La plata para la lata
Por Oswaldo Osorio
El cine colombiano, como casi todo el latinoamericano, por lo general ha guardado buena distancia ante las formas y tendencias del cine mundial, específicamente del cine de Hollywood, que siempre tiende a uniformar tanto a realizadores como a espectadores. Esto, naturalmente, ha tenido sus implicaciones favorables y desfavorables: por un lado, es un cine que conserva una cierta identidad, la cual evita en lo posible hacer concesiones a discursos ajenos y complacientes; pero por otro lado, esa suerte de fidelidad a esa identidad y a lo que podría entenderse como libertad creativa, ha aumentado la distancia que cada vez lo separa más del público, el cual está más al día (o más alienado, eso cada quien lo juzgará) con respecto a esas formas y tendencias del cine mundial-Hollywood. Es partiendo de esta premisa, entonces, que resulta llamativa la opera prima de Raúl García, Kalibre 35 (1999), una película que, sobre todo en su aspecto formal, trae nuevas propuestas y que ha sido hecha pensando en ese público que tradicionalmente no ha sido muy tomado en cuenta. Pero también tal vez esto es lo que la hace una película llena de altibajos, pero definitivamente no cualquier película, porque tras ella se insinúa una mente inquieta ante el lenguaje cinematográfico (y audiovisual en general) y el deseo de cambiarle un poco la cara a un cine nacional ante el que hay una serie de prejuicios por parte de, precisamente, su propio público.
A Raúl García lo conocemos por dos cortometrajes, La elegía del sol perdido: El sueño (1991) y Sol nocturno (1994), los cuales no sólo se podrían inscribir en la tradición de un cine poco apreciado por el espectador común (alegorías, ningún diálogo o malas actuaciones, onirismo, puesta en escena de ideas más que de acciones, etc.), sino que también, y no sobra decirlo, han tenido un infortunado efecto de saturación sobre los espectadores que se han aprestado a ver cualquier película en las salas de Cine Colombia desde hace casi dos años. Pero Kalibre 35, salvo por una que otra coincidencia de locaciones, es una propuesta completamente distinta que niega ser la última fase de una evolución de la que harían parte estos dos cortos, más otro par titulados Palpando el tiempo y Diario de un cuento. Porque este primer largometraje de Raúl García es una película basada en una anécdota concreta (tres hombres deciden robar un banco para financiar la película que siempre han querido hacer), con personajes bien definidos y algunos bien caracterizados (que hablan y, en general, actúan convincentemente) y con unas ideas identificables que se articulan a la acción: reflexionar sobre las dificultades de hacer cine en un país como el nuestro y sobre la condición y posición del artista frente al sistema, hacer algunos apuntes sobre las lealtades y dilemas en el amor y la amistad, y juguetear con la idea romántica e inconsecuente de llevar al extremo la pasión por el cine.
La forma de las imágenes
Volviendo al planteamiento inicial, esto es, que lo más llamativo de esta película es su propuesta formal, que es lo que la hace atípica dentro del cine colombiano y probablemente con lo que el público más se identificará, lo primero que se podría decir, entonces, es que se trata de una puesta al día de las tendencias audiovisuales actuales aplicadas a una historia colombiana que, como ha venido ocurriendo con el cine de la última década, se desarrolla en un contexto urbano. Estas tendencias son, según su mismo director, quien afirmó haber estado atento a ellas, lo que se ve en Mtv, la producción mundial (Hollywood), la publicidad, las nuevas tecnologías, etc. Toda una serie de recursos que la hacen una película “muy actual” en su forma: alternancia de blanco y negro con color, sobreexposiciones, video digital y combinación de un lenguaje convencional con otro menos ortodoxo, que se caracteriza principalmente por saltos de eje, angulaciones insólitas y montaje tipo video clip. Esta propuesta logra efectivamente acoplarse a la historia que cuenta, le da el dinamismo que exige la historia y contribuye a crear esa atmósfera de rebeldía más o menos juvenil, consecuente con lo que sería una búsqueda generacional de otras alternativas frente a lo establecido.
Claro que también habría que decir que es un filme que acusa una directa influencia de un Oliver Stone y su obra, en especial de películas como The Doors (1990), JFK (1991) y U-Turn (1998), porque tantos elementos en común no pueden ser mera coincidencia. Pero en todo caso, con influencias directas o no y con la aplicación a veces gratuita y efectista de ciertos recursos formales, pero generalmente bien articulados a la historia, Kalibre 35 es una película con muy buenas intenciones ante un público que hasta ahora parecía abandonado, una película que trata de encontrar ese tan esquivo equilibrio entre el valor artístico y las posibilidades comerciales, contando una historia de cine dentro el cine y utilizando un lenguaje y unas imágenes que le aportan cierto aire novedoso en el contexto de nuestro cine, a partir de la creación y combinación de texturas, atmósferas y ritmos.
El fondo de las imágenes
[GVJ1] Por otra parte, en lo que menos convence es en su planteamiento dramático y narrativo. Desde la primera escena la idea de robar el banco para financiar la película queda planteada. La narración y el dramatismo, entonces, empiezan a apuntar hacia ese objetivo, pero la primera empieza a dar más rodeos de los necesarios preparando un clímax que ya conocemos y el segundo es entorpecido por la dispersión de las acciones que hacen parte de esa preparación (como el “viaje” de hongos, que resulta no sólo innecesario sino un lugar común, así como las puestas en escena de ese insólito guión que están escribiendo). En medio de todo esto, a manera de una no muy convincente intriga secundaria, hay un triángulo amoroso, el cual tiene en uno de sus vértices la pálida e inexpresiva actuación de Juanita Acosta. Es cierto que la historia de amor en doble vía funciona como recurso para cohesionar a los personajes y muchas de las situaciones, y sobre todo para dimensionar la ambigüedad de los sentimientos y actitudes de los dos personajes masculinos, pero es precisamente por esa importante función que cumple que debió haber sido lograda con mayor fuerza e intensidad.
Además, esta es una película concebida a partir de una paradoja, pues se trata de una historia que, a manera de parodia pero en el fondo muy en serio, condena esas exigencias que hacen los productores para hacer de una película un producto comercial (desnudos, historia de amor, acción, tiroteos, ritmo en el montaje...); pero al mismo tiempo, es con estos elementos que ella misma ha sido construida. Así que Raúl García le apuesta a elementos comerciales pero con un tratamiento diferencial, el cual, efectivamente, hace de Kalibre 35 una película diferente, especialmente en lo que hay detrás de esa acción y su anécdota, esto es, la revelación como verdadero conflicto, no la imposibilidad de un grupo de jóvenes de hacer una película, sino los dilemas morales de los personajes en relación con la idea de optar por la violencia, el crimen, la infidelidad en el amor o la deslealtad con la amistad; claro que tampoco resulta una película tan diferente como para considerarla audaz o innovadora en el planteamiento y tratamiento de su historia. De todas formas, eso sí, no es una película cualquiera. Se trata de una propuesta muy clara, decidida y bien lograda, que, como parte de esa búsqueda que todo cineasta hace, tiene muchas virtudes y otros tantos defectos que seguramente en un próximo proyecto se corregirán. Hay un nuevo siglo por delante.