argumental nos revela igualmente lo real, hace que captemos las claves de los fenómenos, sus leyes secretas, secretas para la modorra de hábitos pasivos y habladurías sin peso ni vuelo en la que usualmente vivimos. Es por eso que no hay un abismo entre el documental y la ficción, que, antes bien, son dos ramales próximos de un mismo tronco.
CINEASTAS QUE COINCIDEN CON BAZIN
Podría afirmarse que el germen del diamantino criterio de Bazin estaba implícito en la propensión de los Hermanos Lumiére a juzgar su invento como un instrumento al servicio de la ciencia. Lo inocencia de su cámara quieta, sin montaje, captando hechos anodinos, fenómenos, siempre pasajeros y efímeros, subyuga al público inicialmente porque devuelve el encanto de lo real, tan crucial a la hora de hacer historia o ciencia, arte o conversación. No olvidemos que Canaletto, cuya perspectiva no estaba muy alejada de los Lumiére, mostró a Varsovia de una manera tan fidedigna, que gracias a sus cuadros la ciudad, en su sector antiguo, pudo ser reconstruida después de la guerra. Así mismo, científicos sociales e historiadores ven cine como ayuda en sus estudios, así como el científico a secas se vale de éste y del video en sus investigaciones. Bien sabemos que el educador de hay es consciente de ello, hasta el punto de que estamos absolutamente convencidos de que se hace imposible educar bien sin el audiovisual.
Muy a propósito habría que traer aquí a cuento la gran propuesta educativa de Roberto Rossellini en la televisión. Su obra cinematográfica alumbró, quizás como ninguna, la estética baziniana, por la desnudez, despojada de grandilocuencia y escritura críptica, de su remisión a lo real, entendiendo por ello el ser de hombres y entes. Cuando Rossellini deja el cine, fraguando su proyecto televisivo de contar la historia de la civilización para hacer accesibles la ciencia y el conocimiento a las grandes masas, sin tendencias ideológicas o soplos subliminales sensualistas, estaba recogiendo los frutos de su soberano conocimiento del carácter de la imagen en movimiento. De alguna manera, la buena televisión documental que se sigue produciendo en el mundo sigue sus pasos.
El audiovisual es, al fin y al cabo, si queremos, el mejor sinónimo de formación, cuando se educa para la solidaridad social. El Cinéma Verité, de Jean Rouch, el Cine Ojo y el Cine verdad, de Dziga Vertov, el plano secuencia integral de Jorge Sanjinés, el trabajo documental de Godard en los años sesenta y setenta ("Hubiera querido ser un realizador de noticieros y nada más que eso", ha dicho el director francés) y la mentada profusión de documentales televisivos a la que asistimos ahora, todos víctimas de extremismos característicos en hombres apasionados, son ramificaciones excitantes del pensamiento baziniano. Acabamos de comprenderlo cuando presenciamos, en la ficción fílmica, la obra de directores actuales tan sensibles al tema tratado, cineastas que "creen en la realidad" (tanto como "en la imagen ", para admitir otra frases de Bazin) como Wim Wenders, Andrei Tarkovski, los hermanos Aki y Mika Kaurismaki, Oliver Stone y, por supuesto, Eric Rohmer, para quien el cine sigue siendo, ante todo, el arte de mostrar, no de demostrar, a la manera en que Francois Truffaut describiría el trabajo de Rossellini, de quien fue secretario en una época de vacas flacas para el autor italiano, siempre con proyectos no muy llenos de interés para los productores.
El documental y la ficción que hacen estos personajes, del mismo modo que lo mejor del cine de todos los tiempos, gozan embriagados del placer de observar la vida, lo real. Ellos saben escuchar, tienen memoria del otro, de sus semejantes. Los respetan. Objetivan su yo en la solidaridad de ser en el mundo uno mismo con otros. Buscan la verdad porque, el ser ahí, el hombre heideggeriano, es en la verdad; la anhela, desea fervientemente encontrarla, se pregunta constantemente por ella.
