El cine como proceso de conocimiento

Por Oswaldo OsorioImage

Sobre la premisa que define al cine como reflejo de la realidad, se puede decir que una de las películas más auténticamente latinoamericanas que se ha hecho en mucho tiempo la acaba de realizar, paradójicamente, un norteamericano. Esta película es Hombres Armados (Men with Guns, 1997), el más reciente trabajo de ese cineasta casi único llamado John Sayles, un filme revelador, duro e impactante, que explora y descubre con ojos de espectador inteligente y libre de todo prejuicio, una realidad oculta de la que ni siquiera muchos latinoamericanos somos enteramente conscientes.

Ese espectador inteligente es el mismo Sayles al hacer esta película, sólo que transmutado al celuloide en la figura del doctor Fuentes, el hilo conductor de la historia, un hombre que, entre la sorpresa y el desconcierto, va desenredando y desenvolviendo esa madeja amorfa y compleja que es la problemática de América Latina, esa misma que los noticieros del mundo reducen a las cifras de muertos y al simple tópico de violencia. Y es que, naturalmente, detrás de esos muertos y de esa violencia hay mucho más. Para empezar, una cultura, pero también una situación política y social, unas fuerzas encontradas, unos motivos y, en fin, incontables factores más que hacen parte de un rompecabezas del que pocos se atreven siquiera a desplegar sus piezas sobre una mesa.

Esto nos lleva de nuevo a Sayles, ese hombre que no sólo se aventuró a desplegar las piezas, sino también a tratar de darles forma. No hay que ser muy curioso para preguntarse, entonces, ¿Por qué un cineasta norteamericano se interesó por este tema tan complejo y ajeno a él? Y no sólo eso, ¿Cómo es que logra tal lucidez y contundencia al abordarlo? Hay una respuesta corta a estos interrogantes: porque se trata de John Sayles. Claro que esto a muchos no les dirá nada, así que habrá que intentar con la respuesta larga, es decir, darle una rápida mirada a la carrera cinematográfica de este singular autor, para comprender que esta película es sólo una lógica vuelta de tuerca más de una obra original y vigorosa.

John Sayles es un escritor y licenciado en sicología de 48 años que alguna vez dijo que su principal interés era hacer filmes sobre la gente, y que el arte cinematográfico como tal no le llamaba la atención. Esta declaración sólo puede hacerla un cineasta con verdadero espíritu independiente, y de hecho esa es, precisamente, la característica esencial del cine de Sayles: la independencia y autonomía con que siempre ha llevado a cabo sus proyectos, característica que se refleja en sus temas y manera de abordarlos. Claro que para llegar a eso tuvo primero que trabajar un poco. Su primer trabajo, entonces, consistió en enrolarse a finales de los setenta en la factoría de Roger Corman (ese otro grande del cine independiente, aunque a su manera). Allí comenzó escribiendo guiones que se situaron en las antípodas de lo que sería su cine como director, esto es, cine de género, puro y recio, con altas dosis de ironía. Escribir los guiones de títulos como Piranha (1978), The Lady in Red (1979) o Battle Beyond the Stars (1980), le facilitaron las posibilidades materiales de iniciar su carrera como director con la película Return of the Secaucus Seven (1980). (Desde entonces, ha realizado tantos guiones por encargo como puede, pues de algo hay que vivir.)

Esta opera prima, una historia sobre el reencuentro de un grupo de activistas de los sesenta (como The Big Chill (1983), de Lawrence Kasdan, pero menos fútil), dio las pistas del cine inteligente y autodeterminante que luego vendría, un cine reflexivo en su elaboración y temerario en su actitud frente a la industria y al público. Por eso resulta lógica la posterior tendencia de sus películas hacia temas espinosos y difíciles de tratar, sobre todo en una sociedad como la norteamericana: Con Lianna (1983), hizo una película de lesbianas cuando todavía no estaban de moda; en Baby, It’s You (1983) y en The Brother from Another Planet (1984), habló de relaciones amorosas inter-raciales y de drogadicción y racismo, respectivamente, cuando Spike Lee apenas era un estudiante universitario; en Matewan (1987), tomando como modelo un pueblo minero en los años veinte, realiza un complejo estudio sobre la integridad individual y la solidaridad comunitaria.

Luego realizaría otro ramillete de películas con temas menos controvertibles y complejos, pero conservando su particular manera de reflexionar sobre el hombre y las relaciones que éste mantiene con su entorno y conservando esos personajes introvertidos y solitarios que siempre están preguntándose quiénes son y hacia dónde van; entre estas películas se encuentran títulos como Passion Fish (1992) y The Secret of Roan Irish (1994). Pero su obra mejor acabada y que alcanzaría las más altas cotas de calidad y virtuosismo, llegaría en 1996 con el título de Lone Star, una película que agota adjetivos y con la que Sayles demuestra su gran capacidad de acercarse a los hombres y a sus culturas a través del cine. Este filme indaga el conflicto de intereses entre tres culturas enfrentadas en un territorio que la historia les ha obligado a compartir. Pero si algo demuestra la mirada reflexiva y perceptiva de John Sayles con esta película, es que los negros, mexicanos y anglosajones que se ven forzados a convivir en aquel pueblito fronterizo de Texas, están unidos por unos lazos que son más fuertes que sus ciegos antagonismos.

