El cine que no puede ser contado
Por Oswaldo Osorio
Dos tipos de filmes: aquellos que emplean los medios del teatro (actores, puesta en escena etc.) y se sirven de la cámara a fin de reproducir; aquellos que emplean los medios del cinematógrafo y se sirven de la cámara a fin de crear.
Robert Bresson
Tal vez los hermanos Coen no conozcan la frase de Bresson, pero definitivamente son de los realizadores que con mayor entrega e ingenio han llevado a la práctica ese segundo tipo de filmes. Su cine iconoclasta, vistoso y efectista, constituido por imágenes concebidas con gran imaginación y pericia técnica y en el que la cámara y una estructura planeada cerebralmente tienen enorme protagonismo, es la materialización de un estilo único que los ha convertido en dos de las figuras más sobresalientes del cine norteamericano actual. Sus películas despiertan encontradas y enconadas opiniones y hay quienes los acusan de un excesivo formalismo que no se preocupa mucho de los contenidos. Pero ése es un juicio muy propio de quien se deja llevar por la primera impresión que causan sus películas, porque luego de una primera mirada, ciertamente es inevitable pasar por alto el impacto producido por un cine en el que la historia y las ideas tratadas en ella casi siempre están determinadas (cuando no subordinadas) por el estilo y las imágenes con que son recreadas. Pero otra cosa es detenerse en lo que hay detrás y debajo de ese estilo y de esas imágenes, otra cosa es reflexionar sobre esos contenidos y relacionarlos entre sí y con su exterior, otra cosa es pensar un cine que veladamente también ha sido hecho para ser pensado.
De acuerdo con esto, su cine, que ha sido celebrado casi siempre en Europa y mirado por encima del hombro por los norteamericanos, tiene la inventiva visual y fuerza cinematográfica de un Alfred Hitchcock (claro que evolucionadas al grado máximo que permiten varias décadas adicionales de experiencia acumulada y nueva tecnología); pero también tiene esa concepción fría, cerebral e intelectual de un Stanley Kubrick. Por eso no es un cine que despierta emociones fáciles ni masiva admiración y eso se comprueba cada que un filme de los suyos parece inscribirse en un genero cinematográfico conocido: para los Coen sólo existen los géneros como punto de partida, pues al final el género en cuestión resulta burlado, ya mediante la manipulación de su convenciones o excediéndose en sus leyes hasta llevarlos al punto de no retorno de la parodia o la desintegración.
Lo que hay detrás del sombrero
Esto de exceder los géneros valiéndose de las leyes mismas que los constituyen, se pudo ver desde su opera prima, ese paradigma del exceso llamado Sangre fácil (Blood simple, 1984). Este es un filme que parece cine negro, sobre todo por estar directamente inspirado en James M. Cain y Dashiell Hammett, pero su historia, sobre un marido que contrata a un detective para asesinar al amante de su esposa, sobrepasa los postulados del género cuando los rizos rizados de su trama deforman lo que podría ser un argumento previsible como lo son los del cine de género, cuando la violencia es tan explícita que raya con el gore o cuando la desfiguración de los personajes prototípicos del cine negro (el detective, la mujer fatal) son la antítesis o, cuando menos, una parodia de lo que dictan la leyes de este género.
Esto mismo ha ocurrido con Educando a Arizona (Raising Arizona, 1987), De paseo a la muerte (Miller’s Crossing, 1990), El gran salto (Hudsucker proxy, 1994) y Fargo (1996), todos ellos filmes que empiezan haciéndole el juego a los géneros pero que luego superan esos límites que definen y moldean su discurso con reglas fijas y elementos preestablecidos. Estas reglas y elementos, que son la identidad misma de los géneros y lo que los condena cuando son mal utilizados, son retomados por el cine de los Coen no de manera oportunista, sino incorporándolos a su estilo y dinámica narrativa, haciendo de ese carácter predecible del cine de género, el territorio de la incertidumbre, de lo verdaderamente inesperado, utilizando no los recursos y trucos que el género mismo les ofrece sino parafraseándolos o supeditándolos al estilo. En Educando a Arizona, por ejemplo, lo que muchos podrían identificar como una comedia (adscrita a esa vertiente del esperpento acuñada por el cine español), es también el estilo reclamando todo el protagonismo con esa cámara trepidante de Barry Sonenfeld, es el exceso y la distorsión del género con esa mezcla insólita de personajes, con su estética de la historieta, con la dinámica exacerbante producto del contrapunteo entre lo caricaturesco y lo burlesco y es la sátira iconoclasta conjugada con la fábula optimista del final. Pareciera que la historia protagonizada por Hi (Nicolas Cage) y Edwina (Holly Hunter), quienes se roban un niño para formar su propia familia, no tuviera ninguna importancia debido a lo que parece una evidente preponderancia de la forma sobre el contenido, pero la distinción entre formas y contenidos en el cine de los Coen siempre es falsa, inexistente: como lo enunciaba Bresson, siempre se sirven de la cámara a fin de crear, ya imágenes, atmósferas, historias o personajes. Por eso en esta película esas formas, en las que muchos no quieren ver ningún contenido, nos hablan en su propio lenguaje de la educación de los niños en llamada “América profunda”, del deseo de formar a cualquier costa la típica familia norteamericana, de la confrontación entre el bien y el mal (ley y delito) con su sistemática transposición de valores y de la omnipresencia corruptora del dinero en el corazón de todos los personajes (salvo en el de Edwina).