Y es que sucede con la verdad como con la objetividad. Nos negamos a creer en ella y, sin embargo, a ninguno de nosotros le agrada verse acusado de algo que no ha hecho. Tampoco que alguien sea nombrado en un cargo para el que no está preparado. Mucho menos que se malinterpreten nuestras intenciones en actos ya logrados, ya fallidos. En todos estos casos nos mostramos sedientos de objetividad, la reclamamos a voz en cuello. ¿Por qué, entonces, se pretende que un documental es ciento por ciento subjetivo? ¿Es que no participa acaso de la vida de los otros, no pretende enseñarlos como son, oyendo su voz, aunándola a la del realizador? Lo que pedimos en la vida diaria, ¿no se lo pedimos al arte? ¿Están tan radicalmente separados el arte y la vida?
Para terminar esta parte, acabando de hacer ajuste de cuentas con quienes no ven en el arte más que a sí mismos, recordemos lo que Goethe decía a Eckermann: "Lo esencial es que poseamos un alma apasionada de la verdad y que sepamos aprehenderla allí donde lo encontramos" (4). Considerando después las enseñanzas de su maestro y amigo, el joven Eckermann declara: "la gente suele dedicarse demasiado a la poesía y a los misterios suprasensibles, que son las cosas subjetivas y harto elásticas que no exigen nada del hombre, sino que, por el contrario, lo lisonjean y, aun en el mejor de los casos, no contribuyen a su perfeccionamiento, pues lo dejan tal y como estaba (…) En poesía sólo es digno de aprecio lo verdaderamente grande y puro, aquello que se nos ofrece cual una segunda naturaleza, que o nos eleva consigo o pasa de largo con desdén (…) Para poder sacar algún provecho en poesía, tanto de lo bueno como de lo malo, es menester hallarse en un plano muy elevado y contar con una base muy sólida para poder mirar esas cosas con cierto desapego, como algo que pertenece a un mundo fuera de nosotros. Por esa razón recomiendo el trato directo con la Naturaleza, ya que ésta no lisonjea nuestra debilidad. O logra hacer de nosotros algo grande o nos deja en paz" (5).
A eso de la Naturaleza podríamos añadir: y con la sociedad, con los otros hombres. Observándolos y escuchándolos nos enriquecemos. El documentalista puede hacer mucho por esa causa. El que lo consigue, de hecho nos presta un servicio inmejorable. También cuando aborda la naturaleza. Por eso razón, el subjetivismo parece algo anacrónico. Disponiendo de armas tan eficaces tecnológicamente, el documental de la década de los noventa está retomando el proyecto rosselliniano para hacernos mejores hombres. Y sabido es que cualquier idolatría del ego en nada ayuda a ello. Todo documentalista, como todo hombre de valía, ha pensado alguna vez en el bien común. Los primeros entre ellos no cesan de hacerlo.
NOTAS:
1). Rohmer, Eric. “La suma de André Bazin” en La Nueva Ola, de la crítica a la realización. Fundación Universitaria Central. Departamento de Humanidades y Letras. Bogotá, 1993. Págs. 23 y 24.
2). Heidegger, Martin. El ser y el tiempo. Fondo de Cultura Económica. México D. F.1993. Pág. 46.
3). Bazin, André. ¿Qué es el cine? Ediciones Rialp. Madrid. 1966. Pág. 19.
4). Estas palabras de Bazin están sacadas del mismo texto citado por Rohmer, Ontología de la imagen fotográfica, que en la vieja edición de Rialp ocupa las páginas 13 - 20.
5) Goethe, Johann W. Obras completas, Tomo III. Grandes Clásicos Aguilar México, D. F. 1991. Páginas 155 y 241.
Segunda parte (Kinetoscopio No 49.1999)
FASES DEL DOCUMENTAL EN COLOMBIA
El documental colombiano ha atravesado por las siguientes fases: la de la ingenuidad, la cual se extiende desde los comienzos del cine en nuestro país hasta la década del sesenta; la de la militancia, que se subdivide en panfleto, tanto independiente como estatal, y el compromiso; y la de la veracidad e inventiva. La segunda abarca las décadas del sesenta, setenta y comienzos de los ochenta, mientras que la tercera se inicia a finales de ésta, llegando hasta el presente. Estas fases podrían ser consideradas también como niveles que han interactuado y lo siguen haciendo, penetrándose mutuamente, sin que ninguno de ellos haya desaparecido por completo.
