Se acabó la música

Por Oswaldo Osorio Image

En un país como Colombia, con una guerrilla tan desprestigiada, resulta desconcertante la visión tan clara y contundente que ofrece esta película mexicana sobre los movimientos revolucionarios. Y para hacerlo, su director no tuvo que recurrir a discursos trasnochados ni a golpes de efecto, como lo hiciera hace poco su compatriota Luis Mandoki con Voces inocentes, por ejemplo. De hecho, salvo la primera escena, es una historia sin violencia manifiesta, y aún así, es un relato tan duro como sobrecogedor.

Con un planteamiento argumental muy simple, la película da cuenta de ese espíritu revolucionario que hay entre la gente oprimida de México. Un espíritu que se manifiesta de distintas formas, ya con las armas, o por medio de una conspiración en la que cada quien tiene su secreto papel, o incluso, “mandando obedeciendo” como promulgan los zapatistas. Porque justo eso hacía don Plutarco, con una falsa sumisión, y ayudado por la música de su violín, fue ganándose la confianza de los militares en beneficio de su causa.

Lo más sorprendente de esta cinta es que, aun siendo un relato decididamente militante, que toma un claro partido por el derecho al levantamiento armado contra el gobierno, en ningún momento cae en el panfleto, ni en proselitismos de izquierda ni nada parecido. Porque más que una película política es una película humanista. Sus argumentos en favor de la lucha armada contra un poder que ha oprimido y arrinconado en la miseria a los campesinos, son justificados por una suerte de derecho natural de los hombres a la dignidad y a la mutua solidaridad. Como dice la fábula de don Plutarco: es una lucha entre los muchos “hombres de verdad” y los pocos “hombres ambiciosos”.

Se trata de la lucha contra el sistema, que es injusto y opresor, pero en últimas es un sistema materializado por hombres, representados muy eficazmente en la historia por el terrateniente y el militar (sólo faltó la iglesia). Mientras que con el episodio del burro la historia da cuenta de esa mentalidad del terrateniente, esto es, sacarle siempre más a los que menos tienen; en el caso del militar vemos a un hombre que viene del pueblo, un hombre potencialmente noble, pero que está peleando la guerra desde el bando equivocado.

Por otra parte, lo que más llama la atención de esta película es la sencillez de su planteamiento y sus imágenes para decir cosas capitales. Su virtud está en la mesura para usar los recursos visuales y narrativos, pero que consiguen ser de una elocuencia conmovedora. En esta película hay una honestidad y una mirada limpia con lo que quiere decir y como lo quiere hacer, empezando por el necesario uso del blanco y negro, que resulta tan consecuente con la historia como atractivo estéticamente. Y también por esas actuaciones precisas y contenidas que, en consonancia con la vocación realista del filme, resultan sin artificios y directas en su propósito.

Pero no por su sencillez y corte realista la cinta está exenta de metáforas y poesía. El uso de la música como hilo conductor le otorga estas características. Es la música la que crea un vínculo entre los dos bandos. De nuevo el arte que une a los hombres en su humanismo. Como el torturador de Benedetti que amaba a Mozart, el militar de esta historia se ve conmovido por la música, pero al final, ante la guerra y la opresión, no puede haber lugar para la música, al menos no para unir a los enemigos, aunque sí para que siga acompañando a la gente que hace la revolución, el último plano de la película así lo sugiere.

Publicado el 29 de junio de 2007 en el periódico El Mundo de Medellín.

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