Los cien años del cine parecen asemejarse a un ciclo vital: el inevitable nacimiento, la firme acumulación de glorias, y el comienzo, en la última década, de un declive ignominioso e irreversible. No es que ya no puedan esperarse nuevas películas a las cuales admirar. Pero dichas películas no sólo deben ser excepciones –eso ocurre con los grandes logros en cualquier disciplina artística. Deben ser verdaderas violaciones de las normas y prácticas que hoy en día gobiernan la realización cinematográfica en cualquier lugar del mundo capitalista (y del aspirante a serlo), es decir, en todas partes. Y las películas ordinarias, hechas puramente con fines de entretenimiento (es decir, comerciales) son increíblemente tontas; la gran mayoría fracasa estruendosamente en seducir a la audiencia a la que están cínicamente dirigidas. Como la finalidad de una película es ahora, más que nunca, convertirse en un logro único, el cine comercial ha establecido una política de realización cinematográfica carente de originalidad; un descarado arte combinatorio o recombinatorio, con la esperanza de reproducir éxitos del pasado. El cine, alguna vez anunciado como el arte del siglo XX, parece ser ahora, cuando el siglo cierra numéricamente, un arte decadente.
Tal vez no sea el cine el que se terminó, sino sólo la cinefilia –que es el nombre de ese tipo de amor específico que el cine inspiraba. Cada arte cría sus fanáticos. El amor que inspiraba el cine, sin embargo, era especial. Había nacido de la convicción de que el cine era un arte como ningún otro: quintaesencialmente moderno; particularmente accesible; poético y misterioso y erótico y moral, todo al mismo tiempo. El cine tenía apóstoles. (Era como la religión). El cine era una cruzada. Para los cinéfilos, las películas lo contenían todo. El cine era tanto el libro del arte como el libro de la vida.
Como muchos han notado, el comienzo de la realización cinematográfica hace cien años fue, convenientemente, un doble comienzo. Alrededor del año 1895 se hacían dos tipos de películas, dos modos de lo que el cine podría ser parecían emerger: el cine como transcripción de la vida real no escenificada (los hermanos Lumière), y el cine como invención, artificio, ilusión, fantasía (Méliès). Pero esta oposición no es verdadera. El punto es que, para esas primeras audiencias, la transcripción de la realidad más banal –los hermanos Lumière filmando La llegada de un tren a la estación de la Ciotat– era una experiencia fantástica. El cine comenzó como un asombro, el asombro de que la realidad podía ser transcripta con tanta inmediatez. Todo el cine es un intento de perpetuar y reinventar esa sensación de asombro.
Todo el cine comienza con ese momento, hace cien años, cuando el tren llegó a la estación. La gente se apropió de las películas, en el preciso instante en que el público gritó de excitación, en realidad subyugado, mientras el tren parecía moverse hacia ellos. Hasta que el advenimiento de la televisión vació las salas cinematográficas, era con una visita semanal al cine que aprendías (o intentabas aprender) cómo caminar, fumar, besar, pelear, entristecerte. Las películas te daban pistas sobre cómo ser atractivo. Por ejemplo: luce bien vestir un impermeable incluso cuando no llueve.
Pero lo que sea que te llevaras a casa era sólo parte de la experiencia mayor de sumergirte en vidas que no eran la tuya; el deseo de perderte en las vidas… rostros, de otras personas. Es esta una forma del deseo mayor y más inclusiva encarnada en la experiencia cinematográfica. Aún mayor que aquello de lo que pudieras apropiarte para vos mismo, era la experiencia de rendirte, de ser transportado por lo que estaba en la pantalla. Querías ser raptado por la película – y ser raptado era ser abrumado por la presencia física de la imagen. La experiencia de “ir al cine” era parte de eso. Ver una gran película en televisión no es haber visto realmente esa película. No es sólo la cuestión de las dimensiones de la imagen: la disparidad entre una imagen más-grande-que-vos en el cine y la pequeña imagen en una caja, en tu casa. Las condiciones en que se presta atención en un espacio doméstico son radicalmente irrespetuosas con el cine. Ahora que una película ya no tiene un tamaño estándar, las pantallas caseras pueden ser tan grandes como las paredes de un living o un dormitorio. Pero seguís estando en un living o un dormitorio. Para ser raptado, tenés que estar en una sala cinematográfica, sentado en la oscuridad entre extraños anónimos.
