Oswaldo Osorio
El cine nacional este año retomó la progresión que traía antes de la pandemia. En términos cuantitativos, en lo que venía aumentando el número anual de estrenos en salas, para este año superó el medio centenar. Esa es una buena noticia, la cual, no obstante, también se traduce en otros aprietos más para nuestra cinematografía, representados en el cuello de botella de la exhibición y en el no menos problemático factor de la lánguida cinefilia de los compatriotas para con el cine criollo.
Cualitativamente, es otra película, pues el buen nivel y la heterogeneidad siguen destacándose. Hay unas obras de una madurez sorprendente y con proyección internacional, también cine comercial al que le sonríe la taquilla, unas discretas joyas que –lamentablemente– siempre pasan desapercibidas, algunas rarezas y peculiaridades fílmicas, unas cuantas coproducciones, y mucho, mucho documental. El lejano fantasma de la precaria factura en imagen y sonido ha sido exorcizado hace mucho, el torpe imaginario de que el cine nacional solo habla de violencia se desvanece cada vez más, y el medio audiovisual –que no es tanto una industria como tal– sigue en un saludable dinamismo, alimentado por el cine, pero también por la realización de series asociadas con la producción internacional para la televisión y las plataformas.
Empezando por las películas que están en la marquesina del cine más propositivo, de autor y premiado en festivales internacionales, están Entre la niebla (Augusto Sandino), La jauría (Andrés Ramírez Pulido), Los reyes del mundo (Laura Mora) y La roya (Juan Sebastián Mesa). Todas –lo cual no puede ser casual– hablan de jóvenes y su manera de enfrentar un mundo adverso o complejo, y también las cuatro son obras tan individuales como el mejor cine que explora las posibilidades del lenguaje, la poética visual y las ideas complejas desarrolladas en universos únicos y cargados de sentido. Impresiona en ellas el contraste de la juventud de sus directores frente a la madurez y solidez de sus propuestas. Es cine estimulante, del que trasciende en el tiempo y que, sin duda, quedará como referente para un cine futuro.
De otro lado, llama la atención que haya disminuido la producción de un tipo de películas muy presente en la cartelera y que siempre jalona las cifras del cine nacional, y son las comedias populistas, generalmente asociadas a las fórmulas televisivas y a sus figuras y comediantes. Apenas se hicieron cinco (hay años en que se ha producido el doble) y destacan entre ellas, por supuesto, la de Dago, El último hombre sobre la tierra, dirigida por Juan Camilo Pinzón, y Un parcero en Nueva York, la de Trompetero, quien suele hacer alguna diferencia en este cine casi siempre esquemático y olvidable.
Ahora, las que he llamado discretas joyas, son un grupo de películas que tienen el mismo espíritu y vocación de las primeras, solo que, por distintas razones, especialmente presupuestales o de menor reconocimiento de sus autores, o incluso suerte, no alcanzaron a estar en los titulares, el voz a voz o los festivales de mayor prestigio. Algunas de ellas pueden adolecer de imperfecciones, o incluso se evidencia de alguna forma lo novel de sus directores, pero finalmente resultan siendo muestras de entereza y honestidad cinematográficas, películas con una fuerza o encanto particular, cada una a su manera. Y lo mejor, es que la lista no es corta: Salvador (César Heredia), Una madre (Diógenes Cuevas), El árbol rojo (Joan Gómez Endará), La ciudad de las fieras (Henry Rincón), Rebelión (José Luis Rugeles), El alma quiere volar (Diana Montenegro), La frontera (David David) y Fósforos mojados (Sebastián Duque).
Por último, está esa importante veta del documental, que aumenta en cantidad y riqueza cinematográfica cada año. La gran diferencia también la hace es que son películas estrenadas en la cartelera nacional, algo que hace una década era muy inusual y menos en tal cantidad, pues este año fueron veintiocho, es decir, un poco más que las ficciones. Aunque, claro, es menester decir que la mayoría ven ese estreno en el circuito alternativo y, algunos, apenas con unas cuantas funciones. Los hay de todo tipo en cuanto a su calidad, pero es necesario destacar a Clara (Aseneth Suárez), El film justifica los medios (Juan Jacobo del Castillo), En tránsito (Liliana Hurtado y Mauricio Vergara), Amor rebelde (Alejandro Bernal), Cicatrices en la tierra (Gustavo Fernández), Cantos que inundan el río (Germán Arango), Entre fuego y agua (Viviana Gómez), Nocaut (José Varón) y Si Dios fuera mujer (Angélica Cervera).
Con toda esa cantidad de documentales y lo disímiles que pueden ser entre ellos, de todas formas, es posible identificar unos motivos o narrativas en las cuales fácilmente pueden agruparse. Identifico cuatro. Imperativamente, hay que empezar por aquellos que tienen que ver con el conflicto, porque resultan los más significativos por su tema y suelen ser tratados con un mayor compromiso cinematográfico y en su contenido; de otro lado, está esa –ya obligada en los últimos años– línea del documental autorreferencial; así mismo, el arte, empezando por el mismo cine, inspiró un buen puñado de historias; y por último, habría un gran grupo que se ocupa de personajes, anónimos todos ellos, pero cuyas circunstancias tienen un sentido universal.
Comparada con otras cinematografías, la colombiana puede parecer aún precaria y en formación, pero mirando en retrospectiva, podemos decir que hoy tenemos cine colombiano, y es tanto, que solo un cinéfilo interesado en él logra ver todo lo que se produce en un año, lo cual es una experiencia que, considerada en su conjunto, deja un buen sabor, la convicción de que hay autores de valía y con una gran futuro, algunos títulos memorables y la certeza de que el cine ahora es una de las mejores formas de reflexionar y entender a este país.