¿Éste es el cine que se debe hacer en Colombia?
Por Oswaldo Osorio
Muchos dicen estar cansados de los mismos temas en el cine colombiano: que la violencia, que la miseria, que el narcotráfico. Hay quienes, más atrevidos, endilgan esta opinión al “público colombiano”, sin pensar mucho en lo irresponsable y peligrosa de dicha generalización. Las voces que expresan esto desearían que se contaran más historias de amor, más relatos optimistas, más películas como Soñar no cuesta nada, una historia que apenas toca de refilón la problemática colombiana y se centra en una anécdota que tiene mucho de jocosa, paradójica y grandes posibilidades de identificación con el grueso del público.
Después de inaugurarse como director con Como el gato y el ratón, una película más compleja en sus planteamientos y donde quiso referirse a esa violencia que parece tener inoculada Colombia, las intenciones de Triana con este segundo filme estaban cantadas desde la misma elección del tema: el sonado caso de la “guaca” de la guerrilla de la que se apropió un grupo de soldados hace unos años. Esas intenciones no eran otras que sacar provecho de una historia actual y de fácil promoción y aceptación. Para hacerlo, recurrió a todos los elementos propicios para este tipo de filmes: actores conocidos, una banda sonora para la radio, desnudos y escenas de cama, un poco de acción y centrarse exclusivamente en lo argumental, sin enredarse la vida y la del público en cuestionamientos de cualquier tipo.
El resultado es una película entretenida, con un guión armado con cierta habilidad para que todos esos elementos del esquema funcionen y causen los efectos deseados en el espectador, es decir, con un poco drama, otro tanto de comedia, algo más de acción y hasta unos toques de suspenso. Incluso hasta una sorpresa final, que resulta el broche perfecto para complacer al público y, de paso, no dejar duda de lo poco que interesaba a guionista (Jörg Hiller) y director en profundizar en asuntos éticos. Y es que a pesar de que el suceso daba para una larga reflexión ética y hasta jurídica, esta película prescinde de ella, así como de ahondar en la construcción de sus personajes, quienes resultan más o menos una excusa para contar la insólita anécdota.
A pesar de esta descripción un tanto desdeñosa, la película tiene el mérito de conseguir lo que se propuso, es decir, plantear un relato entretenido, con un tema atractivo y una serie de ganchos y probados esquemas para atraer y satisfacer al gran público. Esto quiere decir que sus realizadores sabían lo que querían y lo hicieron bien. Las deficiencias referidas atrás pertenecen a esa brecha que hay casi siempre entre la crítica especializada y el público que ve y busca en el cine otro tipo de experiencias.
La cuestión es que Colombia necesita este cine tanto como ese otro que, supuestamente, es el único que se hace en el país. Películas como ésta o como las que cada año hace Dago García son muy saludables para una cinematografía tan precaria pero ahora tan esperanzada como la nuestra, pues ayudan a dinamizar la actividad cinematográfica del país. Porque ése ha sido uno de los grandes males del cine nacional, la imposibilidad de un ejercicio constante de actores, realizadores y técnicos para obtener así una experiencia y un oficio que permita cada vez afinar más su trabajo. Incluso estas películas, como ocurre con la gran industria del cine, son las que en cierta medida permiten la sobrevivencia de las otras, ésas que ahora andan exorcizando los males del país a punta de imágenes e historias reflexivas, ésas que trascenderán verdaderamente en el tiempo por lo que le han aportado al desarrollo cualitativo del cine nacional.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín.