Por Oswaldo Osorio
El cine es la única de las artes que nació a partir de un invento tecnológico, el cinematógrafo. Por eso su evolución como tal está dada tanto por la aparición de elementos y tendencias artísticas (el descubrimiento de su propio lenguaje, los géneros, las vanguardias, etc.) como por el desarrollo de su tecnología (el sonido, el color, las cámaras livianas, etc.). Desde que Georges Melies, entonces, empezó a usar los primeros trucajes en su Viaje a la luna (1903) y demás películas de magos, demonios y fantasmas, el cine supo conciliar, en beneficio de las historias que contaba, esa doble composición que tenía de arte y técnica.
Generalmente el componente artístico se imponía al técnico, que estaba casi siempre a su servicio. Sólo ocurría lo contrario de una manera evidente, cuando se probaba un nuevo adelanto técnico y se hacía una o varias películas que se ajustaran a él, como ocurrió cuando apareció el sonido en 1927 o la tercera dimensión en la década del cincuenta. Pero pasada la novedad, estos adelantos técnicos se incorporaban orgánicamente a la concepción artística del cine y éste seguía su camino, privilegiando el lenguaje cinematográfico y las ideas en su proceso creativo.
Sin embargo, desde un momento que se puede situar más o menos con la aparición de las primeras películas de George Lucas y Steven Spielberg, en especial La guerra de las galaxias (1975), del primero, y Encuentros cercanos (1977), del segundo, los adelantos técnicos, en su apartado de efectos especiales y en el cine norteamericano principalmente, empezaron a tener un protagonismo tal que las ideas planteadas por una película, su discursividad narrativa y propuestas estéticas, muchas veces pasaron a un segundo plano. Consecuentemente, en los últimos veinticinco años la impronta del llamado cine mainstream, es decir, el cine comercial y de grandes presupuestos, es un despliegue cada vez mayor de los efectos especiales y el sometimiento a ellos del componente artístico del cine.
Cine digital
En los últimos años, en una tendencia que se consolidó con Jurassic Park (1993), de Spielberg (por supuesto), los efectos e imágenes diseñados por computador se tomaron el cine mainstream, condicionándolo muchas veces en sus temas, tratamiento y proceso de producción. Un par de películas como Gladiador (Ridley Scott) o La momia regresa (Stephen Summers), en otro tiempo serían impensables o tendrían una dinámica completamente distinta. En el filme de Ridley Scott, por ejemplo, vemos que ya ni siquiera está presente, como en el viejo cine peplum tipo Ben-Hur (1959) o Cleopatra (1963), el mérito de ese hábil manejo de miles de extras y la reconstrucción de monumentales escenarios, que en una combinación entre artesanía, arquitectura e ingeniería, edificaban circos romanos y palacios egipcios para deleite de los espectadores y sus pantallas anchas.
Ahora únicamente se necesita un grupito de “artistas del mouse” para crear hasta lo inimaginado, sólo que con una perfección tal que ella misma evidencia el artificio, y como sabemos, el poder del cine en buena medida está en la ilusión, en ocultar el truco, por eso ver la lozanía del circo romano de Gladiador, produce el mismo extrañamiento ocasionado por las back proyections (el fondo proyectado del recorrido de un carro es el ejemplo más común) de ese cine que se hacía completamente en estudios y que le huía a los exteriores. Paradójicamente, entonces, el espectador nota la misma deficiencia, en términos del realismo visual que siempre quiere ver en el cine, tanto en la precariedad del truco de los fondos proyectados de hace unas décadas como en la perfección extrema de la imagen digital del cine actual.
Lo que gana el cine
No se puede decir tampoco que el cine digital (en el cual se ha sintetizado el desarrollo de los efectos especiales últimamente) sea el fin del cine tal y como lo hemos conocido. Es cierto que, exceptuando la aparición del cine sonoro, ningún otro adelanto tecnológico le había cambiado tanto la dinámica y concepción al séptimo arte, pero sus ventajas y beneficios también son enormes: los realizadores tienen un mayor control sobre la imagen, los costos disminuyen y, sobre todo, se ha abierto un universo de posibilidades, no sólo visuales, sino argumentales, temáticas y estéticas.
Películas como Matrix, La máscara o Forrest Gump se sustentan formal y argumentalmente en estas posibilidades de los efectos digitales. Incluso un filme como La célula, a pesar de su convencional historia, los explota con gran acierto estética y expresivamente. Sin embargo, otra cosa es que el uso que se haga de ellos sea superior al relato que pretendidamente sirven. Eso se ve claramente en la enorme diferencia que hay entre esas sugestivas imágenes de Robin Williams caminando por entre una pintura en Más allá de los sueños (1998) y el japonesito de Kurosawa haciendo lo propio por un cuadro de Van Gogh en Sueños (1990). La primera, es un despliegue de técnica y efectismo y la segunda, a pesar de la precariedad de su truco, de buen cine.
El desarrollo de estas imágenes virtuales en el cine es continuo y el truco cada vez es menos perceptible, por eso es que están eliminando sin piedad el uso de miles de extras, de cierto tipo de maquillaje, de los escenarios costosos o imposibles de conseguir y hasta de los actores mismos; haciendo que la puesta en escena de muchas películas, sobre todo en grandes producciones como, por ejemplo, La Guerra de las galaxias-episodio 1, sea cada vez más virtual, es decir, menos cine a la vieja usanza. El único problema de esto es que los espectadores confundan ese virtuosismo técnico con el cinematográfico y que los realizadores hagan del tratamiento digital de la imagen, no un complemento del arte de contar historias con imágenes en movimiento, sino un sustituto. Por eso, si este componente técnico supiera guardar el debido respeto hacia el componente artístico del cine al que debe servir, no importaría tanto que ahora muchas películas empiecen con el clic de un mouse y no con el clásico y trillado “luces, cámara, acción”.