O de cómo perder el toque
Por Oswaldo Osorio
Dos de los directores más importantes de las últimas décadas, Oliver Stone y Brian de Palma, acaban de estrenar sus más recientes filmes, los cuales tienen en común el hecho de ser trabajos que bien pudieron haber sido realizados por otros directores cualesquiera, muy a pesar de que ambos, a lo largo de su carrera, se han ganado la fama de “autores”. Bordwell y Thompson designan como “autor” en el cine a esa persona que ha estado en frente de un grupo de películas que tienen marcas en común, las cuales permiten apreciar un principio de coherencia interna (temática o formal) entre ellas. Con Misión a Marte (Mision to Mars) y Un domingo cualquiera (Any given sunday), de Palma y Stone parecen abandonar ese principio de coherencia interna y no precisamente en favor de un mejoramiento de su “obra” anterior.
La misión es hacer cine, señor de Palma
El Brian de Palma de películas como El fantasma del paraíso (1974), Carrie (1976) o Los intocables (1988), es el más afectado con este último filme. Éste es un director que siempre se ha caracterizado por tener muy poco que contar pero mucho que mostrar, por eso el suyo es un cine vistoso y casi siempre virtuoso que ha concebido un manojo de buenas películas, muy a pesar (o gracias a ello) de esa influencia, que también algunos llaman dependencia, a la obra del maestro Hitchcock. Pero a veces su talento tras la cámara no coincide con una buena historia para contar y, por eso, sin importar lo rico y atractivo de sus imágenes, el resultado a veces es desfavorable. Eso fue lo que le ocurrió con Misión a Marte, una historia de ciencia ficción que parece haber querido incorporar todos los lugares comunes de este género a una trama dilatada y con pocas sorpresas: la aventura espacial, la exploración de planetas y el contacto con vida extraterrestre son mostrados aquí con derroche de imágenes y efectos pero con escasez de originalidad, dramatismo o buen sentido de la aventura y la acción. Es una producción donde la ineficacia de un guión pretencioso y al mismo tiempo ingenuo, echa a perder la mitad del filme, y la otra mitad reposa sobre las virtudes tecnológicas de unos efectos especiales y unas imágenes virtuales que nunca, por perfectos que sean, podrán ser por sí solos cine. La pregunta que surge, entonces, es ¿Dónde se ve aquí a Brian de Palma, el Brian de Palma de Hi, mom! (1970), Vestida para matar (1980) o de Carlitos Way (1993)?
El “proyecto ideológico” de Oliver Stone
Aunque en el caso de Oliver Stone el asunto no es tan grave, de todas formas Un domingo cualquiera cede ante el peso de su obra anterior. Después de realizar Camino sin retorno (1998), una película de género y de corte independiente con la que, según él, dejó de lado sus proyectos ideológicos y con la cual quería darse un descanso contando una historia sencilla, dentro de un esquema conocido y sin ninguna moraleja, se deja venir con este “proyecto grande” que había prometido y que, en consecuencia, supuestamente no maneja un esquema conocido y sí tiene moraleja. Pero nada de eso, porque esta nueva película parece ser otra “película de deportes”, una de esas donde la acción, el suspenso, el dramatismo y el protagonismo recaen sobre las largas secuencias de los juegos, donde la manipulación y el engaño al espectador se hace más evidentes, más insoportables, y todavía más cuando es tan complaciente, como lo es en este caso. Entre partido y partido Oliver Stone trata de despistar poniendo también en juego lo que sería su “proyecto ideológico”, lo que sería un capítulo más de sus obsesiones con los temas norteamericanos, en este caso el fútbol y todo lo que se mueve alrededor de él: los grandes negocios, la intromisión de la televisión, las relaciones entre los jugadores y la visión del juego, de este deporte en particular y del triunfo. Parece ser otra denuncia o, al menos, otro retrato que intenta revelar lo que se mueve entre las bambalinas de un tema de interés público (ya sabemos a qué público se refiere), pero no es más que un cúmulo de palabras y discursos y de fragmentos de juegos, sin que haya una conexión significativa o con alguna fuerza entre ellos. Aunque, de otro lado, lo que Oliver Stone sí parece conservar fiel a su estilo es la narración en ese tono insistente y enfático que le vemos desde JFK (1993) y que aplicara tan sistemáticamente en Asesinos por naturaleza (1994); toda una concepción del montaje a la que parece incorporar el zapping, produciendo un efecto visual insinuante y simbolista, casi al viejo estilo de los formalistas soviéticos que teorizaran sobre el montaje de las atracciones.
De la política de autor y otros paradigmas
Este texto tiene sentido es a la luz de la llamada política de autor, porque Brian de Palma y Oliver Stone deben ser considerados autores en la medida en que son cineastas que han dado forma a su obra de acuerdo con su particular personalidad, sus gustos y la visión que tienen del cine. Claro, son autores bajo las particularidades y condicionamientos del cine norteamericano, con lo que cambia en muchos sentidos la idea de autor con respecto a la europea, que fue donde se originó. Pero aplicada a ellos esta política de autor, ya resulta difícil juzgar una sola película sin tener en cuenta su obra anterior, sin hablar de un estilo y unos temas en particular, de un toque, en fin, de todas esas cosas que hacen de una película parte de un sistema más amplio y complejo que la dimensiona o, como en ese par de casos, que la opaca y acentúa sus carencias. Es cierto que, como lo advirtiera alguna vez André Bazin a sus apasionados pupilos, en este asunto se corre el riesgo de un culto a la personalidad, o también que una película, en principio, se debe defender por sí misma; pero de todas formas en algunos casos, como éstos, es imposible desprenderse de esa memoria visual, de ese proceso del que hemos sido testigos cuando a lo largo de diez o quince años hemos visto película tras película el crecimiento y evolución de una obra y de un autor. Ya esa nueva película que vemos, entonces, no es un producto aislado, sino la consecuencia de un proceso que conocemos y disfrutamos como tal. Es por eso que ver películas como Misión a Marte, de Brian de Palma o Un domingo cualquiera, de Oliver Stone, es como ver el hijo malogrado de una estirpe que hemos admirado por lo que a llegado a ser.