La marginalidad de la adolescencia
Por Oswaldo Osorio
...buena inteligencia, buen reproductor, sin maloshábitos, etcétera, etc. Anótalo en la cotización. No ha
cometido ningún crimen, salvo el de haber nacido aquí.
-Primavera negra, Henry Miller-
Después de ver esta historia de tres adolescentes de un barrio pobre de Madrid que buscan qué hacer durante sus vacaciones, es difícil definir los sentimientos que nos produce y que nos habitarán por un tiempo indeterminado. Porque de la misma forma que es un lamento mudo sobre una realidad social, la del barrio pobre, y sobre una condición existencial, la adolescencia, es también una encantadora pieza de cine llena de humor y de situaciones emotivas. En ella estos tres jóvenes se nos presentan como el reflejo de un medio familiar y social hostil, una hostilidad que se manifiesta tanto en las carencias de ambos medios como en su incapacidad para estimular comportamientos distintos a los que conducen a la pesadumbre o a la desgracia.
Estos sentimientos ambiguos que nos produce Barrio se deben a un contraste que cohabita la historia, contraste entre la dureza y la precariedad de una realidad y el patetismo casi siempre jocoso con que son miradas muchas de las situaciones del filme. Así, al mismo tiempo que nos pintan a estos tres jóvenes personajes sin dinero, sin amor y casi sin familia, con las necesarias pinceladas que evidencian lo trágico, triste y doloroso de su universo, como cuando los padres de Javi se separan, cuando Manu descubre que su hermano en realidad no es un hombre de negocios sino un drogadicto o cuando Raí es capturado por la policía; de igual forma son personajes que se nos presentan envueltos en unas circunstancias que de lo lastimosas resultan graciosas y no exentas de ironía. Eso lo vemos con la moto acuática parqueada afuera de la casa de Raí a cientos de kilómetros del mar, cuando se “ganan” mediante un robo los trofeos que nunca obtuvieron en alguna competencia o cuando Manu consigue un trabajo de repartidor en moto, pero como no la tiene, viaja en bus. Difícil oficio es el de sacarle algo de humor a la adversidad y más todavía sin que al hacerlo resulte morboso o cruel. Fernando León de Aranoa lo hizo en esta película, y al drama y al humor supo darle un toque de algo que bien podría llamarse “poesía del desamparo”.
Manu, Raí y Javi
Los tres muchachos deambulan en sus vacaciones, deseando ir al mar y esperando que su casa o su barrio les provea de algo, ya sea diversiones, ocupaciones o tentaciones. Es por eso que Javi mantiene desganadas expectativas de vivir y sobrevivir los problemas de su familia, finge que no le importa pero en algún momento no puede contener las lágrimas; mientras tanto, Manu trata de suplir las carencias familiares con un propósito no muy consistente: trabajar de repartidor en moto, aunque no tenga una, cumpliendo su trabajo con la misma mirada perdida con que deambula por ahí con sus dos amigos; en cuanto a Raí, temeraria e inconsecuentemente sucumbe ante esas tentaciones del barrio, ante la indiferencia de su familia y ante el deseo de resolver su permanente estado de quiebra.
Pero esa marginalidad familiar y social es complementada, o mejor, es poca, frente a la marginalidad de la edad, esos imprecisos quince años en que ya no son niños ni todavía adultos: ya piensan seriamente en el sexo y el dinero, pero se inventan juegos ingenuos y discurren acerca de fantasías y absurdos sólo amparables en la lógica infantil: se sientan en un puente sobre una autopista a reclamar la propiedad de uno de esos raudos carros que pasan y que seguramente nunca tendrán o discuten sobre esa vértebra de más que dicen tienen las negras y gracias a la cual pueden bailar como lo hacen. Esta flexibilidad por la que oscilan entre la niñez y la adultez, que aparentemente es una ventaja, en realidad siempre se traduce en impotencia y problemática contradicción. Es por eso que el amor y el sexo, aunque ya son una fuerte presencia, resultan ser todavía una utopía y hay que conformarse con el erotismo burdo del lenguaje o bailar con una despampanante morena bidimensional y de cartón.
Se trata de una historia y unos personajes universales y atemporales, lo cual aumenta su valor, porque es sabido que éstas son dos características infaltables en casi todas las grandes obras. A esto se le suma la habilidad con que el director (y guionista) logra recrear los ambientes, físicos pero sobre todo emocionales, de la historia, esa atmósfera de ligero e indescriptible desasosiego en que viven todos los personajes; a veces parece que ni siquiera se dan verdadera cuenta de su hastío, sólo lo soportan como una connatural característica de su condición existencial y apenas tienen indicios de que existe como tal: la falta de dinero, de amor y oportunidades, los problemas familiares, la ausencia o pérdida de seres queridos, la lejanía del mar y del sexo...
Desesperanza, tristeza, impotencia, alegría (mas no felicidad) y fraternidad, son el material de que está hecha Barrio. En su trasfondo hay reflexión sobre una cierta condición existencial, familiar y social, una cavilación hecha con fuerza pero en voz baja sobre el desamparo del individuo, la desintegración familiar y la negligencia de la sociedad. Todo ello se estructura en una narración sencilla y encantatoria, tutelada por un guión construido como un sólido muro en el que se pueden identificar y discriminar perfectamente su partes, esas unidades, ya personajes, imágenes o diálogos, que tienen valor y significación individual, pero que, naturalmente, se dimensionan como conjunto, un conjunto que la hace una película cautivadora y por momentos reveladora.