La edición (impresa) 111 de la revista Kinetoscopio, está dedicada al cine colombiano reciente. Con artículos de fondo y críticas de algunas de las más destacadas películas de los últimos tres años, la revista reflexiona sobre un cine que se encuentra en el mejor momento de su historia. El presente texto hace parte de esta edición.

ES;">Oswaldo Osorio

Actualmente no se pueden hacer juicios categóricos acerca del cine colombiano, su heterogeneidad en términos de propuestas de producción y diversidad temática no lo permiten. Por esta razón,  también es muy difícil definir la cinematografía nacional como un todo o una unidad, a lo sumo es posible hablar de unas constantes y tendencias, las cuales apenas coinciden parcialmente con lo que el imaginario colectivo piensa que es el cine del país, porque solo hay una verdad categórica en este tema: el público colombiano no conoce realmente el cine nacional. Conocerlo bien, y esto solo se refiere al menos a ver la mayoría de películas estrenadas, ni siquiera alcanza a ser cosa de cinéfilos o público afín, como estudiantes de audiovisuales o universitarios en general, por ejemplo; eso parece más bien un asunto restringido a iniciados. 

A mediados de la primera década de este siglo casi todo el mundo estaba convencido de que el cine colombiano estaba suturado de películas relacionadas con el conflicto y el narcotráfico. Era una impresión equivocada y que fácilmente podía ser refutada por las estadísticas, pues tenía asiento en ese desconocimiento del público y en la presencia constante, eso sí, de estas temáticas en la televisión. Esa idea se ha acomodado en todos esos espectadores analfabetas de nuestro cine y en los últimos años se ha convertido en una falacia mayor,  pues ha sido evidente el distanciamiento que de la conflictiva realidad del país ha tomado el grueso de las más de sesenta películas estrenadas en los últimos tres años.

Podría pensarse que es una timorata reacción ante ese infundado hastío del público. Por eso, ahora esas películas, si acaso, son una cuarta parte de la producción nacional. No obstante, sigue siendo el cine más interesante en sus propuestas cinematográficas, incluso todavía falta mucho para que se torne repetitivo, lo cual solo evidencia que el tema no solo no está agotado, sino que hay aspectos que no se han abordado nunca o apenas muy poco, el paramilitarismo, por ejemplo, o la vida al interior de la guerrilla, o la corrupción política, o las llamadas bacrim (bandas criminales).    

Contrario a esto, resulta significativo el número de películas que se van a las antípodas, esto es, hacia la comedia populista y los temas ligeros. Si bien es un cine necesario en cualquier cinematografía, suma casi un tercio de la producción, y con el agravante de que muchas de estas películas tienen una construcción y una concepción visual más televisivas que cinematográficas. Entonces es como decir que el público a lo que está respondiendo más -porque también es el segmento con mayor taquilla- es a la posibilidad de ver televisión en las salas de cine.

Adicionalmente, son las películas que están inflando las estadísticas y, aunque la asistencia al cine colombiano sigue siendo en un porcentaje bajo en la taquilla general (alrededor de un cinco por ciento), realmente los espectadores colombianos no están viendo tanto el cine de mayor valía y el más significativo, tampoco el cine del conflicto o el premiado en festivales, sino estos productos de consumo que están más cerca de la televisión y que son de usar y tirar. Esto parece una verdad obvia, pero lo que se reclama aquí es, no tanto que el público asista más al cine comercial, lo cual es apenas natural, sino que sean tan invisibles aquellas películas que son más relevantes, una situación de la que solo se salvan algunas con galardones de cierto prestigio, lo cual no necesariamente significa un éxito en la respuesta del público.

Colombia independiente

Pero tampoco hay que caer en la falacia contraria, la de creer que el cine colombiano ahora se ha reinventado y renacido, y que está definido por los estándares del "cine independiente". Hay que aclarar, primero, que casi todo el cine nacional es independiente, salvo aquellos directores o proyectos que Dago García o algunas otras productoras contratan para hacer un producto pensado para el gran consumo, buena parte de las producciones del  país son autogestionadas y/o apoyadas por el FDC u otros fondos internaciones, los cuales nunca intervienen en la concepción ni el resultado final de una obra. Otra cosa es que, desde el criterio de selección, prefieran cierto tipo de propuestas e incluso induzcan a la formación de unas tendencias.

El entusiasmo de la prensa por la participación de tres filmes colombianos (El abrazo de la serpiente, Ciro Guerra; La tierra y la sombra, César Acevedo; Alias María, José Luis Rugeles) en algunas de las secciones del Festival de Cine de Cannes, así como los galardones obtenidos, visibilizó un poco más la existencia de este tipo de producciones en el país, películas en las que se puede prefigurar a un autor detrás de ellas o buscan ser una manifestación con riqueza cinematográfica e interesada en asuntos como la identidad, el compromiso social, la expresión personal o la reflexión humanista. Películas en alguna de estas vías hay muchas en el país, son las que pervivirán en el tiempo, las referencias obligadas para los nuevos cineastas, pero también las más desconocidas.

El cine colombiano, entonces, oscila entre estas dos tendencias, separadas por su sistema de producción, las intenciones para con la expresión cinematográfica y la acogida del público. En medio, puede haber una serie de películas que consiguen un equilibrio entre esa expresión y el beneplácito del público, lo cual es logrado con mayor facilidad por el cine de género, especialmente el thiller, así se puede constatar en filmes como Roa (Andrés Baiz, 2013) o Amores peligrosos (Antonio Dorado, 2013).