Lone Star tiene muchas similitudes con Hombres armados, especialmente en aquello de ser un tratado casi antropológico, y por demás brillante, de una cultura ajena al director. En ese sentido vemos como John Sayles aplica a cabalidad, y con muy buenos resultados, otra de sus premisas: “Hacer una película es como un proceso de conocimiento”. Por eso realizó este último trabajo en español (también se habla un poco de inglés y maya), porque necesitaba reflejar de una manera más auténtica esa realidad a la que se estaba acercando. Esto lo respalda con una justificación fundada en una lógica que algunos deberían tomar como ejemplo: “He visto muchas películas hechas sobre temas latinoamericanos y realmente son interesantes, pero la mayoría de ellas dan la sensación de que si no hubiese habido un personaje norteamericano no habría sido una buena película. Puedo dar como ejemplo Bajo fuego (Under Fire, 1983), o Desaparecido (Missing 1982), que son historias latinoamericanas pero están contadas desde el punto de vista norteamericano”. Es obvio que Roger Spoottiswoode y Costa-Gavras, los respectivos directores de estas dos películas, nunca pensarían igual que Sayles, pues eso, en terminología de la industria, sería un suicidio comercial.

Pero en la película de John Sayles, en lugar de un norteamericano, está Federico Luppi, en una de esas irreprochables interpretaciones a las que ya nos tienen acostumbrados. Luppi encarna aquí al doctor Fuentes, un médico que alguna vez capacitó a un grupo de jóvenes para que éstos llevaran la medicina moderna a las apartadas comunidades indígenas y campesinas. Pero un día se da cuenta de que ese proyecto por el que trabajó tanto no resultó como él lo había planeado, pues sus pupilos se vieron envueltos en graves problemas allá donde quisieron ayudar a la comunidad practicando la medicina. A partir de este momento, Fuentes inicia un riesgoso y pesado peregrinaje en busca de sus alumnos, y aunque no encuentra a ninguno, descubre una realidad que estaba lejos de sospechar siquiera y a la que luego nos introduce y nos explica con su mirada contrariada, con sus preguntas desesperadas a todo el que se cruza en el camino y con su itinerario frustrante y desolado.

En este periplo, Fuentes se encuentra con cuatro personajes de gran fuerza dramática para la historia y muy significativos para la mejor comprensión de aquella situación: un niño huérfano, que a pesar de su corta edad la dura realidad lo hace pensar como adulto; un sacerdote desterrado, pues la violencia no respeta ni siquiera la institución de la iglesia; una mujer traumatizada por todo tipo de vejaciones y un soldado desertor, que con sus actitudes refleja el sinsentido y la confusión que reina entre los inconscientes peones de aquella oscura guerra. Es muy certero el tino con que John Sayles eligió a estos cuatro personajes, pues son ellos la evidencia material de ese grave conflicto, y esas cuatro caras del problema, que lo reflejan y padecen cada una a su manera, son leídas y descifradas por la figura del médico, que es el puente que tiende Sayles entre aquella realidad, esa Latinoamérica gravemente herida, y el espectador.

Por eso esta película es una lección de historia, porque ese país imaginario en que transcurre Hombres armados, por todo lo que describe y sus características, puede ser cualquier país de América Latina, llámese Colombia, México, Perú o Bolivia. Pero lo más desesperanzador de todo es que esta película -como su mismo protagonista- sólo se limita a hacer lo único que le está permitido: observar con desconcierto una realidad que es más compleja y peligrosa de lo que todos creen. Por esa razón la película y su protagonista son los únicos que evolucionan en esta historia, la una hacia el final del metraje y el otro hacia una comprensión que cada vez lo deja más sorprendido; pero esa situación que describe, esa verdad que muchos latinoamericanos respiran todos los días de su vida, permanece invariable, y tal vez la única forma de que cambie, es que muchas, muchísimas personas, observen esa realidad con la misma agudeza y lucidez con que lo ha hecho John Sayles en su magnífica Hombres armados.

Hombres armados

(Men with Guns) G/D/E: John Sayles. F: Slawomir Ldziak. M: Mason Daring. I: Federico Luppi, Dan Rivera González, Damian Delgado, Damián Alacázar, Tania cruz. P: Lexinton Road Productions, Clear Blue Ski Productions, The Independent Film Channel, Anarchists’ Convention. Colores. 128 min. 1997. USA.     

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