Por Oswaldo Osorio
Cuando a Chaplin, durante la oscura época de la cacería de brujas del macartismo, no le permitieron volver a entrar a Estados Unidos, dijo que no regresaría a aquel país ni aunque Jesucristo fuera el presidente. Veinte años después, la antítesis de Cristo, Richard Nixon, era el presidente, y Chaplin volvió para recibir el único Oscar de su carrera, el Oscar por toda una vida, un oneroso y solapado premio con el que la Academia limpia su conciencia y trata de reparar esos imperdonables olvidos que son la más irrebatible prueba histórica de su dudosa autoridad para calificar el cine.
En la historia oficial de los premios Oscar tampoco figuran las obras y nombres de Orson Welles, Stanley Kubrick o Alfred Hitchcock, por sólo mencionar tres de los más importantes e influyentes talentos del séptimo arte que trabajaron en Hollywood. Y, entre muchos otros, ni a Greta Garbo, Cary Grant, Marlene Dietrich o Richard Burton les otorgaron nunca una estatuilla, en cambio, al ratón Mickey sí. Y es que esa masa maleable y heterogénea de personas que componen la Academia de Ciencias y Artes cinematográficas (directores, actores, productores, técnicos y gente de cine con cierta trayectoria o, al menos, una nominación) no necesariamente premia año tras año la calidad, sino que en la decisión intervienen otros factores que no siempre tienen que ver con el cine, y cuando tienen que ver con él, la más de las veces no son los más acertados.
Lo “políticamente correcto”, por ejemplo, tiene mucho peso en cada elección. Nunca un filme o personaje que haya subvertido la moral establecida o haya sobrepasado la línea del buen gusto ha sido siquiera nominado. Incluso se llega a anteponer la vida privada del actor a su desempeño en la pantalla, como le ocurriera a Ingrid Bergman cuando se le negó un Oscar por sostener una relación con Roberto Rossellini, quien estaba casado en ese entonces.
La Academia también paga deudas vergonzantes, como el mencionado premio a toda una vida; pero sobre todo lo hace cuando algún año deja de darle un merecido premio a un actor o director, pero al año siguiente se lo paga por una película menor. Éste fue el caso de Russell Crowe cuando le negaron el Oscar por su espléndida interpretación en El informante, pero un año después se lo dieron sólo por mostrar sus músculos en Gladiador.
También es posible ganar el Oscar por acumulación de puntos, es decir, en gracia al complaciente criterio de “ya se lo merece”, como le ocurrió a Al Pacino, Denzel Washington o a Steven Spielberg, quienes ganaron el hombrecito dorado por obras menores de su carrera, luego de que les fuera sistemáticamente negado en años (¡y décadas!) anteriores por trabajos realmente importantes. De la misma forma, bobos, locos, limitados físicos y minorías, son roles infalibles para decidir las preferencias de los votantes. En la versión del 2002 se conjugaron ambos criterios al convertirlo -en una taimada variante de discriminación- en el año de los negros, o afro-americanos, que es la forma “políticamente correcta” de referirse a ellos. Hasta el premio a toda una vida se lo dieron a un negro (Sidney Poitier).
En esta misma línea, el juicio arbitrario y equívoco que también aplica sistemáticamente la Academia es confundir los méritos y características de un personaje con la verdadera habilidad del actor para interpretarlo. Un juicio en el que, igualmente, tienen mucho que ver cuestiones políticas, tendencias, campañas de derechos civiles y la moda. El ejemplo más patente es el inmerecido y consecutivo segundo Oscar para Tom Hanks, el cual recibió por Philadelphia en una época (1993) en la que la lucha contra el SIDA y los prejuicios en su contra, así como la temática homosexual en el cine estaban en boga.
Otro ejemplo aún más enojoso se puede encontrar este año en la nominación de la colombiana Catalina Sandino, quien se vio beneficiada por un personaje que resulta tremendamente impactante e insólito a los ojos del público extranjero, que sólo vio lo dramático y exótico de la mula colombiana, sin detenerse realmente en la convencional interpretación que apenas consigue esta actriz. Su trabajo poco debería convencer, al menos, al público colombiano que sí está familiarizado con este tipo de personaje. Además, es un poco absurdo que la inexperta (y muchas veces inexpresiva) actriz de una modesta película co-producida en Colombia sea considerada una de las mejores actrices del año, por encima de incontables mejores actrices que actuaron en incontables mejores películas de todo el mundo. Todo eso sólo puede ser posible gracias a las arbitrariedades y caprichos de unos galardones como los que otorga la Academia. Es cierto que también ganó en Berlín, pero allí sólo competía contra un grupo reducido y, aún así, también valió más el exotismo del personaje por encima de su actitud de gomela bogotana haciendo de mula de provincia.
La calidad está en el presupuesto
Todos estos caprichosos criterios de elección y sus arbitrarios resultados finales, tienen su origen en la forma misma en que se ha desarrollado el sistema de selección y premiación. El mal mayor, y el que determina toda la mecánica del “concurso”, radica en el hecho de que las películas se ven sometidas a una desigual competencia publicitaria en la que, como si de candidatos políticos se tratara, cada una de ellas necesita una costosa inversión para poder llevar a cabo una campaña exitosa.
La primera etapa de esta campaña consiste en publicitar intensamente la película en medios especializados para obtener la nominación. Luego de conseguir este primer objetivo, los promotores de cada película se enfrentan con un problema mayor: hacer que los seis mil miembros de la Academia vean su filme, lo cual implica otra campaña no menos intensa y costosa, que va desde avisos publicitarios en todos los medios, pasando por la organización de proyecciones especiales para los votantes, hasta el envío a cada miembro de la película en video, la banda sonora y demás cachivaches promocionales.
Todo esto sin contar las dádivas especiales a los miembros, una práctica en la que los estudios incurren con bochornosa frecuencia y que la Academia se esfuerza por reprobar pero nunca por castigar con severidad (ha llegado a retener la invitaciones a la ceremonia, pero nunca a descalificar una película). Total, que si una película quiere tener reales posibilidades la noche de la premiación, debe contar con el incondicional apoyo del estudio o los productores (que nunca arriesgan nada) y un presupuesto adicional de alrededor de medio millón de dólares. Esta situación, como es lógico, excluye casi automáticamente de la disputa por el Oscar a la mayoría de películas independientes, de bajo presupuesto e innovadoras en sus propuestas.
De Hollywood para el mundo
La entrega de los premios Oscar y todo el aparataje que la rodea es la maquinaria más perfecta y grandilocuente con que el cine de Hollywood se festeja, autoelogia y promociona, lo cual es muy comprensible, pues el cine también es una industria y necesita vender sus productos. Además, ni el más radical puede negar la importancia e influencia de Hollywood en la historia y evolución del séptimo arte. Lo irritante y abusivo del asunto es que, no sólo sus promotores sino el público en general, tomen este casi siempre grotesco evento como la fiesta del cine mundial y como un legítimo termómetro de los niveles de calidad en el cine.
Cada año la rutina es la misma, casi nunca hay sorpresas, y si las hay rara vez son buenas. Incluso se podría hacer una definición más o menos exacta de lo que es una película “oscarizable”: Generalmente se trata de productos calculadamente elaborados, del gusto del gran público, conservadores y ligera o falsamente progresistas. Gracias al Oscar muchas películas de sospechosa calidad han pasado a la historia como grandes hitos del cine. Titanic, por ejemplo, hasta antes de ser igualada por tercera entrega de El señor de los anillos, se eregía como la cinta más nominada y premiada de todos los tiempos, y aunque no se trata del deplorable filme que muchos críticos quieren señalar, tampoco puede ser el modelo a imitar, tal vez sí en términos industriales, pero no cinematográficos, y esto es algo que los premios Oscar confunden insidiosa y arbitrariamente.