El no futuro tolimense

Oswaldo Osorio

Más que una jauría, los jóvenes que protagonizan esta historia parecen uno de esos grupos de perros que tiran de un trineo, pues en lugar de estar dispuestos para lanzarse a la caza, han sido cazados y sometidos. Conservan su rabia latente y una irrefrenable pulsión de libertad, pero tanto sus carceleros como el relato los mantienen confinados por sus propios intereses, los primeros para acondicionar una finca de recreo y el segundo para dar cuenta de unas dinámicas de violencia, marginalidad, corrupción y desesperanza social y existencial.

Esta ópera prima tiene un gran problema para quienes han visto los dos cortometrajes previos de este director: El Edén (2016) y Damiana (2017). Y es que, conociendo los cortos, el largo no sorprende, incluso le hacen spoilers y hasta compiten con él en la complejidad y hondura de su premisa. La Jauría es la combinación de las circunstancias y personajes de Damiana con la locación y un hecho crucial de El Edén. Es cierto que en el cine de autor los vasos comunicantes entre sus obras y la reiteración de temas, personajes y universos es algo común, pero tal vez en este caso resultó contraproducente, al menos para las expectativas de aquel espectador que esperaba esa gran película ganadora del Premio a la Semana de la Crítica en Cannes.

Hecha esta significativa salvedad, hay muchos elementos adicionales que el largometraje propone. Se trata de la historia de Eliú, quien se encuentra en una especie de centro de reclusión para su resocialización luego de asesinar a un hombre. Cuando llega a aquel centro el Mono, el otro joven con quien cometió el crimen, el ambiente en el lugar se torna inestable y enrarecido, incluso amenazante.

Este ambiente es tal vez la principal virtud del filme, pues el recién llegado aumenta la sensación de zozobra del lugar, que ya de por sí se mostraba adverso y anómalo. Empezando por esa suerte de filosofía de reaconductamiento que les aplican mientras los someten a trabajos forzados. También el calor intenso, el tupido sonido la naturaleza, las precarias condiciones de vida, los mantras de una terapia inútil y la permanente coacción carcelaria. Todo se conjura para hacer de este universo un lugar inquietante para el espectador e insoportable para estos jóvenes. La tensión se siente a cada minuto, con cada diálogo y la presión es latente, por lo que en cualquier momento se espera el estallido.

En medio de todo esto, el relato despliega una radiografía de distintos aspectos nada halagüeños, empezando por la condición marginal de sus protagonistas, producto de sus precarias circunstancias sociales y la falta de oportunidades, así como por las subsecuentes malas decisiones que los llevaron a este abismo. Igualmente, la construcción de estos personajes sugiere una ambigua mentalidad entre un espíritu de supervivencia y de derrota, la cual está cruzada por sentimientos primarios como la venganza o la violencia. Incluso la historia proyecta, con descarnada claridad por vía del hermano menor, la cíclica renovación de esa generación de marginales y desadaptados. Es la versión tolimense del no futuro.

Otro asunto radiografiado en el relato es la corrupción en estos centros de detención y la condición de usar y tirar de quienes permanecen recluidos en ellos; de la misma forma, está esa violencia normalizada en todas las instancias del contexto nacional. Todo se quiere resolver con la supresión del otro y, la más de las veces, impunemente. Aunque llama la atención que esta violencia, que hace parte de la cruenta realidad del país, esté aquí cruzada por un componente no realista, por un guiño sobrenatural, lo cual, valga aclarar, no es una propiedad exclusiva de esta película, sino que muchos otros títulos del cine colombiano cuentan con esta combinación, como Todos tus muertos, Retratos en un mar de mentiras o Los reyes del mundo.

Se trata, sin duda, de una obra con una fuerza y un universo muy singulares, aunque hable de aspectos recurrentes del cine colombiano de autor: violencia, marginalidad y jóvenes sin futuro. Lo único que se resiente en ella es que, a pesar de todos esos asuntos referidos en este texto, la premisa, encarnada en el protagonista, parece reducida a la mera supervivencia: respirar, mimetizarse, aguantar y escapar. Y es que no necesariamente se pueda decir que la mirada de largo aliento contribuye a la construcción de unos personajes más complejos, de hecho, hay algunos muy esquemáticos, el Mono, por ejemplo.

Tal vez estoy siendo muy exigente con ella, pero de nuevo aplico el criterio de comparación con sus cortos, sobre todo con El Edén, en el que en solo quince minutos unos personajes similares terminan siendo más complejos éticamente y el relato más contundente hablando de la violencia y del contexto social.

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