Por Oswaldo Osorio

Una muchacha con aire inteligente miraba el periódico para decidir qué ver en cine. La magnífica “El hombre que nunca estuvo”, de los hermanos Coen, aparecía con sólo dos estrellas, mientras “Cálculo mortal”, él último trillado y triste thriller de Sandra Bullock tenía tres estrellas. La muchacha entró a ver a Sandra Bullock y su aire inteligente se quedó afuera del teatro, desvaneciéndose.

El cine es entre todas las artes la más accesible para todo el público. Pero esta característica, que se considera  una virtud, es también el origen de muchos de sus vicios y problemas, como el carácter de mercancía que adquiere, con su consecuente y atávica pugna entre arte e industria; o esa convicción de casi todos aquellos que a él tienen acceso de considerarse competentes para pontificar y emitir juicios sobre cualquier película. Total, ver “El ciudadano Kane” demora dos horas, mientras leer “El Quijote”, al menos, una semana. Aunque muchos de los que opinan sobre cine, incluyendo aquellos que ponen estrellas a las películas como si de hoteles se tratara, es probable que no hayan tenido nunca noticia de Orson Welles.

La práctica de poner estrellas (o sillas de director o crispetas o cualquier otra chuchería) para “calificar” las películas, es una vieja costumbre que cada vez está cobrando una mayor y desconcertante fuerza que la legitima como voz de autoridad. Esta legitimación es reforzada y certificada por un medio impreso y la –todavía para un increíble número de lectores- incuestionabilidad de lo que aparece en letra de molde: “Si lo dice tal periódico o cual revista, por algo será”. Muy pocos se detienen a reparar en que el mismo periodista que hace unos meses le hablaba de los goles del domingo o del último reinado de belleza, puede que ahora le esté imponiendo sus gustos en el cine con su arbitraria clasificación de la calidad de las películas por medio de estrellas. Es como una suerte de censura, pues muchas buenas películas son silenciadas por el oscurantismo del criterio que es aplicado por los asignadores de estrellas.

En una obra cinematográfica, por esquemática que sea, intervienen muchos elementos que son manejados con mayor o menor fortuna, y por eso resulta irresponsable y reduccionista  dar cuenta de ella de un sólo plumazo con unos símbolos, que son sólo una calificación tajante sin argumentación alguna. ¿A quién se le ha ocurrido ponerle estrellas a Cien años de soledad o al Guernica? Aun los hits radiales están exentos de esta especie de gradación degradante. Por eso, en este sentido el cine sigue siendo el paria de todas las artes.

Estrellas Vs. crítica

La función de un medio de comunicación en estos casos es la de informar al lector y potencial espectador: suministrar una idea general del contenido de la película (sin contarla), su género, director, reparto, etc. Con este tipo de datos el lector tiene una buena idea de lo que le ofrecen y, de acuerdo con el tipo de cine que le gusta, puede elegir. Pero cuando se califica con estrellas ya alguien está eligiendo por él: nadie que se esté “informando” sobre el contenido de la cartelera de cine con este tipo de calificación va a preferir un filme con dos estrellas sobre otros con tres o cuatro, no importa que a una película pirotécnica y hueca como “Códigos de guerra” (John Woo) le hayan regalado cuatro estrellas, mientras “Alí”, la convincente biografía que Michael Mann hizo del mítico boxeador sólo tenga dos.

Y es que poner estrellas a las películas implica emitir un juicio, que es legitimado por el periódico, por la letra de molde. Lo ideal es que ese juicio esté respaldado por unos elementos fundados en cierto criterio y por una argumentación, si no rigurosa, al menos convincente. Eso es un deber de todo medio periodístico. Claro que si se argumenta la opinión sobre una película, ya las estrellas se hacen innecesarias. Ésa es justamente la labor que cumple la crítica de cine, que también juzga, pero se supone que lo hace a partir de la argumentación, de la exposición de unos elementos teóricos y técnicos, de unos criterios bien sustentados, y el lector decide si está de acuerdo o no con el crítico. El problema de la crítica es que ha perdido credibilidad con el espectador medio, con ése que sabe quién es Steven Spielberg pero no Francois Truffaut, porque muchos de los críticos de grandes medios escriben para los otros críticos y para los cinéfilos iniciados, cuando no para ellos mismos, no para esa masa de lectores que lee diarios y revistas de gran tirada, que es justamente el público de cine. No es de extrañar, entonces, que por facilismo o desencanto con los críticos, ese público le siga el juego a la calificación  del cine con estrellas.

Pero supongamos que todas estas razones no importan, que esto es sólo una rabieta de crítico de cine que resiente que muchos hagan crítica imponiendo olímpicamente unos simbolitos. Aún así, por más acertado que sea el criterio de quien impone estrellas, nunca considera (ni podrá hacerlo, porque este sistema no se lo permite) los distintos tipos de cine que hay y su público correspondiente. No se puede calificar dentro del mismo escalafón una película de autor y una de acción descerebrada, porque siempre se le quedará debiendo a una de las dos clases de cine y de espectador. De ahí que también es un desacierto ponerle sólo dos estrellas a una película como “El huésped maldito”, que es pura acción y efectos especiales, porque si para un seguidor de Woody Allen es basura comercial, para ese gran público del cine de acción es una película que goza de ciertas virtudes sobre todas las demás de su género. Entonces, si la razón de ser de este sistema de imponer estrellas es supuestamente brindarle un servicio al público, ¿Qué clase de imperfecto y amañado servicio es éste?

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