O la historia de Hamlet Santiago Bolívar en el país de las pesadillas

Por Oswaldo Osorio

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Como Hamlet, Santiago Miranda, el actor de una telenovela sobre Bolívar, se da cuenta de que algo está podrido, no en Dinamarca, sino en Colombia y en esa telenovela tonta que le domina la vida y en la gente, desde su novia hasta el presidente de la República. Incluso él mismo está podrido… y perdido, lúcidamente confundido con esas vidas paralelas que le está tocando interpretar, la de Bolívar y la de Santiago, cuál más azarosa.

Jorge Alí Triana en esta película recrea un universo con su lógica propia, un universo cinematográfico que hace referencia a otro concreto: Colombia y su caótica y absurda realidad. A partir de este universo llamado Bolívar soy yo (2002) comenta el de todos nosotros, lo critica, lo parodia y hasta insinúa algunas posibles salidas, aunque termina por cubrirlo con un manto de luctuoso pesimismo. Desde el inicio del filme plantea esa lógica y las reglas de juego que gobernarán su universo. El código de su relato nos lo da a conocer con esa primera secuencia, que casi mata del susto a algunos historiadores, ésa en la que van a fusilar a Bolívar, aunque luego Santiago no lo permite.

La principal regla que se da a conocer en esta secuencia dice que es posible pasar de la ficción de un relato televisivo a la realidad de un actor y un país, como la Alicia de Carroll, pero que en lugar de un espejo se trata de una pantalla. Más adelante, cuando Santiago se deja el vestuario de la telenovela para ir donde su madre y luego a emborracharse, y cuando todos le dicen “mi general” y él les responde, se trata de la enunciación de una nueva regla que, igualmente, permite el libre tránsito en cualquier sentido de un estado de lucidez a uno de locura en este actor-personaje.

El arte siempre se ha valido de distintos recursos para referirse metafórica o alegóricamente a la realidad, porque de hacerlo de manera directa se perdería su valor artístico y sus posibilidades líricas y expresivas, su belleza, quedando sólo la propaganda y el proselitismo o, en el mejor de los casos, un tratado frío, objetivo y racional. Por eso, los recursos utilizados por Triana en este filme para hablar de la demencia que se apoderó de este país desde hace tanto tiempo, son precisamente esa posibilidad de confrontar la realidad con la ficción y la lucidez con la locura. Pero además de confrontarlas las confunde, les marca imprecisos límites que dejan al descubierto la contundente lucidez de la locura o lo artificial e inverosímil de la realidad.

Es cierto también que estos límites borrosos y el constante ir venir de una frontera a otra dejan ver algunas fisuras, sobre todo en la verosimilitud y en la lógica dramática, pero son tan leves que no alcanza a dañar el sentido general del relato y la solidez y coherencia de ese universo recreado por el director. Además, la presencia del actor Robinson Díaz, sobre quien recae toda la fuerza dramática del relato, cubre esas fisuras con sus convincentes cambios de registro y llevando así de la mano tanto a su doble personaje como a la película e imponiéndose sobre los demás personajes que, aún así, cumplen con eficacia su papel (con excepción de Fanny Mickey, que no se convence de que el cine no es su fuerte). Incluso Amparo Grisales deja su rango de vedette para cumplir un modesto rol, aunque sin dejar de imponer su presencia.

Bolívar, símbolo y esperanza

Independientemente de que esta historia haya sido inspirada por un actor colombiano que protagonizó una serie televisiva sobre el libertador (dirigida por el mismo Triana hace veinte años), el personaje de Simón Bolívar no pudo ser más apropiado para hablar de este país y su malograda historia, y de todos esos ideales propios de ese hombre que trató de hacer borrón y cuenta nueva en un continente, pero que luego, al menos en este país, fueron olvidados o deformados tras prácticamente doscientos años de guerra civil.

Y es que el personaje de Bolívar tiene muchas connotaciones: esos viejos ideales, ese nuevo país que todos quieren construir o esa historia que no ha podido absolvernos; además es también un símbolo, de una gloria nacional más idealizada que merecida, de ese líder que siempre nos ha faltado y de la libertad (aunque los historiadores dicen que lo de aquella época no fue una liberación sino un cambio de dueños). Ni hablar de su asociación inmediata con palabras tan vacías y manoseadas en Colombia como patria, nación o justicia. Por todo esto, Bolívar para los colombianos todavía significa mucho, a pesar de que ya no sobrevive su imagen en ningún billete ni moneda. De ahí que en la película de Jorge Alí Triana lo vemos como depositario de toda esa esperanza de un pueblo sin tierra ni pan, de un pueblo desesperado, pero tanto, que se conforma con un remedo mediático, con un pobre actor confundido y agrandado. Incluso el presidente mismo, que con el oportunismo característico del poder y la política trata de sacar provecho de ese símbolo, en el fondo también está movido por la esperanza y el idealismo. De igual manera, los medios quieren sacar tajada del símbolo, explotándolo y manipulándolo, aunque son los únicos que no abrigan esa esperanza, porque la mezquindad e inmoralidad el raiting no se los permite.

Sobre Colombia y un actor

Cuando Jorge Alí Triana dice que Bolívar soy yo no es una película sobre un actor que se vuelve loco sino sobre un país que está loco, lo que está haciendo es enfatizar su principal interés al escribir y dirigir este filme, que no es otro que el caos y la confusión de Colombia, su desgobierno y el fuego cruzado al que estamos expuestos todos los que vivimos en esta barca de locos. Ya ese caos y ese fuego cruzado lo había tratado, con más arrojo que fortuna, en su anterior película, Edipo alcalde (1996); como también había tratado en su opera prima, Tiempo de morir (1985), lo que en esencia parece ser la causa de todos nuestros males: la intolerancia, la violencia y ese odio congénito que hace parte de un pavoroso gran porcentaje de colombianos.

Pero el interés de Triana también está en la figura del actor, específicamente de ése que está siendo víctima de este loco país, de las circunstancias y de su propio idealismo y debilidad, porque se tiene también que tener un poco de ambas cosas: debilidad para sucumbir ante el pandemónium nacional y creerse un personaje histórico-televisivo, e idealismo por pensar que con ese rol que le usurpó al delirio de todos y al suyo propio, podía solucionar lo que todavía nadie ha podido siquiera definir.

Pero Hamlet Santiago Bolívar sabe que él no está loco ni delirante (aunque a veces duda de ello, lo cual lo hace todavía más lúcido), sino que ve con claridad cómo el país que lo acusa de loco delira más que él, tanto cuando juega a ser Bolívar como cuando habla como el mortal Santiago. Y es que parte de la estrategia de su “gesta libertadora” es hacerles el juego a esos que le dicen libertador y a todos aquellos que lo ven como ese símbolo que perdieron hace dos siglos. “Haciéndose el loco” se vuelve amigo el presidente, lo invitan a cumbres bolivarianas, tiene la atención de los medios y encarna ese símbolo en el que creen tanto los de la orilla izquierda del río como los de la derecha. Lo que no sabemos es dónde termina la actuación y comienza el desvarío, pero justamente nos encontramos de nuevo con esa frontera borrosa de que hablaba antes y que en buena medida es donde se origina la contundencia de este relato y sus significaciones.

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