LA INGENUIDAD
El documental candoroso se distingue por su infantil complacencia en los temas tratados, lo mismo que por su falta de constructividad y alcance conceptual. Es de un acendrado propósito folclorista, aunque rara vez resplandece por la autenticidad vigorosa de todo folclor, quedándose más bien en la endeble postal turística. Está hecho con mínimos conocimientos del oficio, vacilando entre ésta y la chapucería ramplona. Es el producto de una época en la que el cine lo hacían personas que, aunque corrían riesgos ("hacer una película en Colombia es perder una casa", dice todavía uno de los viejos cineastas), no disponían de directrices intelectuales afianzadas. Tiene, sin embargo, su cara amable.
Al estar desprovisto de ostentación academicista o retórica, contiene, de vez en cuando, imágenes hermosas por su sencilla inocencia, la cual despliega ante los sorprendidos ojos de un espectador pervertido ya por tantos abusos del audiovisual moderno, el espíritu desenfadado y bonachón de nuestros antepasados, la candidez de una mirada que parece perdida para siempre en la noche de los tiempos.
Este cine, al estar lejos de las pretensiones, despierta una sonrisa sana, pero también una rabia justificada cuando se excede en patriotismos simplistas, amén de su precariedad de recursos. La conservación del archivo de la Esso colombiana de los Hermanos Acevedo nos introduce, por ejemplo, en el noticiario y el documental más acorde con los parámetros de lo categoría de ingenuidad... Es, como todo archivo parecido, de un inmenso valor histórico en los momentos en que quiere reconstruirse el pasado. No se le podían pedir peras al olmo, tenaces y obstinados empíricos, como les designamos ahora, no podían hacer algo distinto.
La ingenuidad, adobada con un tono que se supone más serio, coexiste con el panfleto de la era del sobreprecio y muestra sus rezagos hasta nuestros días en algunos videos que se siguen produciendo dentro de espacios presuntamente culturales de la televisión o institucionales de circulación más restringida. Se detecta en ellos fácilmente esa particular habilidad del colombiano para hacer mal las cosas que no conoce, en aras de la figuración obtenida gracias al espaldarazo de buenas palancas. Hay que consignar aquí sin temor que es mínimo el número de videastas poseedores de criterio profesional, con una formación en el oficio, ya sea la de la academia, ya la del autodidacta.
LA MILITANCIA
Era ésta de dos tipos, la verdadera y sincera en agrupaciones políticas de izquierda, o la de la pose, la más común, manifestada en cineastas que nunca tocaron un libro de marxismo. El panfleto independiente, "marginal" como se decía entonces, tuvo su carta de presentación más significativa en las películas de Carlos Álvarez -Colombia 70 (1970), ¿Qué es la democracia? (1971), Los hijos del subdesarrollo (1975), etc.-. Pasó por destellos interesantes con Camilo Torres (1967), del desaparecido Diego León Giraldo.
Apoyado en textos legendarios como Por un cine imperfecto, del cineasta cubano Julio García Espinosa, el panfleto cinematográfico hacía gala de muchas estadísticas, voces incendiarias en off y abundantes planos de manifestaciones políticas o mítines universitarios, llegando en contadas ocasiones a una estética propia, que no le debía nada al cartel agitacional o la consigna, de los que se volvía repetición sin articulación estructural.
El panfleto estatal, por su parte, vivió su esplendor en la era del sobreprecio, tiempo en que el Estado auspició y fomentó lo que parecía ser una demoledora crítica contra sí mismo y, en realidad no era más que una alharaca deslucida con la cual, bajo la coartada de las simpatías políticas, se quería disimular la incompetencia. Decenas de documentales desfilaron por aquellos días por las pantallas con centenares de cámaras tembleques, planos fuera de foco, sobreexposiciones continuas, encuadres sin perspectiva visual y quejumbrosas voces de locutores, a veces los mismos narradores deportivos, conformistas por naturaleza, quienes hacían alarde de despiadada fogosidad antigobiernista. El panfleto estatal se consolidó en una época de sobreabundancia productiva y evidente escasez de oficio, por no decir de talento.
