Una propuesta brillante, una película odiosa

Por Oswaldo Osorio Image

Es inevitable sucumbir a la fascinación de apreciar la propuesta narrativa y de puesta en escena de esta película. Nuevamente este maniático director danés reinventa el cine de cierta forma con una idea original y audaz. Pero pasada esa fascinación de, digamos, la primera media hora, todavía quedan dos horas y media en las que, ya habituados a la forma, nos vemos obligados a concentrarnos en una historia efectista, tendenciosa, autocomplaciente y, como ha sido siempre la obra de Von Trier, de una arrogancia sin tapujos.

La tan novedosa propuesta (que es la que sin reparos ha convencido a muchos de que se trata de una película magnífica) parece teatro, pero definitivamente es cine, o mejor, es tal vez una de las más logradas simbiosis entre cine y teatro realizada hasta ahora. Del teatro toma el (gran) escenario único, los juegos y efectos de luces y esas convenciones que permiten que el espectador, por ejemplo, acepte que una línea pintada en el piso es una sólida pared. Mientras que del cine tiene nada menos que la presencia de la cámara como intermediario entre el espectador y la puesta en escena, con todo lo que eso significa: variaciones en el punto de vista, la intimidad y dramatismo del primer plano, estar presente y moverse en el espacio en que se desarrolla la acción, etc. 

La simpleza y economía de recursos de esta puesta en escena resulta tremendamente eficaz para que podamos concentrarnos en lo que verdaderamente importa, es decir, la interpretación de los actores y las ideas que están desarrollando. Pero al mismo tiempo, constantemente sorprende con el ingenio y elaboración de los recursos y soluciones utilizados, tanto teatrales como cinematográficas, sin que necesariamente haya una exacta frontera entre uno y otro.

Sin embargo, cuando la historia de esa mujer, que llega a un pueblito para primero ser su protegida y luego mancillada por todos, comienza a desarrollar sus premisas, esa fascinación se convierte en incomodidad. Pero no por las vejaciones y el drama que soporta esta indefensa mujer, como de forma simplista podría pensarse y como seguramente se lo habrá propuesto su director, sino por la manera en que está planteada la relación de Grace, la mujer, con los habitantes del pueblo (¡esos perros!, según el planteamiento elemental y efectista del director) y las consecuencias de su permanencia en Dogville.

El método que ha aplicado Lars Von Trier en todas sus películas, pero que resulta más evidente en ésta, es hundir hasta su excrescencia la mezquindad de la naturaleza humana y luego, de forma autocomplaciente, castigarla o vengarse de ella. De esto sólo escapa su protagonista, quien siempre está revestida de un extraño poder que le permite evitar o soportar todo sufrimiento y antes, al contrario, puede hacer de éste su redención. Este personaje central, sobre todo en el caso de Dogville, no sufre realmente, pero el director hace sufrir al espectador por él, para que al final, o se convierta en mártir, como en sus películas anteriores, o en verdugo, como en ésta, un verdugo descaradamente arrogante. Pero esa arrogancia está, sobre todo, es en su creador.

Los personajes y situaciones de esta película, que de forma solapadamente pretenciosa parece decir grandes cosas sobre la naturaleza humana, no se diferencian en nada de los del cine de consumo: los malos son malos, sin matices, y a los buenos los hace pasar por buenos muy a pesar de ser masoquistas, arrogantes y vengativos. Por eso, detrás de las supuesta profundidad del planteamiento de esta cinta, sólo hay un director-dios efectista, arrogante y odioso, así como unas criaturas hechas a su imagen y semejanza.

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