Con De paseo a la muerte ocurre algo parecido, a primera vista es sólo un ejercicio estilístico, un ejercicio visual, narrativo, argumental y de género, pero internamente y detrás de esa estilización y precisión cinematográfica, es una de sus películas más complejas y más cargada de sentidos. El cine de este par de hermanos, uno egresado de una facultad de filosofía (Ethan) y el otro de una de cine, es de múltiples sentidos. En este filme se pueden ver los innumerables pliegues que tienen la historia y los personajes y que son disimulados por su superficial visualidad, nuevamente lograda con gran acierto por el cinematografista Barry Sonenfeld y posterior director de películas que, guardadas ciertas proporciones en cuanto a sus intenciones con respecto al público, tienen mucho en común con el cine de los Coen, como las dos entregas de Los locos Adams (The Adams family, 1991 y Adams family values, 1993), El nombre del juego (Get shorty, 1995) y Hombres de negro (MIB, 1997).
Dicen sus autores que De paseo a la muerte surgió de la imagen de un sombrero arrastrado por el viento en el bosque. Puede que haya sido así, pero comentarlo sólo es volver al juego de evidenciar primero la forma, aunque detrás de ese sombrero volando haya todo un universo construido con la iconografía del cine de gángsters como telón de fondo. Tom Reagan, interpretado como si fuera el papel de su vida por Gabriel Byrne y tal vez el mejor personaje que hayan logrado los Coen, es el consiglieri del gángster más poderoso de la ciudad. Sus intrigas ante la precipitación de una guerra entre irlandeses e italianos, son los pasadizos del preciso laberinto de un guión casi perfecto, con una compleja estructura, unos diálogos que son más que palabras y la fina caracterización de unos personajes que por momentos exceden la intriga. Es lo más parecido que han hecho a cine de género, por su concepción visual y por tener una selecta antología del cine de gángsters, más no por su discurrir interno, por lo que son en definitiva su personajes y la sutileza y frialdad con que nos hablan de ética, amistad, amor y de los mismos códigos que rigen ese particular universo.
¿Qué hay en esa caja, Barton?
En 1991 el Festival de Cine de Cannes descargó todo su rancio prestigio sobre Barton Fink, concediéndole en un hecho sin precedentes sus tres más importantes galardones: película, dirección y actor (a John Turturro). Aunque en los créditos siempre aparece Ethan como productor y Joel como director, lo cierto es que se trata de un cuerpo bifronte que se encarga de todo por igual, desde la escritura del guión, pasando por la dirección de actores, hasta la producción. Barton Fink es tal vez su obra más personal e intimista, la que más escamotea su juego con los géneros. La ansiedad y el sufrimiento inherentes al proceso creativo y el personaje de un escritor idealista y depresivo, son el material de que está hecho este filme. Barton Fink es un escritor que, gracias a su éxito en Broadway, es llamado por Hollywood para escribir películas. El angustiante proceso de escritura de su primer guión, mientras está en un sórdido e inquietante hotel, es el retrato de tantos escritores que fueron tratados como prostitutas por los todopoderosos productores en la época del studio system, escritores que pueden llamarse Clifford Odets, William Faulkner o Barton Fink.
