El tema, por supuesto, tiene que ver con la realidad del país, puesto que el realismo es la principal impronta que define el cine de Gaviria, y en esto se ha convertido en un maestro, sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que es hacer ficción con la realidad. Además es un realismo con cierto sentido poético (no tanto en este último filme) que lejos de quitarle veracidad le da mayor fuerza e intensidad. Por eso resulta por completo miope esa posición que reprueba la recurrencia de estos temas en el cine colombiano, pues, por un lado, según el tratamiento, esa realidad tiene otra connotación, y por otro, en su calidad de artistas los directores hablan de lo que los afecta y en un país como el nuestro se ven obligados moral e intelectualmente a referirse a su dura realidad, y así será por mucho tiempo.
Después de hablar de los barrios marginales de Medellín y de los niños de la calle, necesariamente el tema siguiente era la presencia del narcotráfico y sus hondas repercusiones en esta ciudad. Pero de estas repercusiones no se podía dar cuenta sólo con el superficial espectáculo de erotismo y muerte que vimos en Rosario tijeras. Hablar del Medellín de los ochenta implicaba un verdadero estudio sociológico y un conocimiento de su contexto y sus personajes. Se necesitaba una mirada atenta y un acercamiento, como el que efectivamente logró Gaviria, para dar cuenta de esa compleja realidad sin limitarse sólo a acciones como matar, drogarse o hacer negocios, pues en medio de esas acciones está el verdadero drama y los hilos que tejieron la desgracia de Medellín por esos años.
Y es que la violencia y la descomposición social de la ciudad no sólo fue cosa de los sectores marginales, la otra ciudad, aunque siempre lo ha negado, se vio permeada o afectada por esa embestida de dinero, violencia y corrupción que trajo consigo el narcotráfico. La elocuencia y contundencia con que esta relación queda en claro en esta película no deja lugar a dudas del talento de Gaviria para contar historias que van más allá del simple argumento y para construir unos personajes que desconciertan por su veracidad y su visceralidad. Además, a esto se le suma su perfeccionado arte de dirigir actores naturales, quienes nunca permiten que la fuerza de la historia decaiga.
Y justamente una de las principales virtudes de esta película es la habilidad con que director y guionista supieron hacer un estudio de aquel Medellín del narcotráfico y lo apuntalaron en el drama de un hombre de clase media, quien sucumbe a esa realidad y luego la padece. Con estos elementos, el universo es el de el documental ficcionado, mientras el relato tiene la dinámica del thriller (víctimas, victimarios, intrigas, tensión, crímenes de por medio, etc.), pero sin hacerle el juego al cine de género, siempre conservando esa autonomía y libertad de un autor que conoce bien su universo y lo recrea para revelárselo al espectador, y esa revelación no sólo es mostrar una realidad, sino, especialmente, lo que esa realidad significa para los personajes y, en últimas, para toda una ciudad y un país.
Pero lo más importante de esta película es que da cuenta de toda esa compleja realidad de forma cinematográfica, pues no se trata de un discurso sociológico valiéndose del cine, sino del cine con sus imágenes y sus recursos planteando un discurso que logra recrear un universo y trasmitir unas ideas. Aquí las imágenes no tienen los afeites y la estilización de El rey, por ejemplo, porque ése no era el interés, pero fueron concebidas, es evidente, con el buen ojo del cineasta que conoce su oficio, para que esas imágenes fueran elocuentes y nos impactaran, de la misma forma que lo hicieron sus personajes y esa realidad que vivió Medellín y que volverá a vivir con esta película rotunda.
Publicado el viernes 30 de septiembre de 2005 en el periódico El Mundo, de Medellín.