“Liberadas de un subversivo silencio”
Oswaldo Osorio
La revista de cine Kinetoscopio llega en su edición 135 con el tema “Cine hecho por mujeres: pulsiones del futuro”, donde una serie de escritos exploran y reflexionan acerca del cine realizado por mujeres y sobre mujeres. Hay cifras, perfiles, artículos y una entrevista. El siguiente texto hace parte de este dossier.
Históricamente el cine ha sido un oficio de hombres. Esta es una afirmación casi obvia y fácilmente constatable con estadísticas. El problema es que también históricamente el mundo ha sido dominado por los hombres, por lo que, independientemente del género de quien haga las películas, lo que se ha visto en ellas ha sido una mirada preponderantemente heteropatriarcal, pero además, recalcada con los artificios, esquematismos y estereotipos propios del cine, en especial del más convencional y de consumo. De manera que, si la mujer ha estado en desigualdad de condiciones frente al hombre y sometida por sus privilegios, en el cine lo ha estado aún más, con lo cual contribuye a esa hegemonía por vía de los imaginarios colectivos que crea y la normalización de unos roles sociales de género que prolonga.
Hay muchas maneras de evidenciar y argumentar esto. Solo menciono tres, de las más conocidas y contundentes. Primero está el célebre y fundacional ensayo Placer visual y cine narrativo, escrito por Laura Mulvey en 1975 en plena Segunda ola feminista, en el que, en esencia, propone que la mujer en el cine es un objeto pasivo y sexualizado, dispuesto para la mirada activa del hombre y para su placer, tanto de ese hombre que está con ella en escena, como del que dirige la cámara y del espectador en su butaca.
También está el test de Bechdel, que evalúa la brecha de género en las películas y el cual propone tres requisitos que garantizan la paridad: deben aparecer al menos dos personajes femeninos con nombres, deben tener una conversación entre ellas y esta no puede tener como tema un hombre. Por último, está el llamado síndrome de Mujeres en refrigeradores, que describe el uso de la muerte o lesión de un personaje femenino en los cómics como detonante de una historia protagonizada por un hombre.
Es sorprendente la gran proporción de películas que se rigen por esa mirada masculina, que no cumplen el test y que parten de este síndrome. Ciertamente esto ocurre con más frecuencia en el cine comercial y convencional, así como en el de género, pero no es que el cine de autor o incluso el realizado por mujeres estén exentos de este sesgo heteropatriarcal, aunque es cierto que puede ser más consciente de proponer otro tipo de mirada. Eso puede verse en la obra de cineastas como Agés Vagda, Chantal Akerman, Pedro Almodóvar, María Luisa Bemberg o las películas de John Cassavetes con Gena Rowlands, por solo mencionar unos cuantos ejemplos de una muy larga lista.
Pero en tanto avancen las luchas por la equidad de género y se transformen socialmente esos roles y estereotipos, el cine va a la saga reflejándolos. Es por eso que esa representación de la mujer en el cine ha cambiado sustancialmente en relación con las películas de hace tres o cuatro décadas para atrás, aunque de todas formas, el desequilibrio prevalece, así como las violencias simbólicas y la mirada masculina sigue imponiéndose, lo cual se puede constatar en el número de películas protagonizadas por hombres; en el tipo de participación que se le da a las mujeres en las distintas historias; en la diferencia de edades entre el hombre y la mujer cuando son pareja; en representarlas con los arquetipos de objeto sexual, histérica o frágil; en describir más a las mujeres en sus roles de esposas, madres o hermanas en comparación con los hombres; o en la dificultad de las actrices para mantenerse vigentes en la industria después de cierta edad.
Esa transformación se ha hecho más visible e incluso ha sido acelerada en los últimos años, y el punto de inflexión fue el movimiento Me too, originado en un tuit de la actriz Alyssa Milano, en 2016, que decía: “Si te han acosado o agredido sexualmente, escribe ‘Me too’ en respuesta a este tuit”. Allí hacía alusión al movimiento social fundado por la activista Tarana Burke en 2006. El hashtag se hizo viral y coincidió con las acusaciones a Harvey Weinstein por abuso sexual, así como con el escándalo, por la misma razón, del poderoso presidente de Fox News, que fue llevado a la pantalla en 2020 con el título de Bobmshell (Jay Roach).
Junto al #metoo también tomó fuerza el #timesup, y con la visibilidad y poder amplificador de Hollywood y sus estrellas, y en general de la industria del entretenimiento estadounidense, ese ímpetu se esparció por el mundo entero, incluso con fuertes ecos como el movimiento #niunamenos de Argentina o el activismo del colectivo Recsisters en Colombia. De esta forma, en la actualidad hay mayores garantías e instrumentos legales y sociales para una participación segura y equitativa en las distintas industrias audiovisuales, con cambios tan significativos como la presencia de coordinadoras de intimidad, para que nunca vuelva a ocurrir lo de El último tango en París o que se presente la más mínima incomodidad para las actrices cuando ruedan escenas de este tipo; o incluso que puedan exigir modificaciones a vestuarios que exponen innecesariamente sus cuerpos, como ya lo han hecho Scarlett Johansson o Margot Robbie.
Estos cuidados a la integridad y las luchas por la paridad en la participación de la industria van de la mano de los procesos que procuran un mayor empoderamiento y una representación en la pantalla cada vez menos dependiente de las jerarquías de género. Uno de tantos ejemplos que puede ilustrar esto son las películas Lara Croft: Tomb Raider, protagonizadas por una sexualizada Angelina Jolie, aunque con las características del héroe de acción masculino, en las entregas de 2001 y 2003, pero que en la versión de 2018, con Alicia Vikander, estos elementos cambian significativamente; y además, se viene una serie escrita por Phoebe Waller-Bridge (Fleabag), quien se ha ganado la reputación de concebir personajes que representan de manera más fehaciente la condición y mirada femeninas.
Así mismo, la gran industria ha querido explotar todo el asunto como tendencia, y películas que normalmente exudaban testosterona ahora son mundos femeninos, como La mujer rey (2022), Pantera Negra: Wakanda por siempre (2022), The Marvels (2023) o las tres entregas de Star Wars protagonizadas por Daisy Ridley; también se están haciendo versiones femeninas de filmes que antes protagonizaban hombres, como Cazafantasmas (2016), Ocean's 8: Las estafadoras (2018) o Maestras del engaño (2019); y no se puede dejar por fuera el fenómeno popular y mediático que fue Barbie (2023), un proyecto que trató de salir adelante durante una década y que, a lo largo de ese tiempo, se fue transformando su concepto, ajustándose a estos cambios de mentalidad social y representacional, hasta llegar a la versión de talante feminista que terminó por hacer Greta Gerwig.
El cambio de paradigma en la célebre muñeca también se puede asociar a las tradicionales representaciones femeninas en el cine infantil, definidas durante décadas por la figura de las princesas de Disney, que empiezan con el estereotipo de la damisela en apuros de La Cenicienta (1950), pasando por la transición de Mulán (1998), que tiene que disfrazarse de hombre, hasta llegar al carácter independiente, activo y guerrero de Valiente (2012), Moana (2016) y Raya (2021). Incluso en Toy Story 4 (2019) transforman por completo a la decorativa pastorcilla de porcelana para convertirla en una audaz heroína, e igual ocurre con la princesa Peach en Super Mario Bros. (2023), que resulta más aguerrida que el mismo protagonista, lo cual nada tiene que ver con el juego original. Por eso, a cambio de una lista de más ejemplos, que se alargaría demasiado, bien se puede asegurar que esa labor de cambio de mentalidad en el cine se está operando desde la base, es decir, con un público infantil que, cuando sea adulto, no va a esperar menos de estas representaciones en la pantalla, sino una consecuente y auténtica mirada femenina.
