Por Naief Yehya

Irigoyen aparecía y desaparecía cuando le daba la gana. Sólo me llamaba cuando necesitaba algo. Nunca me invitó a su casa. Había sido compañero mío de la facultad y ambos éramos evidencias de que la universidad sí ofrecía movilidad social. Él había llegado exiliado a México sin un peso y se había hecho rico, yo venía de una familia medianamente acomodada y desde que terminé la carrera no había ganado nunca más del salario mínimo. Le comenté a mi esposa de la nueva oportunidad de trabajo que se me acababa de presentar.

Años atrás Irigoyen me invitó a ayudarlo en un negocio de bienes raíces. Compró a mi nombre unos terrenos localizados sobre minas de arena abandonadas, luego se los revendió a un amigo suyo que trabajaba en la secretaría de pesca. Me dio un puñado de billetes y no volví a saber de él hasta que me llamó para prevenirme de que habían apresado a su amigo y que lo mejor para mí era esconderme por un tiempo.

Vivimos durante un año en casa de mis suegros. Aunque nunca me fueron a buscar hasta la fecha todavía me escondo en el clóset cada vez que alguien toca a la puerta de la casa. Nunca le conté nada a mi esposa.

Al día siguiente me encontré en un Sanborns con Irigoyen. Él ya me estaba esperando.

Detuvo su narración, se le llenaron los ojos de lágrimas. Miró al techo, se limpió los ojos rápidamente y se puso a leer otra vez su periódico. Yo me quedé esperando a que terminara de contarme o a que llegara el desayuno que él me había pedido. Pasaron varios minutos y no sucedió nada.

Mi desayuno nunca llegó.

Al día siguiente fuimos al aeropuerto a recibir a quien sería la estrella de la última película de Irigoyen. De pronto se apareció frente a nosotros un maletero empujando una silla de ruedas en la que viajaba un hombre sin piernas ni brazos. Yo me hice a un lado pensando que querían pasar pero Irigoyen se tiró de rodillas frente a la silla y abrazó al tripulante.

Camino a casa no podía hacer otra cosa que pensar en cómo le haría para llevar al Comandante al baño. La estrella casi no hablaba y cuando lo hacía era casi siempre en monosílabos, los cuales parecían producirle una gran molestia.

No quise saber más. Lo llevé a la sala donde le había preparado el sofá cama. Como mi esposa no quiso abrirme la puerta de la habitación tuve que dormir en el tapete de la sala. La siguiente noche los tres estábamos acampando en algún lugar cerca de Real de Catorce. Una tarde Irigoyen me comentó que ya estaba elaborando un borrador del guión.

Pasó una semana y se acabaron los escasos víveres que trajo el director. Pero Irigoyen no tenía la menor intención de regresar sin un guión terminado.

Gasté mi dinero y los siguientes días comimos espagueti con mantequilla y sal en el desayuno, comida y cena. No hablábamos más de lo estrictamente necesario. El ambiente tenía un aire monástico que me hacía pensar que en realidad estábamos haciendo algo importante ahí. Desgraciadamente cada vez que hablaba con Irigoyen esa impresión cambiaba.

Al día siguiente ya estaba pensando en hacer un western y al otro una película de horror o una nueva versión de Martín Fierro.

Cuando se me terminó el dinero comencé a robarle latas a una familia que acampaba a un par de kilómetros de nosotros. El día en que fui a robarles y no los encontré, decidí por primera vez interrumpir uno de los ensayos.

Se estuvieron insultando un rato hasta que el Comandante le escupió el rostro a Irigoyen. A la mañana siguiente el director aceptó que teníamos algo de razón en nuestras demandas. Dijo que entendía nuestra angustia pero que finalmente se le había ocurrido una idea digna de su última película.

Discutimos largo rato. Finalmente me convenció de volver, me aseguró que la comedia que tenía pensada no sólo sería artística y de vanguardia sino que además también sería taquillera. Además me juró que iríamos a comer algo decente en cuanto arreglara la situación con el Tuco. Pero al llegar a nuestro modesto campamento no encontramos a nadie. El Comandante se había ido.

La silla de ruedas seguía ahí, así que supusimos que no habría llegado muy lejos. Nos repartimos la zona para buscarlo. A eso del medio día encontré a Irigoyen agotado y hambriento. No habíamos tenido suerte, ni siquiera habíamos encontrado huellas.

No respondí. Lo seguimos buscando hasta eso de las cinco de la tarde. Pero estábamos hambrientos y cansados. Finalmente Irigoyen dijo que era mejor irnos. Mientras manejaba de regreso a la ciudad me dijo.

-Ahora sí estoy seguro de que va mi última película. Tratará acerca de la desaparición del Comandante. Va a haber misticismo, aventura, tragedia y por supuesto filosofía. Se llamará El crisol del olvido. A los franceses les va a encantar la idea.

Era tarde, yo estaba muy cansado y tenía mucha hambre. Él siguió describiendo su proyecto pero no oí más. Me quedé dormido y en mis sueños el Tuquito volaba en las garras de un águila en camino a un nido lleno de polluelos con los ojos cerrados y los afilados picos bien abiertos.

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