La vida en la tierra
Por Oswaldo Osorio
Mientras Lars Von Trier y sus dogmáticos amigos se esfuerzan por concebir un estilo a priori para hacer sus películas (con unos resultados por demás bien interesantes), otros directores como John Cassavetes, Ken Loach o Erick Zonka no han tenido que hacer esos mismos votos de castidad técnica, verista o purista para lograr el mismo efecto, esto es, ese cine que pretende contar sus historias sin los artificios propios del cine convencional, sin la tiranía de la perfecta y casi siempre postiza puesta en escena propia de ese cine de Hollywood que, por gusto o alienación, marca la pauta en el cine mundial.
Erick Zonka en ésta, su opera prima, La vida soñada de los ángeles (1998), logra esa naturalidad y soltura que ya se había visto en el cine de Cassavetes (de quien Zonka se declara su admirador), un cine que tiene la fuerza de la espontaneidad y en el que el dramatismo y la intensidad conseguida por los actores en cada escena, son producto del planteamiento de una situación dramática y sus consecuencias se desarrollan frente a la cámara, en una puesta en escena que se produce al mismo tiempo que el registro de las imágenes en el celuloide. Tal vez por eso es que este joven director francés dice que, ante todo, lo que quiere es transmitir la emoción y lo que le gusta son los encuentros con seres humanos. Y efectivamente, ese encuentro se ve en este filme, pero sobre todo se ven esos seres humanos y también esa emoción, tanto la de los personajes como la del espectador sensible a unas imágenes que le dan forma a unos sentimientos logrados en escena.
Isa & Marie
Esta película cuenta la historia de dos jóvenes mujeres que tratan de sobrevivir en medio de su marginalidad material y existencial. Isa y Marie tienen en común la pobreza, la soledad y una particular visión del mundo, según la cual justamente ese mundo no les importa mucho. Pero es más lo que no tienen en común, porque mientras Isa, en medio de su vida errante, está dispuesta a todo y tiene una pasión por vivir que está exenta de todo compromiso o fervor que obstaculice la vida misma, que le impida tener ese mundo práctico, precario y sin apegos que lleva sobre su espalda materializado en su morral; Marie parece sobrevivir por necesidad, y por eso su desapego a lo material y a lo afectivo es por apatía y desprecio. Ella es dura con los demás y con ella misma, es orgullosa y parece que le diera gran dificultad sonreír.
Pero cuando el encuentro se produce, ambas, tal vez por el desamparo en que se encuentran, son más susceptibles a ver todo lo que tienen en común. Entonces tiene su génesis una espontánea y sincera amistad que va a ser el hilo conductor de la historia y el tema sobre el cual reflexiona buena parte de la película y que la cámara registra muy de cerca, tan cerca que se puede escuchar el crepitar de cada cigarrillo que se fuman. Todo este proceso de conocimiento y de afianzamiento de una amistad que parece, no sólo que va a ser para el resto de la vida, sino que las va redimir de esa existencia tan triste y tan llena de carencias, es el inicio de un viaje al fondo del alma humana, del alma femenina. En este proceso la historia parece no avanzar, pero es que ésta no es una película de esas que nos cuenta un argumento concreto y lineal, porque son ciertas situaciones y sobre todo sus personajes, lo que tiene verdadera importancia y lo que es construido de manera cuidadosa y compleja. Se trata de una película de autor y de actrices, donde la honestidad artística y creativa son lo fundamental. En el director, honestidad con esa realidad que quiere recrear; y en las actrices (Elodie Bouchez y Natacha Regnier), con esos personajes que tan consciente y entregadamente logran concretar, haciéndolo de una manera no sólo convincente sino cautivadora, algo de lo que se percató el jurado del Festival Internacional de Cine de Cannes hace dos años, al otorgarles la Palma de Oro a la mejor interpretación femenina.
Pero esa amistad que iba a durar toda la vida, se comienza a resquebrajar ante un elemento que tradicionalmente ha sido desestabilizador de los sentimientos fraternales: el amor. Empieza, pues, a roer la relación de dos buenas amigas atacando por el lado más débil, que no es Isa, la errabunda y sin destino, sino que es Marie, la que se hace la dura ante las cosas de la vida y en especial ante los sentimientos que puede tener hacia los demás. Pero un sentimiento fuerte y ciego para con un hombre que no tardará mucho en cansarse de ella, puede más que esa empatía que logró tener con Isa, más que el ligero bienestar que les proporcionaba el tener una casa para ellas, una casa prestada por otros dos espectros femeninos que tuvieron menos suerte, pero casa al fin y al cabo. Entonces sus diferencias se acentúan cuando la una se enfrenta con una soledad tal vez peor que la que ya padecía, la del desamor; y la otra con otro tipo de soledad producto de algo más fuerte e inevitable, la muerte, la posible muerte de la joven que vivía en esa casa y que ella visita diariamente en un hospital.
Todo esto nos es contado crudamente y sin afeites, tal como es la realidad, esa realidad que se sueñan los ángeles, me aventuro a interpretar. Una realidad en donde la pobreza, la desidia ante el mundo y ante el amor mismo, la cercanía de la muerte y la soledad, son algunas de las constantes. En todo caso, una realidad y unos personajes que no son indiferentes para el espectador, ni la forma intensa y espontánea como el director los presenta ni su esencia misma, esos sentimientos y el dramatismo que se recrean tan certeramente en escena.