La puesta en escena en este filme tiene mayor presencia que el montaje y la cámara misma, por eso ya no es tanto la transfiguración del espacio fílmico, producto de los movimientos de cámara, ni la dinámica originada en el encadenamiento de las imágenes lo que constituye esa concepción visual siempre tan fascinante en el cine de los Coen, sino que es la conformación y composición del espacio fílmico mismo, en especial ese hotel donde se hospeda Barton Fink, una mole orgánica que suda y murmura, donde no se ve a nadie, pero se sienten demasiadas presencias, como fantasmas que sólo hacen ruidos o dejan los zapatos afuera de sus habitaciones pero que nunca se dejan ver. Sólo un vendedor de Seguros (John Goodman) da la cara, pero esa cara amigable y bonachona que le muestra a Fink no es su cara, porque luego se convierte en insospechado sicópata después de uno de esos giros, ya a la incertidumbre, al desequilibrio o al malentendido, que siempre hacen parte de la lógica argumental de los hermanos Coen. Barton Fink es la primera experiencia definitiva en la vida de un hombre, porque luego de un bloqueo creativo, de estar sofocado anímicamente por ese hotel herrumbroso, de sobrevivir a un productor ignorante y megalómano, de amar y perder al ser amado, de conocer a un demonio gordo con su infierno y su apocalipsis; luego de todo eso, sale convertido en otro hombre, más maduro, un poco más equilibrado pero también oprimido, un hombre que se puede sentar más serenamente en la playa, con esa caja que guarda durante toda la película y en la que puede haber cualquier cosa: una cabeza, sus recuerdos de infancia, su inspiración o nada de nada, ni siquiera lo que pudiera ser un Mc Guffin para la película misma.
Barton Fink es el filme más diferente en la filmografía de los Coen, porque es sugerente y no cerebral, le apuestan más a la representación de un universo que a calcular y planear la dinámica de su funcionamiento. Es por eso que se interesan más por recrear esa atmósfera pesada del hotel y de bucear en el interior de sus personajes, en sus pensamientos y estados de ánimo, y no tanto en sus actitudes y acciones. Pero con su siguiente filme, El gran salto, vuelven a recobrar su estilo conocido, esto es, su vuelta de tuerca a los géneros, su intelectual frialdad al asumir personajes e historias, sus tramas que convulsionan temas e ideas subterráneamente y su virtuosismo exhibicionista en el manejo del medio cinematográfico. Esta película, en la que obtuvieron el apoyo de uno de los grandes estudios por primera y última vez, podría decirse que es una actualización del cine de Frank Capra. En su argumento se encuentran ecos y alusiones directas de la trilogía social -Mr. Smith goes to Washington (1939), Meet John Doe (1941), It's a wonderful life (1946)- de quien fuera el paladín del espíritu americano y del new deal roosveltiano en el cine. Pero para enojo de los seguidores del cine de Capra, a esa historia del hombre inocente de pueblo que se enfrenta y vence la voracidad de la gran ciudad y del capitalismo, los hermanos Coen le cambian los valores morales que rigen su lógica. Gorges Bailey (Jimmy Stewart) de It's a wonderful life, por ejemplo, y Norville Barnes (Tim Robbins) de El gran salto, se parecen mucho en sus orígenes y logran sus propósitos frente a un medio hostil gobernado por intereses económicos. Bailey es ingenuo y noble y Barnes es idiota y ambicioso, pero cuando ambos consiguen lo que se proponen, el resultado es que Bailey ha vencido la codicia y el egoísmo, pero Barnes se incorpora al gran sistema y, ganada la malicia necesaria, se convierte en el más mezquino de todos los hombres de Industrias Hudsucker.
Entonces, lo que parecía ser una puesta al día de una historia capriana, con una mayor estilización de los ambientes, los personajes, el discurso y las imágenes, resultó ser otra jugada de Ethan y Joel Coen contra ese “espíritu americano” y contra el cine mismo. Porque no se trata de una crítica al capitalismo, sino la cínica confirmación de que todos los hombres tarde o temprano sucumben a él, ya porque sean destruidos o asimilados; y tampoco se trata de un homenaje al popular cine de Capra, y por extensión al clasicismo de Hollywood, sino el estilizado pero procaz giro de sus elementos y valores de cara a un mundo más congruente con la realidad, es decir, menos fabulesco y optimista. Es cierto que el optimismo y la fábula también están presentes al final de El gran salto, pero, al igual que en Educando a Arizona, hay que tener en cuenta los acontecimientos precedentes y el tono en que son enunciados ambos finales, para darse cuenta de que la fábula es ácida y el optimismo siempre paródico.
Fríos como la nieve
El gran salto no fue muy bien recibido por el público y menos por la Warner Brothers que contribuyó en su producción. Y es que los filmes en tono de comedia que realizan los Coen no tienen la aceptación de sus otras películas. En esos filmes se acentúa más su tergiversación y desobediencia las reglas del género: Educando a Arizona se confunde con la acción y rol de los personajes desconcierta contantemente, Barton Fink fue pensada como una comedia aburrida (!), en El gran salto el cinismo y la fantasía ahogan el humor y en El gran Lebowski (The big Lebowski, 1998) la intriga bufa también le roba protagonismo. Sus filmes con tramas “serias” siempre son más celebrados y eso se reconfirmó con Fargo, película en la que la desmesura e insolencia de sus llamadas comedias está sutilmente presente a manera de humor negro, porque esta película es un monumento a la sobriedad, la cual se refleja en la manera simple y cadenciosa en que está narrada la historia y, sobre todo, en esos personajes que con unos pocos trazos son descritos magistralmente, en especial su protagonista, esa policía que con sus siete meses de embarazo y en medio de una cotidianidad soporífera, se enfrenta a un complejo caso de asesinato múltiple. Los Coen se muestran anárquicos, como siempre, al presentarnos a un héroe salido por completo de todos los estereotipos, y si a eso le sumamos la impecable interpretación de Frances MacDorman (esposa de Ethan), tenemos a un personaje tan efectivo como perfecto.
