Por Oswaldo Osorio
En este país la política siempre ha sido mucha y el cine, en cambio, muy poco, y la relación entre una y otro es todavía más mínima. Aunque el cine desde muy temprano se convirtió en un fenómeno de masas y, por tanto, en un efectivo transmisor de ideologías, en Colombia tuvo que pasar más de medio siglo para que nuestra realidad asomara a las pantallas y otro poco más para que esa realidad fuera motivo de reflexión y fuera confrontada con ideas y con la dinámica del poder. Pero como donde hay ninfas nunca faltan los sátiros, también hicieron su presencia otros factores como la censura, los radicalismos y los condicionamientos de un público con escasa educación y aún menos conciencia política. Desde entonces el cine colombiano ha sido hecho por unos realizadores reblandecidos ante los temas políticos, otros que llanamente los evitan y algunos más que obstinadamente han arado en el mar de la censura.
Es apenas a finales de los cincuenta, como anunciando esa agitada década que daría vuelta a todo (al menos momentáneamente), cuando se empiezan a hacer películas que tocan el tema político, aunque casi siempre lo hacen desde el punto de vista de lo social. Esto ha ocurrido mucho desde entonces en el cine colombiano. Por eso habría que aclarar que en el cine social son fundamentales conceptos como los de grupo, colectividad y valores sociales, es un cine que hace referencia a una realidad más concreta, la de la gente, sus posibilidades y su situación; el cine político, en cambio, alude un objeto más abstracto: los juegos del poder y la lucha entre el poder y la sociedad. El cine social casi siempre es de crítica y está a un paso de la crítica política, dice García Escudero[1]. Pero cuando el cine social trasciende la descripción o recreación de esa realidad y comienza a plantear soluciones, ya se convierte en cine político.
Este paso de la crítica social a la crítica política se dio apenas a finales de la década del sesenta. Una definición de enciclopedia dice que el cine político, para que sea tal, debe servir como vehículo consciente a una ideología que proclame abiertamente su nombre.[2] En esa medida, sólo algunos cortometrajes de finales de esa década se podrían considerar estrictamente políticos. Pero fue más frecuente encontrar filmes que trataran temas políticos sin que éstos fueran el centro de atención, sino que fungían como telón de fondo o leitmotiv de los relatos.
Poco menos de una década (partiendo de 1967) duró esta preeminencia de lo político y lo social en el cine colombiano, porque de la misma forma como las hordas de militantes y revolucionarios que fueron inspirados por la revolución cubana y mayo del 68, paulatinamente se fueron acomodando como respetables burgueses, el cine político y social colombiano, después de la segunda mitad de la década del setenta, quiso conciliarse un poco con la industria y buscó fórmulas para atraer al público sin renunciar del todo a su compromiso.
FOCINE, el mayor censor
Los ochentas se mostraron prometedores para el cine colombiano, porque se acababa de crear en el país la empresa de fomento cinematográfico estatal más generosa de toda Latinoamérica. FOCINE disparó la producción nacional de largometrajes a un nivel todavía no superado. Muchos cineastas fueron respaldados por este nuevo bienhechor estatal para hacer su película y, con ello, creían recibir también la tranquilidad de que podían gozar de plena libertad y de la posibilidad de acceder a un circuito comercial de exhibición. Esto ocurrió, claro, pero ocurrió con películas sin trascendencia como La virgen y el fotógrafo (Luis Alfredo Sánchez, 1981) o con otras que apelaban al cine de género, como Pura sangre (Luis Ospina, 1982). Pero cuando se trató de un cine que involucraba cuestiones políticas o sociales, la censura desde adentro del mismo FOCINE, por presión externa o iniciativa propia, asestaba el golpe de gracia, sin importar que fuera la misma institución la que meses antes había aprobado y premiado el guión de la película en cuestión.
Tal vez el más perjudicado con este proceder de FOCINE ha sido el director chileno Dunav Kuzmanich. Su cine, sin ser político en el sentido estricto del término, tiene una sensibilidad para con nuestras realidades y conflictos que muchos colombianos jamás tendrán. Su película Canaguaro (1981), que tiene como tema la Violencia, es considerada por muchos como la película más lograda del cine político en Colombia. Tal vez por eso, apenas a su tercera semana de exhibición, y a pesar de la buena acogida que estaba teniendo, fue precipitadamente retirada de las salas.
Esta película no tiene nada que ver con FOCINE, pero fueron esas mismas personas que la silenciaron quienes presionaron a la entidad estatal, sistemáticamente, para que las siguientes cuatro películas de Kuzmanich fueran censuradas o retenidas en sus laberintos burocráticos, muy a pesar de que todas habían pasado por la aprobación de un comité y luego fueron producidas por la misma entidad: La agonía del difunto (1981), sobre la tenencia de tierras en el país; Ajuste de cuentas (1983), sobre los nexos de la mafia con la política, que luego fueron negados con indignación por los funcionarios a la hora de justificar su veto; El día de las mercedes (1985), también sobre la Violencia y retenida en FOCINE por presión de un general; y Mariposas S.A. (1986), la más “inofensiva” de todas, pero a un cierto cardenal de Medellín no le gustó que se hiciera una misa en una iglesia adornada con esculturas de santos realizadas por Botero y oficiada por Bebé (no vestido de payaso, por supuesto, sino de sacerdote). No se sabe qué es más sorprendente del “Caso Kuzmanich”, si su obstinación en hacer películas, sin importar las murallas contra las que se iba a estrellar, o la manera como le ha pagado este país su significativo aporte al cine colombiano.