Ningún período de duelo podrá revivir los desaparecidos rituales –eróticos, ruminativos– de la sala oscurecida. La reducción del cine a imágenes agresivas, y la manipulación sin principios de las imágenes para que atrapen más la atención (montaje más y más veloz), produjo un cine desencarnado y liviano, que no demanda la atención total de nadie. Las imágenes aparecen ahora en cualquier tamaño y en una variedad de superficies: en la pantalla de un cine, en las paredes de una discoteca y en megapantallas colgantes en estadios deportivos. La pura ubicuidad de las imágenes en movimiento ha socavado sin cesar los estándares que la gente tenía tanto para el cine como arte, como para el cine como entretenimiento popular.
En los primeros años no había, esencialmente, ninguna diferencia entre estas dos formas. Y todas las películas del período mudo –desde las obras maestras de Feuillade, D. W. Griffith, Dziga Vertov, Pabst, Murnau y King Vidor, hasta los melodramas y comedias más formulaicos– tienen un nivel artístico muy alto, comparadas con casi todo lo que estaba por venir. Con la llegada del sonido, la creación de la imagen perdió mucho de su brillo y poesía, y los estándares comerciales se estrecharon.
Esta manera de hacer películas –el sistema de Hollywood– dominó la realización cinematográfica por alrededor de 25 años (aproximadamente desde 1930 hasta 1955). Los directores más originales, como Erich von Stroheim y Orson Welles, fueron derrotados por el sistema y eventualmente terminaron exiliados artísticamente en Europa –donde estaba llevándose a cabo más o menos el mismo sistema destructor-de-calidad, con presupuestos más bajos; sólo en Francia se produjo, durante este período, un gran número de películas magníficas. Luego, a mediados de los cincuenta, ideas vanguardistas arraigaron nuevamente, enraizadas en la idea del cine como un oficio, de la cual fueron pioneras las películas italianas del período de posguerra. Se realizó una cantidad deslumbrante de películas originales y apasionadas, de la más alta seriedad.
Fue en este momento específico de los cien años de historia del cine que ir a ver películas, pensar en las películas y hablar de las películas, se convirtió en una pasión entre estudiantes universitarios y otros jóvenes. Te enamorabas no sólo de los actores sino del cine en sí mismo. La cinefilia se hizo visible primero en la Francia de los cincuenta: su foro fue la legendaria revista de cine Cahiers du Cinema (seguida por revistas similarmente fervientes en Alemania, Italia, Gran Bretaña, Suecia, los Estados Unidos y Canadá). Sus templos, a medida que la cinefilia se expandía por Europa y las Américas, eran las muchas cinematecas y clubs especializados en películas del pasado y retrospectivas de directores que surgieron de pronto. Los sesenta y primeros setenta fueron la era febril de ir al cine, con el cinéfilo de tiempo completo esperando siempre encontrar un asiento lo más cercano posible a la gran pantalla, idealmente en la tercera fila al centro. “Uno no puede vivir sin Rossellini”, declara un personaje de Antes de la revolución (1964), de Bertolucci –y lo dice en serio.
