Anatomía de un remake
Por Oswaldo Osorio
-Diez años... pero pronto cumpliré quince.Le pregunté si cuando tuviera quince años me aceptaría como novio.
-¿Por qué quieres esperar tanto?
(Fruta verde, de Marco Tulio Aguilera Garramuño)
Pocos directores se han mostrado tan efectistas y sospechosos en su filmografía como Adrian Lyne, ese inglés que encontró en Hollywood la horma de su vistosa y anodina zapatilla. Sólo bastaría mencionar tres de sus películas para saber de qué cobre está hecho su cine: Nueve semanas y media (1986), Atracción fatal (1987) y Una propuesta indecente (1993). El sólo hecho de verlas juntas produce escozor.
El oportunismo es su credo favorito y sus películas, por lo general, tratan de atraer con falsas provocaciones que a la postre siempre defraudan. Al parecer el grueso del público no se da cuenta de esto y los espectadores desprevenidos (de lo que es el buen cine, no de lo que les han prometido mostrar) acuden en masa, como perros tras el olor de la carne. Claro que carne es lo que menos muestra Adrian Lyne, porque su cine siempre se ha antojado casi tan moralista y solapado como el puritanismo del “mercado” norteamericano. Por eso sus contenidos tienen la intencionalidad de un reality show y sus imágenes la consistencia de un video clip.
Lyne, Kubrick & Nabokov
Es probable que Adrian Lyne haya pensado que hacer un remake de Lolita, esa provocadora historia que da cuenta de la relación entre un hombre maduro y una niña de 14 años, sería sin duda alguna un éxito. Pero seguramente no pensó que también sería un riesgo, pues se trataba, nada menos, que de hacer una película que ya había hecho, como sólo él solía hacer películas, el gran Stanley Kubrick, la cual, además, partía de un guión del mismísimo Vladimir Nabokov, adaptado de su propio libro. Así que Adrian Lyne tuvo que trabajar bajo la triple sombra de una célebre novela, un guión ideal y una película inmejorable. El resultado, sin embargo, no fue tan desastroso como era de esperar y teniendo en cuenta los antecedentes ya mencionados, pero tampoco logró adicionar algo al tema, a la historia o a los personajes, al contrario, fue mucho lo que podó y mutiló en beneficio nada.
A pesar de esto, Adrian Lyne tenía la gran ventaja de hacer su película casi cuarenta años después de la primera versión, la cual tuvo que ser rodada en Inglaterra, por economía, pues sus productores previeron la restricción que iba a tener en Estados Unidos, lo que significaba que los beneficios serían menores. Incluso el mismo Nabokov originalmente publicó su novela en París, respaldado por una compañía relacionada con la pornografía, ya que su editor habitual pensó que, de publicarla, sería demandado por obscenidad.
Esta ventaja significaba que Adrian Lyne podía ser más explícito en el tratamiento del tema y sus imágenes, una posibilidad que podría ser usada para hacer una genialidad o una aberración: no llegó ni a lo uno ni lo otro. Tal vez por miedo a que le pusieran una X en su clasificación y sólo la fueran a ver un puñado de pervertidos, hizo la puerilidad que hizo. El único partido que sacó de dicha ventaja se vio en la elección de la Lolita, una niña bastante más impúber que la inolvidable (aunque ya mayorcita) Sue Lyon, protagonista de la primera versión.
Lolita, la madre, Humbert Humbert & Quilty
Aparte de la edad, las Lolitas de Adrian Lyne -la película y el personaje- tienen todo en contra frente a sus antecesoras: La nueva Lolita, interpretada por Dominique Swain, es más vulgar y descarada, en ningún momento más sensual que la encarnada por Sue Lyon, y no hay que decir que la sensualidad del personaje es uno de los principales soportes de esta historia. Así mismo, la autómata interpretación de Jeremy Irons palidece ante el espléndido James Mason como Humbert Humbert, quien de la mano de Kubrick nos mostró lo que era un hombre hastiado, acorralado, enamorado y desesperado; porque el verdadero protagonista de esta historia es él, o mejor, ambos, Humbert y Mason. Lamentablemente y por razones del medio, la película no puede reproducir sus largas disertaciones, que es lo mejor de la novela. Pero de todas formas en él se hace patente esa inevitable contradicción entre el hombre enamorado de la belleza y sensualidad de una muchachita y al mismo tiempo lo insoportable que puede ser a esa edad. Él es el único de toda esta historia que verdaderamente ama, odia, llora, teme, llega a ser completamente feliz y rotundamente triste.
La Lolita 99 también se queda corta en el tratamiento de otros aspectos y personajes, prefiriendo centrarse en el periplo que la dispar pareja de amantes hace de motel en motel por un laberinto de despobladas carreteras. Le dedica tanto tiempo a esto que la narración se estanca y la historia cansa, haciendo perder el interés en los personajes y en las repetidas situaciones que protagonizan. En contrapartida, reduce al esquematismo la presencia de la madre de Lolita. Hacía mucho a Melanie Griffith no le daban un papelito tan insignificante y deslucido. Habría que ver lo que le permitieron hacer a Shelley Winters en la Lolita 62, donde interpretaba a una mujer irritante y patética, que dimensionaba más aún al personaje de Mason y su cansada resignación, por no mencionar lo que significó el sacrificio de casarse con esa “vaca” para estar junto a su Lolita.
De la misma forma, Adrian Lyne diluye en apariciones fantasmagóricas la figura de Clare Quilty, el escritor que finalmente separa a Lolita de Humbert Humbert, un personaje fundamental por ser el contrapunto de la historia central, el elemento desestabilizador de la relación y de la trama misma. Ese mismo personaje que en la humanidad de un Peter Sellers, a veces excesivo pero muy efectivo, se convierte en la pesadilla de Humbert Humbert, porque lo humilla, lo engaña, lo desespera y lo intimida. En el Quilty de Frank Langella creado por Lyne no hay nada de eso, sólo una extravagancia dramática al final de la película.
En definitiva, sin la sustancia del libro y la película originales, relegados los personajes secundarios y desaprovechada toda su provocadora y amoral carga erótica, la Lolita de Adrian Lyne ni siquiera pasará a la historia de los malos remakes. Es por eso que después de escribir esto, sólo me queda olvidarme de esta Lolita, cumplir la vieja promesa de no volver a ver películas de Adrian Lyne y atesorar esa copia en video de la versión de Kubrick que de cuando en cuando vuelvo y veo.