Su historia está basada en hechos reales sucedidos en Fargo, Minnesota, en 1987, un episodio en que un hombre normal y corriente, que se ve presionado por las deudas, planea el secuestro de su propia esposa. Pero lo que comienza como un delito aparentemente menor, se desboca en una serie de acontecimientos que se les sale de las manos a todo mundo, menos a quienes nos cuentan la historia. En esta película, en la que la realidad supera la ficción, los Coen mantienen el equilibrio con una narración suave y lineal, pero sostenida por una tensión interna propiciada por el contrapunto entre, de un lado, la violencia y las situaciones truculentas, y del otro, la sutil comicidad y la cotidianidad. La concepción de imágenes de extraordinaria dureza y un montaje preciso y efectivo, completan el cuadro de esta película, esta tímida comedia negra de cínica violencia en medio de la nieve, esta sinfonía de personajes verdaderos, esta pequeña obra maestra hecha a fuerza de ingenio, estilo y originalidad.
Aunque tal vez fue la sobriedad argumental y narrativa y la “madurez” estilística de Fargo la que les valió seis nominaciones de la Academia, los Coen nuevamente se refugiaron en sus excesos, en sus géneros degenerados y en la evidente visualidad de su estilo con la realización de su siguiente filme: El gran Lebowski, la historia de un vago (Jeff Bridges) conforme y cómodo con su condición de marginado. Aquí la narración no tiene nada de sobria, es una maraña legible de equívocos, pequeñas fatalidades y giros argumentales que mantienen en una sola confusión a Lebowski, no al gran Lebowski, al millonario, sino al otro, al “Dude”, ese que juega bolos con un amigo medio tonto y otro medio sicópata, a ese que confunden con el gran Lebowski, confusión que es el origen de sus problemas, aunque para la actitud que tiene ante la vida esos problemas sólo son cosas que pasan. El filme está lleno de esos singulares personajes que pueblan el universo de los Coen y que, junto con el “Dude”, le dan ese toque desinhibido, jocoso, cínico y a veces macabro que tiene esta película.
Fargo y El gran Lebowski no se pueden comparar, como tampoco se pueden comparar, digamos, Educando a Arizona con Barton Fink o Sangre fácil con El gran salto, sin embargo, es posible ver tras ellas la misma marca de fábrica, no importa que sean comedias aburridas o trepidantes, cine negro ultraviolento o estilizado, intriga bufa o cinismo disfrazado de homenaje, o incluso una antología del cine de gángsters como lo es De paseo a la muerte; todas ellas son películas con muchos elementos en común: la violencia sin aspavientos, los guiones elaborados, inteligentes y forjados en hierro; los temas tratados no emotiva sino cerebralmente, con la frialdad de quien no busca la simpatía o empatía del espectador sino su fascinación por el ingenio y la precisión; la originalidad y contundencia con que construyen sus personajes, el manierismo, las vueltas de tuerca que desintegran los convencionalismos del cine y las reglas de los géneros; el artificio sin disimulo, porque las formas también pueden ser contenidos; la pericia técnica y la inventiva visual.
El cine tiene cosas inolvidables, cosas que las vemos una vez y nunca se nos olvidan y las recordamos de cuando en tanto. El cine de Ethan y Joel Coen es uno de los que más tiene de esas cosas inolvidables: Nicolas Cage robándose unos pañales, Gabriel Byrne intrigando y recibiendo palizas, Barton Fink matando finalmente un mosquito, aquel primer niño que jugó con un hula-hula o la ceremonia de John Turturro antes de lanzar su bola de boliche. Por esa particular manera en que nos fueron proporcionadas, son muchas cosas (imágenes, secuencias, personajes, diálogos, ideas...) que se pueden recordar de tan sólo siete películas, cosas que sólo se pueden enunciar, nunca transmitir en palabras de la misma forma como nos fueron dadas, porque el cine de los hermanos Coen es, como lo definiera René Claire alguna vez, “algo que no puede ser contado.”