La militancia que pasó a la historia no tuvo que ver mucho con el panfleto. Chircales (1965 - 1972), Campesinos (1975) y los trabajos posteriores de Jorge Silva y Marta Rodríguez, aunque afectados a ratos por la convencionalidad de la denuncia, impuesta verticalmente a la realidad analizada sobre todo por el tratamiento sonoro, fueron obras ejemplares por su rigor estructural, sus aciertos plásticos y fotográficos. Crítica social efectuada sobre la base de una investigación y una convivencia largas con las personas acerca de las cuales se habla, empalma con una propuesta visual consistente, ajena al tráfico de simples consignas. Igualmente Oiga, Vea (1971), de Carlos Mayolo y Luis Ospina, ácido documental sobre la realidad social paralela a los Juegos Panamericanos de Cali, apartándose de la fórmula panfletaria, le otorga la palabra a los desplazados de entonces, quienes, al margen de suntuosas obras arquitectónicas, padecen su calvario. Con humor sardónico los realizadores establecen dicientes contrapuntos audiovisuales que, extrayendo su tema de las entrañas mismas de la realidad, crean las condiciones precisas para una interpretación punzante del material.
Esta militancia del compromiso, que sigue infundiendo respeto, tuvo un momento estelar en Agarrando pueblo (1978), del mismo par de cineastas caleños, lo mejor que se ha escrito cinematográficamente acerca del panfleto estatal, mientras que Silva y Rodríguez, rompiendo con esquematismos, fueron haciendo su cine más poético y más introspectivo hasta filmar Nacer de nuevo (1987), gran conquista del documental nacional que queda como el mayor testimonio realizado en el país sobre la tragedia de Armero, es decir, sobre sus consecuencias para la vida de una anciana.
La militancia tuvo la ventaja de poner en contacto a los cineastas con la actividad fílmica internacional, especialmente con nombres y grupos capitales del concierto latinoamericano, norteamericano y europeo. Vinculado, en los último casos, tanto a la gestión cineclubista como a la crítica cinematográfica, a la par que a la trayectoria académica (Ospina y Rodríguez hicieron estudios fuera del país), remozó nuestro cine documental con idea nuevas, inseparables de un sincero anhelo de transformación social. Hoy, ecos del compromiso loable sobreviven en la vena documental de la obra de Víctor Gaviria y en unos pocos realizadores de video. El repliegue del marxismo cedió el paso a un execrable conformismo pero a la vez sirvió para pensar menos en los conceptos económicos, sociológicos y políticos, tratando de copiarlos en la pantalla, y adentrarse más en la realidad individual de los seres, tan contrario a las teorías demasiado generalizantes.
VERACIDAD E INVENTIVA
El documental cinematográfico colombiano tiene, hoy por hoy, en las figuras de Jorge Echeverri, Oscar Campo y Luis Ospina a sus primeros representantes. Echeverri, prácticamente el único cineasta que sigue haciendo cine independiente en 16mm., no siempre documental, es un director sensible al espacio, a la geografía y topografía del excelente material dramático que hay en el paisaje colombiano, así como a lo singularidad de sus personajes. Deja que aquél y éstos se expresen en un lenguaje propio, interviniendo con su hermenéutica sobre la realidad, documentando para enaltecerla poéticamente. Es un cineasta único, aunque muy mal conocido. Arturo Navarrete (1982), Celador o imagen (1985) y Tulia (1992), son logros perdurables de su filmografía documental.
Por su parte, Campo ha realizado su obra en video, alternándola con una teorización permanente acerca del tema del documental. Es, sin lugar a dudas, la principal personalidad del país en ese sentido. Lo atrayente de su caso es que ha hecho madurar su pensamiento sobre la forma del video que hace hasta un grado de sustentación insospechado, en un país en que el trabajo intelectual está desacreditado por el poderío de la liviandad y la farándula. Campo ductiliza las técnicas del medio electrónico para crear formas y estructuras de mucha inteligencia, profundamente reveladoras de la naturaleza de los personajes que trata, con quienes dialoga y se compenetra intensamente antes de tomar la cámara. Recuerdos de sangre (1990), Oscar Muñoz: Retrato fragmentado, efímero (1992) y Un ángel subterráneo (1993), son trabajos que merecen todo un reconocimiento y un análisis, el que el autor intentó hacer, lo mismo que de los de Echeverri, Ospina y otros realizadores en su investigación El cine y el video colombianos de finales de siglo: 1980- 1994 -Beca de Colcultura-.
