Por Oswaldo Osorio
Cuando Jean-Luc Godard dijo que un travelling era cuestión de moral, estaba haciendo evidente la responsabilidad de los cineastas con su poder sobre el espectador para decidir por él, no sólo lo que debe ver sino, especialmente, cómo lo debe ver. Esta responsabilidad cobra mayor importancia cuando de ciertos temas e imágenes se trata, sobre todo aquellos que más conmocionan al público, como la violencia o la muerte, que deben ser mostrados y tratados con reflexiva prudencia, pues esto tiene complejas implicaciones de orden ético, estético y hasta cultural y político.
El crítico y director de cine francés Jacques Rivette escribió en 1960 un ya célebre artículo en el que se refería a la película El oscuro Kapo, del italiano Gillo Pontecorvo. En este texto Rivette, más que reprochar, acusaba a Pontecorvo porque la muerte de un hombre en una alambrada al intentar huir de un campo de concentración, es enfatizada por un travelling que acerca al espectador a la agonía de este hombre y luego es cuidadosamente enmarcada por un encuadre que detalla aquella muerte. Rivette, alineado con la idea propuesta por Godard, sólo puede ver este uso del lenguaje del cine como una práctica inmoral y execrable por parte de cualquier director.
Con este planteamiento nos adentramos a un incierto territorio condicionado por esa ambigua actitud de atracción-repulsión que tiene el espectador ante imágenes fuertes o de violencia. En el cine la representación de estas imágenes connotan unas cualidades especiales en comparación con otros medios como la pintura, la fotografía y la televisión. En la pintura la atención está más puesta en la maestría y la mirada del artista, dice Susan Sontag[1], mientras que en la fotografía, si bien hay una mayor carga de realismo que no permite distraerse tanto con el medio sino con lo que éste contiene, su calidad de imagen estática impone unas limitaciones, más aún si es en blanco y negro.
El problema con la televisión es la trivialización que ha hecho de la violencia, la cual hace distante cualquier hecho, por fuerte que sea, de la confortabilidad de la sala del espectador. Eso sin contar que tales imágenes están ahogadas y frívolizadas por el puzzle de otras imágenes y mensajes en medio del cual se presenta, ya sea a causa del discurso fragmentado de la televisión o por el temible pulgar del espectador que, de manera irreflexiva y sin que esto cause la menor contradicción, posibilita que de una masacre en Colombia o una bomba en Gaza se pase a un comercial de jabones o a una comedia de situaciones norteamericana.
El cine, por su parte, no sólo cuenta con el poder y la elocuencia de la imagen en movimiento, sino que, visto en condiciones normales, es un medio que tiene a toda su disposición la atención del espectador. Además, sus dimensiones y la eficacia de su puesta en escena, le confiere un énfasis en el realismo con que se le presentan esas imágenes al espectador. Aunque es cierto también que justamente por su gran formato y sus componentes dramatúrgicos, esas imágenes adquieren muy fácilmente el carácter de espectáculo, lo cual desdibuja en cierto sentido su poder realista y es posible que también su poder de conmocionar.
Pero como el impacto que las imágenes crean en los espectadores no es posible medirlo con exactitud, la reflexión se debe centrar es en quien produce esas imágenes, su intención y el tratamiento que les dé en relación con ciertas consideraciones de orden ético y moral. Jesús M. de Miguel[2] dice que por el fenómeno fisiológico de la “inhibición lateral” no vemos todo con igual precisión, pues de lo contrario enloqueceríamos. Pero en el cine esa posibilidad de ver con precisión la da, no el espectador con su “inhibición lateral”, sino quien produce las imágenes, es decir, el director con el lenguaje del cine y esa carga moral que, según Godard, conlleva su uso.
En esta medida, el cine constantemente está obligando a dirigir la mirada. Por eso no es del todo exacta la afirmación de Jesús M. de Miguel acerca de que “el cine y la televisión fascinan porque todo parece enfocado en detalle.”[3] La imagen cinematográfica permanentemente está siendo tratada y manipulada para que el espectador mire como y lo que el director quiere que vea. Un primer plano es un imperativo para mirar un rostro, lo cual puede ser agresivo o producir una morbosa cercanía. El caso es que ante ese rostro en una sala de cine al espectador, de querer evitarlo, sólo le queda mirar la oscuridad de la sala.
Así mismo, las luces resaltan unos elementos sobre otros, igual que el color rojo del vestido de un personaje atrae más la mirada, o un zoom con toda su artificialidad, el foco selectivo, el encuadre, las viejas viñetas del cine mudo, en fin, la mirada del espectador siempre está siendo dirigida y obligada por el uso que el director hace de la técnica y el lenguaje del cine. Por eso, aunque no quiera acercarse a ver la agonía de un hombre en una alambrada, el director lo puede arrastrar hasta él con un impositivo travelling.
