¿Obra maestra o simple malabarismo técnico?
Por Oswaldo Osorio
Sergei Eisenstein se debe estar revolcando en su tumba, un compatriota suyo ha hecho una película sin montaje y sin el pueblo ruso. Bueno, pero no tiene nada de malo que un director decida hacer un filme que le echa un vistazo (sólo un vistazo) a la aristocracia rusa y utilizando sólo un plano secuencia. El problema es que se esté sobredimensionando un filme y se le esté calificando de obra maestra sólo por el prestigio del director, por la audacia (inoficiosa) de su propuesta formal y por el esplendor de lo que (y no cómo) registra su cámara.
Alexander Sokurov se ha ganado su prestigio, sin duda. Pero no ha sido necesariamente por la solidez de toda su obra, sino por películas sueltas (Madre e hijo o Moloch, por ejemplo), también por su vocación formalista, con la cual innegablemente ha conseguido imágenes cargadas de belleza y poesía, y por ese halo de respetabilidad cinéfila que le confiere su título de pupilo de Tarkovski. Pero un director tiene que defender su prestigio película a película. Es muy fácil entrar bien predispuestos a los filmes de directores como éste, y por eso, ante el rumor de que se trata de una obra maestra, pocos se atreverían a decir que es una película tremendamente tediosa.
Se supone que el filme es un viaje por la historia de Rusia entre el siglo XVIII y principios del XX, esto a través de un recorrido por el Museo Hermitage, antiguo Palacio de Invierno de los zares. Pero lo hace con la superficialidad de quien recorre uno de esos grandes museos europeos en sólo hora y media: Catalina II busca afanosamente un baño y el zar Nicolas II desayuna con su familia. ¿Dónde está la historia? No está tampoco, por cierto, en los comentarios anodinos y balbuceantes de esos dos personajes (el aristócrata francés y el narrador-camarógrafo) puestos como artificial recurso que, como si de guías principiantes de museo se tratara, conducen al espectador en su recorrido.
Ahora, en cuanto hacer toda la película en un solo plano secuencia, es decir, sin cortes, parece únicamente un capricho formalista que no aporta mucho a lo que quiere decir el filme. Condicionar un relato cinematográfico a una radical decisión tomada de antemano, es renunciar a las posibilidades del lenguaje del cine (montaje, movimientos de cámara, planos, angulaciones, lentes, manejo del tiempo y espacio, etc.), quedándose todo simplemente en un fatuo despliegue de virtuosismo, en un malabarismo técnico. Hitchcock así lo reconoció años después de hacer La soga (1948) –película que pretendió ser de un solo plano pero en la que se cortaba cada diez minutos a causa de la duración del rollo de película. Además, el filme de Sokurov se está promocionando como el primero grabado (en video) en una sola toma, pero el mexicano Fabrizio Prada, con su película Tiempo real, se le adelantó unos meses (si le creemos al libro Guiness records).
En definitiva, se trata de un filme que no trasmite nada emocionalmente, tampoco argumentalmente y mucho menos históricamente, que no tiene el cuidado y la belleza de las imágenes de otros filmes de este director, pues la belleza, si acaso, está en la arquitectura del museo y en el vestuario de los figurantes (que no actores), pero en últimas es la misma belleza que se vería en el recorrido que se haga por algún museo de este tipo. Porque eso es esta película, un apresurado tour por el museo Hermitage de San Petersburgo, limitado al monótono discurso del plano secuencia, deteniéndose en algunas obras de arte y haciendo somera alusión a ciertos pasajes y personajes de la historia rusa.
Publicado el 16 de abril de 2006 en el periódico El Mundo de Medellín.