Otro cambio importante que va ganado terreno, a la hora de escribir las historias y concebir los personajes, va en dirección de esas limitaciones que expone el test de Bechdel, y es sobre las redes de relación o asociación entre mujeres, en tanto ahora hay una mayor conciencia, no solo de crearlas, sino de que sean fuertes. De manera que donde antes se contaba un relato sobre hombres, con personajes femeninos subalternos, casi sin relación entre ellos y hasta sin nombre, actualmente es posible evidenciar que sus roles ya no solo dependen de los personajes masculinos, sino que hay relaciones de amistad, sororidad o incluso rivalidad. Igual el cambio se puede ver en que son personajes menos pasivos, aunque también es cierto que su accionar todavía suele ser más reactivo que el de los hombres, quienes suelen seguir tomando la iniciativa. A estas transformaciones ha contribuido también la mayor participación de ellas en cargos de escritura, dirección y producción.
En Latinoamérica el cambio se está dando también, pero tal vez puede ser más lento y de la mano del cine de autor y especialmente de las cineastas, que ya son muchas, y que aquí solo menciono algunas, como Lucrecia Martel, Claudia Llosa, Anna Katz, Dominga Sotomayor, Mariana Rondón, Maryse Sustach, Fernanda Valadez, Lina Rodríguez o Ruth Caudeli. Estas dos últimas haciendo cine colombiano, aunque la primera resida en Canadá y la segunda sea española.
El colombiano, entonces, puede servir de referente para el cine de la región, y para hablar de él es imprescindible mencionar el libro Mujer, diversidad y cine: Perspectivas de género e imágenes de la mujer en el siglo XXI, de Karol Valderrama-Burgos (Editorial Universidad del Rosario, 2023), un texto que no se hubiera podido escribir hace veinte años, porque en él, a la luz del análisis de doce películas, se pone en evidencia la presencia de personajes femeninos que desafían los convencionales roles de género y las normas sociales, ya sea por mujeres que se liberan desde un subversivo silencio (Retratos en un mar de mentiras, Sofía y el terco), mujeres que en contextos al margen de la ley se emancipan asumiendo una posición como guerreras y resistiendo condiciones subalternas (Rosario Tijeras, Alias María, La sargento Matacho) o mujeres que replantean la sexualidad y el placer femeninos, ya sea desde la heterosexualidad (Entre sábanas, La vida “era” en serio, Una mujer), desde el lesbianismo y el homoerotismo entre mujeres (Hábitos sucios, La luciérnaga, ¿Cómo te llamas?) o desde la masturbación y el orgasmo femenino (Señoritas).
Este corpus se ha duplicado en los últimos cinco años, con títulos realizados igual por directores y directoras, e incluso de ellos saldrían, para su estudio, unas variables inéditas en esta representación, pero me detengo solo en tres películas que dan cuenta de una elocuente gradación acerca de la construcción y presencia de la mujer en estas historias de cine: en El alma quiere volar (Diana Montenegro, 2022) se puede ver el enfático interés por construir un universo femenino que reafirme esa naturaleza y las resistencias que lo definen; en Cristina (Hans Dietter Fresen Solano, 2023) la condición de mujer y madre avanza independiente de una importante presencia de los hombres en la vida de la protagonista; mientras que La piel en primavera (Yennifer Uribe, 2024) está desprendida de todo proselitismo o énfasis feminista para concentrarse de forma sutil y sensible en la autonomía de la existencia de las mujeres y los fuertes lazos entre ellas.
Las brechas y desigualdades prevalecen, pero los cambios son notables, incluso se puede decir que, tanto en la sociedad como en la representación en el cine, estas transformaciones han sido mayores en lo que va corrido de este siglo que en toda la anterior centuria. Porque en realidad, nos encontramos en una coyuntura donde las luchas por paridades y derechos equitativos se encuentran en un momento de gran vigor y consiguiendo resultados, no solo de las mujeres, sino de otros grupos sociales, comunidades y minorías que históricamente ni habían tenido voz.