Ospina ha proseguido su obra documental con resultados que en dicho texto se analizan rastreando paso a paso su videografía. Otros realizadores como Gonzalo Mejía, Carlos Bernal, Antonio Dorado, Luis Fernando Pacho Bottía, Juan Guillermo Arredondo y Mady Samper, han hecho también que la veracidad e inventiva del documental colombiano en video esté superando, con creces, los taras de la ingenuidad y el panfleto. Han hecho, con su obra, que sea altamente gratificante la revisión crítica de su esfuerzo, mucho más gratificante que la de la ficción, tan aquejada todavía de dolencias y falencias crónicas.
Gran ausente en estas páginas, Víctor Gaviria, por su intento de conciliar el documental con la ficción de una manera que, para mis propósitos, se aproxima más a la segunda, será objeto de futuro escritos, así como lo fue su película Rodrigo D. No futuro (1989) en la investigación arriba citada.
Para finalizar, como ejemplo a la mano de ese texto extenso y denso, un análisis del documental Tulia, de Jorge Echeverri.
TULIA DE SAN PEDRO DE IGUAQUE
Dirección, guión, montaje y producción: Jorge Echeverri; Fotografía: Erwin Göggel; Música: R. Shankar; Formato: 16mm. color; Duración: 21 minutos, 1992.
"Documental acerca de una campesina de 65 años que vive sola en la vereda próxima a la laguna de lguaque. Su carácter apacible se expresa en su respuesta cuando le fue preguntado si alguna vez había pensado en cambiar de vida. ‘De cualquier modo, esos montes (y miró las cimas azules envueltas en niebla) ya estaban ahí mucho antes de que llegara, y van a seguir ahí cuando me haya ido’. Es exactamente la armonía con su entorno lo que muestra el film. Ella ha tomado su vida como ha venido. No ha perdido más de lo que ha invertido en ella. Su enorme sencillez y elemental sabiduría la muestran como una niña que, con su inocencia (unida a su experiencia), comunica una manera de vivir con la tierra” .
Varios planos del paisaje boyacense, adyacente a San Pedro de Iguaque, en los momentos del amanecer, dan inicio a la película. En uno de ellos, se parte de la neblina para, en un espléndido zoom-back terminar con una vista general del lugar. El sol despierta. Una vaca se alimenta y un gallo canta. Tulia aparece en primer plano peinándose, el cabello no le deja ver la cara durante algunos segundos. Luego, su rostro curtido por las largas faenas de labor en el campo se hace perceptible. Escuchamos su voz enterándonos de que es oriunda de Villa de Leyva, lo cual refrenda un detalle de su cédula. Ella no es propietaria de las tierras en las que vive, pertenecen a don Ramón, un terrateniente: "¿Era que su persona creía que esto era propio?". Su marido trabajó como mayordomo a servicio del aquél durante treinta y cinco años y allí murió, en su ley, si recibir un dinero que se le adeudaba. Tulia tiene proyectado irse cuando se le cancele la deuda, aunque, a decir verdad, cree que el caso está perdido. Se inserta un plano de la quebrada que atraviesa el lugar y la mujer se sigue peinando; sigue un paneo que enseña las montañas vecinas, mientras el viento se escucha de una forma ya conocida en el cine de Echeverri. Tulia afirma, entonces, que la fecha fijado para la muerte es irreversible porque cuando hay que morir nada pueden hacer los esfuerzos de cien médicos.
El film avanza con un ritmo pastoral de andante contemplativo, sereno y, a veces, festivo, como los de Haydn. Árboles y viento son traídos, una vez más, a colación. La cámara en mano corre detrás de Tulia que, a su vez, sigue unas ovejas. Luego del inserto de una gallina, ella alimenta sus aves domésticas. Igualmente, se refiere a las lamentaciones inútiles de ciertos deudos, quienes acostumbran a suponer que, si hubieran tratado con mayor consideración a un enfermo, éste no habría muerto. Introduce una pluma en el interior del pico de una gallina, atravesándolo y bloqueándolo "para que no se coma la huerta".