Estas dos vertientes en general coinciden con las principales tendencias que identifica Pedro Adrian Zuluaga en el cine nacional: por un lado, la comedia que prefigura a  "ese país que ríe"; y por el otro, el cine social y realista. Unas antípodas que solo un Felipe Aljure ha sabido conciliar. Son las dos caras de la moneda de la identidad nacional vista por su cine. Porque en últimas, esa identidad parece ser uno de los pivotes sobre los que gira y observa el cine colombiano, independientemente de que el país que quieren representar sea del talante realista de Estrella del sur (Gabriel González, 2013), Los hongos (Óscar Ruiz Navia, 2014) o Ella (Libia Stela Gómez, 2015); o tal vez pasado por los reduccionismos y los distorsionados imaginarios que manejan muchas comedias, como El paseo 3 (Juan Camilo Pinzón, 2013), Uno al año no hace daño (Juan Camilo Pinzón, 2014) o El cartel de la papa (Jaime Escallón, 2015); o las esferas cotidianas e intimistas de filmes como Crónica del fin del mundo (Mauricio Cuervo, 2014) o Gente de bien (Franco Lolli, 2015); aunque también está la posibilidad de deformar o transformar esa identidad con fines poéticos o estéticos, como sucede en El faro (Pacho Bottía, 2014), Mambo Cool (Chris Gude, 2015) o Ruido Rosa (Roberto Flores, 2015).

La contraparte de esa mirada a la identidad está en las coproducciones, que son, en términos generales, películas de buen nivel, algunas de ellas realmente valiosas en lo cinematográfico, pero que de colombianas solo tienen su participación en la producción, por lo que en la mayoría de ellas el componente nacional que se ve en pantalla es apenas un actor casi siempre haciendo de secundario, así sucede en Pescador (Sebastían Cordero, 2013), Deshora (Bárbara Sarasola Day, 214) y Los climas (Enrica Pérez, 2014). Hay otras que se desarrollan en suelo nacional y con temas colombianos, pero con la mirada de un director extranjero y pensada para un público más amplio que estas fronteras, con lo que se pierde un poco de esa identidad y color local: Crimen con vista al mar (Gerardo Herrero, 2013), Ciudad delirio (Chus Gutiérrez, 2014). No obstante, lo importante de este ítem es que las coproducciones han contribuido a dinamizar la industria nacional y permiten la entrada de películas que son más de allá que de aquí, pero que de otra forma no se podrían ver en la cartelera del país.  

 El público como escollo

Pero retomando el tema desde la producción y la industria, se puede decir que, sin duda, el cine colombiano pasa por el mejor momento de su historia. Tras poco más de una década operando la ley de cine, es posible ver cómo se ha dinamizado la cinematografía nacional de manera progresiva y en casi todos los aspectos: la cantidad de producciones, un mayor -aunque no el ideal- respaldo del público, el nivel de las películas, su participación y triunfos en festivales de categoría, la diversidad de propuestas y una mayor -aunque limitada en el tiempo- presencia en la cartelera nacional.

El punto en que se encuentra actualmente el cine colombiano es tan bueno, que hay el riesgo de que se convierta en una burbuja que en cualquier momento va a explotar, con todo lo que esto implica. Pensando que tal vez no haya una sino varias burbujas, se puede decir que la de la exhibición, si ya no reventó, está a punto de hacerlo o simplemente evidencia señales de porosidad. Mientras al Festival de Cine de Cartagena llegan más de sesenta películas listas para iniciar su ciclo de exhibición, la cartelera apenas si puede estrenar menos de treinta, eso en una cifra histórica y dejando las películas, muchas veces aun teniendo buena asistencia, apenas una semana en la marquesina. Es improbable que aumente mucho más ese promedio de dos películas colombianas al mes en la cartelera. ¿Qué será entonces de todos esos títulos que no alcanzan las salas de cine? ¿Tendrán que buscar otros circuitos de exhibición? ¿Cuáles son esos circuitos?

Otra burbuja puede ser la de los festivales, que si bien la constante posición de los directores es decir que no conciben sus proyectos pensando en estos, es innegable que las tendencias que ellos imponen terminan filtrándose en los procesos de creación. El cine reciente ha dejado el listón muy alto en ese sentido, por eso el sueño de un director ya no es terminar su película sino llegar a Cannes. Pero además, los festivales y las convocatorias, sobre todo los festivales europeos, ya tienen definida una agenda estética y temática para los cines de América Latina y regiones similares, una agenda donde el conflicto, la marginalidad y, en menor medida, el exotismo, son los parámetros que predominan en su curaduría.

Y así, se podrían seguir enumerando las ventajas y desventajas de un momento sin igual de la cinematografía colombiana, el cual debe verse, más que como una simple bonanza, como el resultado de un esfuerzo y planificación de los distintos agentes del cine nacional. Pero este momento tiene un gran escollo que determina otros procesos: el público. A pesar de que esos esfuerzos también han ido encauzados hacia la formación de públicos, esa es una tarea más compleja y de muy lentos efectos. De todas formas, no hay que olvidar que no es solo un problema de Colombia, pues lo padecen hasta los países europeos, y más ahora en la era de la imagen digital, que ha permitido a la gran industria del cine imponerse con mayor eficacia sobre cinematografías nacionales o alternativas, como el cine colombiano, que por más que hable de identidad, los espectadores del país tienen mayor empatía con los héroes del cine de Hollywood.             

Publicado en la revista Kinetoscopio de Medellín, No. 111, de noviembre de 2015. 

 

 

 

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