La vida criminal de Patrick Bateman
Por Oswaldo Osorio
Patrick Bateman es joven, hermoso, adinerado y pulcro hasta para matar. Rinde un incondicional culto al cuerpo y a los objetos, no tiene en su presupuesto emocional el amor o al menos la gentileza y su costoso reloj es más importante que cualquier contacto con otro ser humano. La directora canadiense Mary Harron nos presenta así al protagonista de Sicópata americano (American psycho, 1999), entre melodiosas notas pop de los ochenta y rodeado de objetos, todos ellos costosos y relucientes, como su reloj.
Lo más extraño de todo es que no es un personaje que provoque repulsión, ni siquiera indignación. El discurso constante y de una privada lucidez de este hombre tiene un efecto casi encantatorio, porque nos introduce en un universo diferente al de cualquier “persona de bien”, al de cualquier ciudadano semi-decente. Es cierto que es un universo del que ya hay muchas referencias (véase cualquier thriller de sicópatas o las páginas de un periódico), pero la diferencia en este caso radica en que este universo es presentado con sus reglas (dictadas por Bateman, por supuesto) y con una concepción de las cosas que redefine la naturaleza humana y las relaciones entre las personas. La naturaleza humana capitalista y las relaciones entre las personas citadinas, para ser más exactos.
De sicóticas a sicópatas
Antes de que Mary Harron pusiera de sicópata a Christian Bale, nuestro heroecillo del Imperio del sol (Steven Spielberg, 1987), ya había puesto a esa diva fea del cine independiente, Lily Taylor, de sicótica en I shot Andy Warhol (1996), escribiendo radicales manifiestos feministas y, naturalmente, disparándole a Andy Warhol. Sus dos películas se guían por los mismos parámetros, especialmente en la construcción de sus personajes y en la acertada manera como hace protagonista a la ambientación de dos décadas hace rato llevadas a cuestas por la nostalgia: la de los sesenta ya está muy manoseada, tanto su estética como su espíritu, aunque lo está más el hippysmo del San Francisco de un The Doors, por ejemplo, que el underground del Nueva York que recrea Harron en su primer filme; los ochenta por su parte, se están estrenando en esa nostalgia, por eso tiene un doble efecto escuchar a Phil Collins, Whitney Huston o Huey Lewis and The News cuando son objeto de una apasionada disertación por parte de Bateman mientras descuartiza y desolla.
La película, teniendo como columna vertebral el best seller de Bret Easton Ellis, toma esta década y lo más representativo de ella para ambientar y hasta justificar a su personaje, principalmente toda esa caracterización que hay en torno a la tipología del yuppi, ese ser casi enajenado por el poder adquisitivo y su fetichismo por objetos de toda clase, aunque de la mejor factura: trajes, relojes, apartamentos, carros y, en fin, hasta las mismas targeas de presentación, que debían ser de una categoría irreprochable. Justamente en la escena en que un ramillete de yuppies, cual engreidos tulipanes negros, realizan una sofisticada contienda entre ellos confrontando la belleza y elegancia de sus tarjetas, es donde mejor se puede ver el verdadero espíritu de esta película, que no es una más sobre sicópatas ni violencia, sino que de fondo está retratando y, al mismo tiempo, satirizando una época, una cultura y un cierto tipo de personas. En esta escena hay tanta tensión como en uno de esos desenlaces tarantinescos de pistolas cruzadas apuntando. La sutileza y contundencia que se ven en esta parte, tanto en su sentido crítico y antropológico como estético, está presente en toda la película, por eso uno de los aspectos más llamativos que tiene es ese contraste que se da entre la claridad y pulcritud de la parte externa, visual, con la oscuridad del personaje central y la mezquindad de cuantos lo rodean.
El superhombre delirante
El desprecio que Patrick Bateman siente hacia los demás lo emparenta, de una manera un poco desfigurada, con el superhombre de Nietzche, pues él mismo se dio una ley y sobreponía a sus deseos uno supremo, o mejor, se encontraba en este proceso, porque una cosa era lo que le dictaba esa voz interna en cuanto a despreciar y desdeñar todo lo que no fuera él, sus pertenencias y la música de su gusto, y otra era la manera enfermiza como estaba alienado y condicionado por su círculo de “amigos”, por el culto a las marcas y por el deseo de estimulación, ya fuera con drogas, sexo o dinero. Pero esa voz interna se empezó a hacer más fuerte y le pedía más sacrificios, le pedía que obedeciera su Ley del Desprecio y saciara su sed de aniquilación. Entonces el tono del filme comienza a variar y el despotismo, la frialdad y el cinismo de Bateman devienen lentamente, con una intensidad regulada por una narración precisa, en sadismo, exaltación y delirio. Por eso la forma como evoluciona el personaje es la que le da dinamismo a la historia, la que le confiere la acción, que falsamente parece conducida por unos asesinatos que suceden prácticamente fuera de cuadro.
Bateman quiere asesinar tanto como lo quería aquel hombrecito de La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (1955), pero como en la película de Buñuel, esa voz interna parece que no es de fiar, como tampoco lo es la cordura de nuestro querido sicópata y entonces empieza recibir instrucciones de un cajero automático para matar a un gatico, a ver cuartos vacíos y a sudar cuando no debe. La película no termina con esa estupenda canción de David Bowie que se escucha en los créditos, sino que, como casi todas las buenas películas, termina una hora después, unos días o tal vez más, porque la historia continúa cuando confrontamos al Patrick Bateman que nos presentan al principio con el que vemos al final, también continúa cuando recordamos la escena de las tarjetas de presentación o, de ahora en adelante, cada que escuchemos a Phil Collins, Whitney Huston o Huey Lewis and The News.