Después de ver este mal clima ante propuestas que confrontaban nuestra realidad, los responsables de la nutrida producción del periodo FOCINE (seis películas anuales en promedio), evitaron a toda costa comprometerse con temas “delicados” o susceptibles de censura. Cóndores no entierran todos los días (Francisco Norden, 1984), por la resonancia internacional y el favor de la crítica que obtuvo, se levanta en el panorama de los ochentas como la obra más acabada y la mejor película política del cine colombiano. Lo primero es cierto si se nivela por lo bajo, es decir, en relación con la media de las películas nacionales; pero en cuanto al segundo aspecto, el filme tiene sólo una relevancia histórica, pues no confronta la política colombiana ni a ese cáncer bicéfalo que son sus partidos políticos, sino que su crítica y denuncia es contra una época lejana y contra un hombre, León María Lozano, el “cóndor”, a quien dibuja como el clásico villano, el único responsable de las atrocidades de que da cuenta todo el filme.
Algunos otros directores que abordaron temas o situaciones políticas, como Sergio Cabrera con Técnicas de Duelo (1988) o Camila Loboguerrero con María Cano ( 1989), también tenían interiorizada la lección, entre pragmática y cobarde, de no nombrar lo innombrable en este país de ignominias y corrupción. Esto parece corroborado por sus propias palabras cuando Cabrera, a propósito de su película, dice: “Hay cierto manejo político pero nos cuidamos mucho porque nunca quise hacer un panfleto.”[3]; así como cuando Loboguerrero, refiriéndose a la suya, afirmaba: “Habría que decir que la película se realiza dos años antes de toda la apertura del comunismo en Europa Oriental y quizás, por esto, se le ve tímida en ciertos aspectos donde debería ser más fuerte o presentar criterios ideológicos.” [4]
Saldo rojo
En la última década del siglo, de casi una treintena de películas, escasamente tres abordan directamente un tema político. Cabrera repite con Golpe de estadio (1998), pero es como si no lo hubiera hecho, porque esta película es una completa farsa, no como género, sino como un filme que pretende decir algo de la situación del país, su ligereza y chabacanería desvirtúan lo que de crítica pueda tener. Y es que parece que este director no es muy eficiente con eso de la política, porque cuando fue representante de la Cámara, resultó ser uno de los más ausentistas de esos “padres de la patria” por quienes no sentimos ningún orgullo. Otra película es Edipo alcalde (Jorge Alí Triana, 1996), un filme que sí trata de tomar al toro por los cuernos y ensaya una mirada atenta a la compleja situación del país, aunque la hace más compleja, y hasta trivial, al quererla articular a la célebre tragedia de Sófocles. La tercera película es La toma de la embajada (2000), de Ciro Durán, que resulta ser más una película con un tema político que una película política en sí. El director casi se limitó a recrear el hecho (con buen pulso eso sí) pero planteó poco y no propuso casi nada en términos políticos. De todas formas no se puede negar que la película plantea muchos elementos con los que se podría hacer una buena reflexión política.
El último capítulo de esta historia se llama Bolívar soy yo (2002), de Jorge Alí Triana, un relato original y atractivo que reflexiona acerca de la compleja realidad política del país, ya a través de la crítica, la parodia o la ficción. Es una aguda denuncia, en clave de metáfora, sobre los estados de demencia a los que ha llegado este país que está bajo el fuego cruzado y, además, una de las películas más logradas de la historia reciente del cine nacional.
De todas formas, salvo el obligado periodo de agitación de finales de los sesenta, el balance del cine político en Colombia no es muy positivo. La censura y el miedo a ella por parte de los realizadores son los principales responsables de este saldo en rojo; también lo es el público, que tiene cédula de ciudadanía de un país con una educación política prácticamente nula. Sobre todo porque Colombia no es un país de políticas o de ideologías sino de violencia. Izquierda o derecha no le dice nada a la gente. En cambio sí le dice guerrilla o paramilitares o gobierno, que casi siempre significan lo mismo: violencia, injusticia y autoritarismo. Las nuevas generaciones también carecen de esa educación política y, encima de todo, buena parte tiende a ser apolítica, y eso también cuenta para los realizadores, pues ninguna película de un director menor de cincuenta años, en las últimas dos décadas, es política o se acerca siquiera al tema. Casi todos ya hacen “cine urbano”, que se ocupa de otras cosas, y que, si acaso, de vez en cuando se refiere a lo que es “políticamente correcto o incorrecto”, que nunca será lo mismo.