Durante alrededor de quince años aparecían obras maestras todos los meses. Qué lejana parece ahora esa era. Claro que siempre hubo un conflicto entre el cine como industria y el cine como arte, el cine como rutina y el cine como experimento. Pero el conflicto no era tan grande como para hacer imposible la realización de películas maravillosas, a veces dentro y a veces fuera del cine mainstream. Ahora la balanza se ha inclinado decisivamente a favor del cine como industria. El gran cine de los sesenta y los setenta ha sido meticulosamente repudiado. Ya en los setenta Hollywood estaba plagiando e interpretando banalmente las innovaciones narrativas y de montaje de nuevas películas europeas exitosas y de las siempre-marginales películas americanas independientes.
Después llegó el aumento catastrófico de los costos de producción de los ochenta, que aseguró la reimposición mundial de los estándares industriales de realización y distribución de películas de manera mucho más coercitiva, esta vez a una escala realmente global. Costos de producción elevados significaban que una película tenía que hacer mucho dinero de inmediato, en el mes de su estreno, si quería ser rentable –una tendencia que favorecía a las superproducciones respecto de las películas de bajo presupuesto, aunque la mayoría de las superproducciones eran fracasos y siempre había un par de películas “pequeñas” que sorprendían a todo el mundo por su encanto. La duración de las películas en cartelera se hizo más y más corta (como la vida en los estantes de los libros en las librerías); muchas películas fueron diseñadas para estrenarse directamente en video. Los cines continuaron cerrándose –muchas ciudades ya ni siquiera tienen uno– a medida que las películas se convirtieron, principalmente, en uno de los muchos entretenimientos caseros creadores de hábitos.
En este país (EE.UU.) la disminución de expectativas de calidad y la inflación de expectativas por el lucro hicieron virtualmente imposible que directores americanos artísticamente ambiciosos, como Francis Ford Coppola y Paul Schrader, trabajaran a su mejor nivel. En otros países, el resultado puede verse en el melancólico destino de algunos de los mayores directores de las últimas décadas. ¿Qué lugar hay hoy para un inconformista como Hans-Jürgen Syberberg, que directamente dejó de hacer películas, o para el gran Godard, que ahora hace películas sobre la historia del cine, en video? Consideremos otros casos. La internacionalización del financiamiento y por lo tanto de los elencos resultó desastrosa para Andrei Tarkovsky en las últimas dos películas de su estupenda (y trágicamente abreviada) carrera. ¿Y cómo va a encontrar Aleksandr Sokurov el dinero para continuar haciendo sus sublimes películas, bajo las rudas condiciones del capitalismo ruso?
Previsiblemente, el amor por el cine ha empalidecido. A la gente le sigue gustando ir al cine, y a algunas personas todavía les importa y esperan algo especial, necesario, de una película. Y todavía se siguen haciendo películas maravillosas: Naked, de Mike Leigh, L’america, de Gianni Amelio, Fate, de Fred Kelemen. Pero es difícil que vuelvas a encontrar, al menos entre los jóvenes, ese distintivo amor cinéfilo, que no es simplemente amor por las películas, sino un determinado gusto por el cine (basado en un vasto apetito por ver y rever todo lo que se pueda de su glorioso pasado).
La cinefilia en sí misma se encuentra bajo ataque, como algo extraño, anticuado, snob. Porque la cinefilia implica que las películas son experiencias únicas, irrepetibles, mágicas. La cinefilia nos dice que la remake hollywoodense de Al final de la escapada, de Godard, no puede ser tan buena como la original. La cinefilia no tiene lugar en la era de las películas híperindustriales. Porque la cinefilia no puede, por el amplio rango y eclecticismo de sus pasiones, dejar de patrocinar la idea de que una película es, antes que nada, un objeto poético; y no puede dejar de incitar a aquellos que se encuentran fuera de la industria cinematográfica, como pintores y escritores, para que también hagan películas. Es precisamente esta noción la que fue derrotada.
Si la cinefilia está muerta, entonces las películas también lo están… no importa cuántas películas, incluso muy buenas, se sigan haciendo. Si el cine puede ser resucitado, sólo será a través del nacimiento de un nuevo tipo de amor por él.