A continuación, se expone el tema de la labranza de la tierra, que no se ha modificado ni tecnificado con el transcurrir del tiempo; los bueyes conducen el arado y una campesina hace sus siembras. Tulia explica, en Off, que son varios los labradores que vienen a cultivar la tierra con ella. Siembran trigo, papa, maíz y arveja. Uno de ellos siembra algo y la mujer nos dice que les proporciona la tierra, semillas y la mitad del abono, mientras ellos aportan el trabajo. El plano detalle que se ve ahora filma un gusano de la chiza que destruye la papa; corte, y observamos después a una gallina que se come la chiza. Tulia imita la posición de las gallinas cuando llueve, remedándolos desenfadadamente.
Las nubes chocan entre sí, se desata una tormenta, la lluvia azota la tierra. Volvemos a apreciar una gallina, animal al que se le hacen reiterados homenajes y burlas a lo largo del film. Escampa. Tulia, infatigable, se mueve llevando la leña y agua que recoge de la quebrada; limpia, arregla la casa, cocina, prendiendo fuego en medio de la penumbra, en tanto que las gallinas no son olvidadas.
Un nuevo tema sale a relucir, el de la mitológica laguna cercana. Ella, en plano medio, habla ante la cámara del pasado glorioso de dicho tesoro natural. Antes había "paticos" en la laguna, pero ya no se encuentran, "seguro los acabaron los que andan por ahí". Siguen nuevos planos del esplendoroso paisaje, acompañados del sonido del viento. Tulia camina hacia la laguna. A su lado, van dos niños y dos campesinos mayores. Elevadas montañas, descubiertas mediante el paneo que sigue los movimientos del grupo, configuran el telón de fondo de este formidable plano, uno de los más emocionantes (quizá por su noble sencillez) de toda la filmografía Echeverriana. Los cinco se sientan, la cámara se queda quieta también. Reanudan la marcha con un nuevo paneo en la dirección contraria (derecha-izquierda), tras ellos avanza un fiel perro dickensiano. Se sientan luego, cerca de la orilla de la laguna, y comienzan una conversación coloquial en la que la cámara es un invitado muy próximo (¡y prójimo!) tanto al paisaje como a los personajes. Tulia relato el caso, muy colombiano, de los vándalos que antaño venían a prender fuego al pie de la laguna. El detalle de ésta aparece, como siempre que se trata de lo naturaleza en la película, a pedir de boca, con la necesidad y oportunidad suficientes para que no se diga que el director hace sólo postales. La mujer, un adulto y un niño cuentan la historia de la laguna encantada. Era "muy brava", pero un grupo de cuarenta curas "la amansó". Ya pueden los humanos acercarse hasta la orilla.
La transición de montaje vuelve a ser de lo más pertinente, de lo más indicado: el detalle de un crucifijo en tilt-up nos lleva hasta una camándula, la imagen de una virgen y la estampa que recuerda una romería. Sin palabras, sin ridiculizar, herir, ni tampoco hacer una apología insulsa, fenómenos que proliferaban en el cine nacional del llamado sobreprecio. Echeverri, con la discreción de artista, habla de las creencias de estas humildes gentes que encuentran, seguidamente, su muy espontáneo desarrollo. Tulia camina por la orilla de la quebrada, toma un sendero hacia Villa de Leyva y, una vez en el pueblo, se dirige a la iglesia. Su voz en off nos comunica que, cuando era joven, rezaba y “todo eso”, Ya no, porque sus envejecidos ojos yo no ven ni siquiera una letra. Su consuelo está en distinguir las imágenes de los santos, a quienes les pide aún que la socorran, la amparen, la favorezcan con sus bendiciones: “hasta la doctrina se me ha olvidado, pero ya por los años, por la vejez y todo eso”. Aquí el autor inserta, con una consecuencia de estilo envidiable, el detalle de un ciempiés, tal vez para significar, de modo tan simbólico como juguetón, las cien vidas de Tulia, tan vieja como la tierra.
La mujer habla, cambiando de tema, de dos chivos que recibió de regalo en Nochebuena. Va al encuentro de ellos, “Tulia y Lucerito, ¡que Santa Pastora me los favorezca!". Uno de los animales es blanco, el otro negro; ella les habla como si fueron sus hijos, les “pone su corbata”, una cinta en el cuello.
