Una ciudad para irse y volver

Oswaldo Osorio

El punk no ha muerto, se ha transformado, como la materia. En esta impetuosa y a la vez sensible película se puede ver esa transformación, la cual está reflejada en los desplazamientos que este movimiento musical ha hecho por otros espacios de la ciudad y en unas nuevas generaciones que igualmente están inconformes, pero con un espíritu libertario que cambia su actitud, especialmente ante la vida, sus congéneres y el futuro.

Con un relato rebosante de espíritu juvenil, los protagonistas viven y respiran la ciudad. No obstante, están hartos de ella, por eso quieren renovar sus horizontes y experiencias. De esta situación se desprende su argumento, por demás muy simple aunque de probada eficacia: un grupo de jóvenes preparan un viaje y en medio de esto crean y fortalecen sus relaciones sociales y personales. Es cierto que se trata de una situación recurrente en el cine generacional, pero lo que siempre hace la diferencia es la mirada y el universo propios que crea cada película, y esta definitivamente los tiene.

En este sentido, es inevitable relacionar una película de Medellín que tiene alma de punk con la emblemática Rodrigo D: No futuro, de Víctor Gaviria. Pero más que establecer innecesarias comparaciones entre ellas, porque hablan de dos ciudades diferentes y con treinta años de distancia (la de Gaviria se rodó en 1986), dicha conexión resulta más elocuente si se reflexiona acerca de sus protagonistas, la relación que tienen con la ciudad, con la música y su actitud frente a la vida.

Los jóvenes de Los nadie tienen más oportunidades y el mundo se les ha abierto. Ya las montañas circundantes y mucho menos las fronteras de un barrio son límites infranqueables. Necesariamente hay una sombra de frustración, frente al sistema del mundo adulto y a la ciudad misma, pero esto convive con un optimismo hasta empalagoso que se manifiesta principalmente en la conexión entre estos jóvenes y desde el cual hasta el propio punk ya está revestido de otras connotaciones. Porque si bien el punk continúa siendo un potente vehículo de rebeldía e inconformismo, también es un medio de camaradería y socialización.

Narrativamente la película ofrece una sólida estructura que sabe distribuir sus distintas líneas dramáticas, mediante las cuales los protagonistas preparan el viaje y construyen sus relaciones. Hay también una equilibrada eficacia narrativa entre el ritmo propio de la variedad de personajes (adosado con la música) y la naturalidad e intimismo que logra en las escenas de corte cotidiano. Y todo esto en ese gran marco de la ciudad de Medellín como protagonista, con su paisaje empinado y abigarrado, su dinamismo replicado por  la energía de estos jóvenes y hasta su look en blanco y negro, que no permite distraerse de lo importante: lo que estos muchachos sienten y buscan, así como sus  ganas de partir hacia la aventura.

Es una ciudad que, al final, solo les ofrece dos opciones: abandonarla para recargar fuerzas y volver o sucumbir a esa violencia que sigue allí, más soterrada, pero no menos amenazante. Un final y una ciudad que resultan contundentes, así como lo es toda la película, una pieza inteligente, entrañable y llena de fuerza expresiva, tanto en sus personajes como en sus imágenes.

 

Publicado el 18 de septiembre de 2016 en el periódico El Colombiano de Medellín. 

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