Marginalidad y delirio gitano

Por Oswaldo Osorio Image

Hay películas que a uno le  parecen fascinantes, como ésta, por ejemplo, y sin embargo,  no sorprende ver a no pocos espectadores abandonarla mucho antes de que termine. Y es que además de fascinante, es también una película de excesos, lo cual esos desertores de butaca no deben considerar por cierto una cualidad. La verdad es que muchas veces no lo es, pero en casos en que esos excesos se apellidan Fellini, Almodóvar, Waters o Kustorica, resultan ser, no sólo cualidades, sino elementos claves para  hacer de sus películas  una experiencia fascinante.

Con Gato negro, gato blanco (1998) Emir Kusturica vuelve a tomar como protagonistas a los gitanos de Europa Oriental, aunque al parecer esta vez centrándose más en su exotismo y cotidianidad, pero sin abandonar por completo, y  aunque sea sólo implícitamente, la reflexión crítica sobre esta comunidad en particular con la que tanta afinidad tiene. Pero el universo gitano que le vemos en esta película no es el de Cuando mi padre salió en viaje de negocios (1895) o el de Tiempo de gitanos (1989), al menos no en la forma de mirarlo y en el tono que utiliza para recrearlo, pues la reflexión, emotividad y el drama les ceden el paso a la extravagancia y el exceso, a la parodia y la comedia burlesca. De ahí a que su argumento sea una anécdota casi sin importancia, un enredo de negocios  sucios, estafas y matrimonios arreglados, pero los elementos que la componen son vistosos, ingeniosos y veces poéticos, incluso interesantes desde el punto de vista antropológico. Por eso no es una película para quienes no gusten de los excesos y las puestas en escena poco convencionales, sino para los entusiastas de esos realizadores que crean con sus películas universos autónomos con sus propias reglas e imágenes.

El rey de los gitanos

Emir Kusturica, a quien ya han dado por llamar el “rey de los gitanos”, parece ser un personaje tan fascinante y sorprendente como sus películas. Nació en Sarajevo y hasta no hace mucho solía ser yugoslavo, pero en esencia es un servio a quien le preocupa su pueblo y  por eso trata de participar, a su manera, en el conflicto de esta región. Es un cineasta político, pero también poeta de la imagen, artista y puta, porque trabaja en publicidad en París (de algo tendrá que vivir entre película y película, dirá, porque nadie vive veinte años con las ganancias de media docena filmes que distan mucho de ser lo que llaman “comerciales”). Esto da a entender que es un idealista y un soñador, pero con los  pies bien plantados sobre la dura tierra: hombre de contrastes y contradicciones que después de ganar palmas, leones, osos y conchas en su errancia gitano-fílmica por los más importantes festivales de cine del mundo, decide dejar la séptima y mejor de las artes, tal vez para dedicarse más de lleno a su banda de rock o para seguir actuando como ya lo empezó a hacer en La viuda, la más reciente película de Patrice Laconte.

Esta personalidad se refleja en su cine, aunque es verdad que no se le conocía la faceta extravagante que desplegó en este último filme, sin embargo, ya algo se le había visto en esa encantadora película que fue (y sigue siendo cada vez más) Arizona dream (1993), una historia hermosa y alucinante, de peces, aviones y amores, protagonizada por un reparto como  pocas veces se ha visto, el reparto soñado de cualquier director independiente, que está encabezado por un mito viviente y cuasi-ignorado del cine: Jerry Lewis, y con él Faye Dunaway, Johnny Depp, Vincent Gallo y Lili Taylor, quienes tal vez algún día serán también mitos.

En Gato negro, gato blanco, hay un  poco de todo eso que se le ha visto en sus anteriores filmes, pero en triple ración. A ese pequeño pueblo gitano a orillas del Danubio en el que se desarrolla la historia, parece quedarle grande tanto exceso, tanta extravagancia, y tal vez eso es lo que no perdonan (o no aguantan) los que la abandonan. Y es que tal vertiginosidad en las acciones y acontecimientos pareciera que obedece a la necesidad de unir, en el menor tiempo y sentido posible, los extremos de una realidad del todo verosímil y seguramente en gran medida real, porque ir de las tradiciones del pueblo gitano, con toda su ancestral concepción de la familia  y la muerte, por ejemplo, hasta la mentalidad infame y pendenciera de una  tecno-mafia que no respeta nada y que impone sus valores a toda la  comunidad, es asunto serio, tanto formal como narrativamente.

Entonces, en el viaje entre estos dos extremos, la narración no parece tal, porque con tantos y tan heterogéneos elementos, da la sensación de que el director trató de alcanzar una suerte de simultaneidad (que en el cine sólo a veces es posible gracias la profundidad de campo, la pantalla dividida y un manejo diferencial de la imagen y el sonido), porque la simultaneidad parecía ser el único recurso que le permitía dar cuenta de tantas cosas a la vez. Lo más sorprendente es que fue capaz de mantener tan delirante ritmo todo el tiempo, sin decaer, contradiciendo incluso esas reglas del  guión que recomiendan un manejo cíclico de los momentos de acción y las pausas. Pero además de ese ritmo mantiene también el tono, que igualmente oscila en un espectro bastante amplio: entre la farsa trepidante, la comedia costumbrista y la fábula surreal.  Y a todo esto se le suma un consecuente manejo de la concepción visual, también extravagante y llena de ingenio, regida inevitablemente por el kitsch y con resonancias fellinescas; además de una puesta en escena como dirigida con la gracia de un funambulista y la precisión de un relojero.

Pero en la película no todo es delirio y desenfado, porque en medio del jolgorio de sus fiestas y la exaltación de sus sentimientos de amor filial y romántico, a este pueblo de gitanos les resulta inevitable ocultar su marginalidad atávica y esa problemática disyuntiva entre lo que solían ser, lo que pueden ser y lo que los nuevos tiempos traen consigo. Y es que Kustorica no podía dejar de sentar una posición ante la situación de su gente como lo ha hecho antes, no importa que ésta no fuera una película convencional, no importa que se tratara de una comedia apabullante y para muchos atosigante, de todas formas no hablamos de un director convencional y mucho menos de los que dejan contenta a toda la audiencia, lo cual suele suceder con esos autores que le apuestan a la originalidad y a su universo personal.

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