Tulia, lo mismo que los campesinos que laboran a su lado, vuelve a su ardua labranza. Nos informa que sus hermanos, viendo “esta pobreza”, la han invitado a irse de allí. Ella es terca, insiste en quedarse y morir entre sus gallinas.
Seguidamente, cuenta cómo “se descascara el haba” cuando se atan unas bestias por el pescuezo a un palo, para que den vueltas en torno a éste, efectuando una operación que a ella le parece “rica”. Tulia goza con la descripción porque eso es, verdaderamente, de lo “más bueno”. Promete invitar a los realizadores a esta fiesta y ella misma, en los dos planos que siguen, con la mano asida al palo, da vueltas alrededor. Entonces, “entra”, en la mezcla de sonido música de Ravi Shankar que le confiere a la escena una expresión de radiante alegría del espíritu.
Estos “alegres y apacibles sentimientos de llegar al campo”, como escribía Beethoven en el esbozo programático de su Sinfonía Pastoral, tienen su apogeo, durante la película de Echeverri, en la reunión amigable y fraternal de los ovejas con Tulia que delinea una iconografía pastoril, al parecer sacado de la pintura naturalista de ciertos artistas franceses del siglo XIX, la cual posee una calidez única. El pequeño bloque de imágenes que se sucede obedece, estilísticamente, a idénticos propósitos. El retrato de unos de los niños campesinos con la cara sucia, lo mismo que el posterior plano de éste trabajando con sus mayores, el de Tulia hilando la lana, el que vuelve a mostrar la tarea del arado -con la cámara en mano en pos de la yunta-, el plano medio de Tulia sonriendo y el general de ella empuñando el azadón, conforman una plástico bucólico de acentos vigorosamente expresivos como pocas veces antes se había visto en el cine nacional.
Volvemos después al leit-motiv de las gallinas. Tulia duerme a una gallina, agitándola con las manos, y la coloca en el suelo; luego la empuja para que se levante y camine. La cámara sigue al ave torciéndose, adoptando el encuadre oblicuo para identificarse, con muy buen humor, con la gallina trastornada.
El montaje da paso a un plano medio de Tulia iluminado por un rutilante contraluz natural, el cual hace brillar los cabellos que no cubre el sombrero de ella. Un tilt por una planta de maíz y otro plano de la mujer caminando por entre la tierra surcada, que evoluciona en paneo hasta plano general fijo, para enraizar -cíclicamente, recuérdese el comienzo- el personaje en su entorno vital, se suman al anterior plano como sustrato de imagen del siguiente texto en off:
“Yo era muy delicada. Él me quería mucho. Él ya era de cuarenta años y yo una china de quince. Él vivía reloco por mí. ¡Virgen Santísima del Carmen! Cuando él ya se enfermó, me lloró un día y me dijo: "yo me voy a morir, mija, y no me llevo sino un solo dolor; al morirme yo y quedar sumercé en este mundo... quién sabe qué errores, qué bestialidades haga usté después de muerto”. Yo por eso tengo esa palabra aquí en mi cabeza, la guardé como un grano de oro que tuviera aquí. Me trajo de quince anos y tengo sesenta y dos... Póngase a pensar cuántos años hace que existo aquí”.
Los créditos finales se alternan con imágenes de Tulia asomada a la pequeña abertura del muro de su casa, la última de las cuales la presenta mirando a la cámara, riendo, guiñando el ojo y diciendo: “¡Ay, Virgen Santísima!”, El fundido en negro cierra, con broche de oro, este film del que habló así un espectador en la Universidad Nacional: “Es la única película colombiana que me ha hecho llorar”.
Tulia es, aunque las palabras suenen pretenciosas, una de los obras cumbres del cine nacional y una de las mejores de su autor. Rebosante de generosidad, amor y humor, será puesta por el tiempo en el lugar que merece ya que, por el momento, no cuenta con el respaldo de Caracol Televisión, ni tampoco de los malos críticos, que hacen en Colombia una aplastante mayoría. Esto, a la larga, favorece a la película; no es un adorno pasajero de la frivolidad, no se hizo, como la casi totalidad de lo obra de Jorge Echeverri, para el consumo inmediatista de estereotipos y baratijas.
*Ponencia presentada en el encuentro “El Audiovisual Colombiano Ahora”, en el marco de la V Feria del Libro de Medellín (1998).