En relación a esto Susan Sontag afirma: “La vergüenza y la conmoción se dan por igual al ver el acercamiento de un dolor real. Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo o las que pueden aprender de ellas. Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo.”[4] Pero según esto, el más mirón de todos es el que registró esas imágenes, y bajo esta lógica, si los extraños a ellas no tienen derecho a mirarlas, menos aún lo tiene quien pretende plasmarlas y exhibirlas. Estos mirones con cámaras podrían argüir –y de hecho es lo que siempre dicen- que lo hacen para que las imágenes las vean quienes pueden aliviar o aprender de tal dolor, pero es difícil determinar las verdaderas intenciones de un fotógrafo o un camarógrafo, más aún cuando siempre partimos de la sospecha de su posible amarillismo o, al menos, del secreto deseo que todos tienen de conseguir un reconocimiento por una imagen de este tipo.
En el cine no es tan fácil argumentar el uso de este tipo de imágenes con el supuesto deber de “dejar constancia”, sobre todo porque el cine crea o recrea estas imágenes y esto da la posibilidad de decir las cosas de muchas formas, incluso de mostrarlas sin mostrar. La película Cóndores no entierran todos los días (Norden, 1983), por ejemplo, empieza con la matanza de una familia, pero en realidad sólo vemos una mano cargando un revólver, una cometa destrozada y un carro huyendo. La siguiente escena es un caballo en llamas que pasa galopando por las calles de un pueblo. Esta estremecedora imagen nunca la vemos realmente, sólo un reflejo en una ventana, unos efectos de sonido y la expresión aterrada en el rostro de un hombre que lo sigue con la mirada.
Claro que el cine de cierta forma también está “dando testimonio” de unos acontecimientos determinados, como ocurre con el desembarco en Normandía en Rescatando al soldado Ryan (Spielberg, 1993) o con el sitio de Stalingrado en Enemigo al acecho (Annaud, 2001), por citar dos películas basadas en acontecimientos históricos documentados que abren con sendas secuencias tremendamente violentas y descarnadas, además muy parecidas entre sí. Pero aun la excusa de la recreación del testimonio histórico tiene sus limitaciones, más todavía si se considera el riesgo, ya no sólo de agredir innecesariamente con las imágenes, sino de cambiar la misma versión de los hechos por privilegiar la emoción o conmoción que se puede suscitar al crear ciertas imágenes.
Esto tiene mucho que ver con lo que Marc Ferro llama la “Paradoja de El Acorazado de Potemkin”, la cual se refiere a esa suerte de habilidad y contundencia con que la célebre película soviética consigue evocar una situación revolucionaria, mejor que cualquier estudio o tratado, muy a pesar de haberse demostrado que casi todo lo planteado por Sergei Eisensestein, su director, fue inventado. Y es que la responsabilidad del cine con la visión que de la historia tiene el hombre moderno es más seria de lo que se suele aceptar. Es por cuenta del cine que ese ente abstracto llamado imaginario colectivo tiene una idea más o menos clara no sólo de las imágenes de la historia sino de los acontecimientos mismos.
El ejemplo más común de esto es que todos saben muy bien cómo fueron los campos de concentración y las vejaciones a las que fueron sometidos los judíos por cuenta de las innumerables visiones que de esto ha presentado el cine. Las generaciones más recientes conocen las generalidades del holocausto nazi por La lista de Schindler (Spielberg, 1992). El problema es cuando, por ejemplo, conocen la intromisión de Estado Unidos en Somalia por La caída del halcón negro (Scott, 2001) o cuando creen que el Rey Arturo era romano, según la última película de Antoine Fuqua.
Las imágenes de la historia, entonces, progresivamente han sido construidas por el cine y muchas de ellas se están modificando, por gracia de una cuidada puesta en escena, desde el momento mismo del registro de esa foto o esa película que van a quedar registradas como el “documento” de determinado acontecimiento, porque para muchos camarógrafos “fotografiar también es componer”. La famosa fotografía del levantamiento de la bandera estadounidense en Iwo Jima o la de los soldados soviéticos igualmente enarbolando la bandera roja sobre el Reichtag, ambas durante la segunda guerra mundial, son sólo dos de los ejemplos más conocidos de los muchos que hay en la historia de la fotografía y hasta del cine documental. Es la historia puesta en escena y como tal ha quedado grabada en cuanto registro documental o imagen mental existe sobre tales hechos.
Bien sea por el uso de la técnica y el lenguaje del cine para dirigir la mirada del espectador, por la tergiversación y creación de una propia versión de la historia, o por las imágenes con esa “información innecesaria e indecente” de la que habla Susan Sontag, la responsabilidad de los creadores de estas imágenes es tan grande como difícil de establecer unas reglas que regulen el registro y la recreación de dichas imágenes. Sólo mencionar el asunto remite de inmediato a un problema tal vez más delicado, el de la censura, o incluso lo que a veces es peor, la autocensura. Mientras tanto, las coordenadas entre lo que es aceptable dentro de una ética audiovisual y las imágenes que se están viendo son cada vez más difusas o están cada vez más distantes, en cualquiera de los dos casos se trata de un problemático dilema que en últimas parece que sólo tiene una certera solución a un nivel individual, es decir, sólo el realizador puede decidir que imágenes crear y el espectador elegir de antemano si las quiere mirar.
[1] SONTAG, Susan. Ante el dolor de los demás. Bogotá, Alfaguara. 2003. Pág. 53 [2] MIGUEL de, Jesús. “El ojo sociológico”. En: REIS #101, 203. Pág. 56. [3] Ibid. Pág. 57. [4] SONTAG, Susan. Pág. 53.