Un oscuro pedazo de historia
Oswaldo Osorio
Hace casi treinta años todos los críticos (aunque apenas estuviéramos en ciernes) escribíamos fascinados sobre la que luego sería considerada por muchos la mejor película de la década: Buenos muchachos (Martin Scorsese, 1990), un visceral relato de mafiosos que tomaba distancia del arquetipo idealizado por la saga de El Padrino. Ahora los mismos actores y director realizan lo que, sin duda, es su canto de cisne en relación con el tema y con su trabajo en conjunto, una película enorme y madura en muchos sentidos, aunque no necesariamente a la altura de aquella predecesora.
En medio, están Casino (1995), la versión glamurizada de ese mundo que la Universal le pidiera a Scorsese, y Los infiltrados (2006), un relato a dos bandas entre cine de gánsteres y policiaco. Y no se puede dejar de mencionar aquel fundacional antecedente de Malas calles (1973). Con todo esto, Martin Scorsese llega a El irlandés (The Irishman) como un decano del género y con la consecuente lucidez y sabiduría que la edad y la perspectiva temporal le dan para abordar este universo y sus personajes.
Para hacerlo, se apoyó en el libro que escribió Charles Brandt a partir de la vida de Frank Sheeran, el Irlandés, un asesino de la mafia que fue muy cercano al célebre líder sindical estadounidense Jimmy Hoffa. Por eso, al principio, es “solo” una película de mafiosos al estilo de sus anteriores filmes, pero cuando entra Hoffa al relato, ya se convierte en un pedazo de historia de Estados Unidos entre los años cincuenta y setenta, un pedazo ciertamente oscuro, donde la política en las más altas esferas, la mafia y la corrupción a todos los niveles parecen ser los hilos que mueven al país.
El relato es tan envolvente que sus tres horas y media de metraje no pesan, al contrario, es muy alta la posibilidad de lograr una verdadera inmersión en ese universo y en ese largo periodo (este aspecto en particular diferirá mucho entre quienes la vean en una sala de cine y los que la esperen en Netflix, que la produjo). Esta inmersión se debe a la forma como el relato se enfoca en la ambigüedad moral de su personaje central y su construcción paralela en tres épocas distintas, también a la impecable y evocadora reconstrucción de esas tres décadas y al paso del tiempo (que incluyó el rejuvenecimiento digital de los actores), y por último, al tono intimista que consigue en la mayoría de escenas de un cine en el que suelen imponerse las secuencias de violencia y acción.
Por último, hay un aspecto que siempre se echa de menos en estas películas de Martin Scorsese, y es el componente familiar (que sí está en El Padrino, por ejemplo), pues siempre son relatos sobre hombres trabajando, ya sea “pintando casas” o conspirando para obtener dinero fácil. En esta es igual, salvo por un detalle, que es una constante en toda la historia, la actitud distante y acusadora de su hija Peggy, una línea dramática que servirá para que aparezca, en un triste y crepuscular final, la culpa, que no el arrepentimiento, como pocas veces se ve en el cine de gánsteres.
Publicado el 24 de noviembre de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.