Un cine a prueba de buen gusto
Por Oswaldo Osorio
Aunque es anunciada como si fuera un estreno, ha llegado a la cartelera de la ciudad con cinco largos años de retraso(!) la película Mamá es cosa seria (Serial mom, 1994), escrita y dirigida por el original y extravagante John Waters, ese mismo director que alguna vez declarara que cuando alguien vomitó mientras veía una de sus películas, para él fue como haber recibido una ovación de pie. Y es que este realizador desde su primer cortometraje, titulado Multiple maniacs (1972) expuso el modelo y los elementos constitutivos de su particular obra posterior: asesinatos, perversiones sexuales, desmembramientos, escatología, humor negro, culto a la fealdad, mal gusto y ataques inmisericordes a la clase media, la moral, la religión y a cuanto establecimiento o institución se le ocurrió.
Proveniente de una familia católica de clase media alta, John Waters creció en la ciudad Baltimore, escenario de todas sus películas. Su inusual personalidad se evidenció desde niño, cuando se interesaba por los accidentes automovilísticos y acusaba un particular morbo por los asesinatos. Empezó a hacer cine desde muy joven influenciado por el cine experimental y su equipo de trabajo lo formó con sus amigos y vecinos, una troupe no menos singular que fue la génesis de la productora fundada porel mismo Waters, Dreamland Productions, y que ha permanecido casi sin modificación a lo largo de más de treinta años.
Cine cutre y gore
A partir de Pink Flamingos (1972) el cine de Waters comienza a distribuirse a nivel nacional, claro que reducido a los llamados circuitos de cine de media noche. Sus películas se convierten en inmediato objeto de culto y Divine, un travestí de 150 kilos de peso, es elevada a la categoría de diva del grotesco, especialmente después de ser presentada como “la más asquerosa persona viva”, título que Divine supo bien ganarse con esa inolvidable e impactante escena final de Pink Flamingos, en la que no espera a que las excrecencia de un perro caigan al piso para comérselas con un cínica y macabra sonrisa, todo esto filmado sin un solo corte que denuncie algún tipo de montaje o efecto. “La escena de la mierda -le contaba John Waters a la revista Mondo Sonoro en 1998- fue un hito sin sentido, por primera y última vez en la historia del cine, nadie lo ha superado nunca, ni siquiera se molestaron en prohibirlo, pues sabían que nadie intentaría repetirlo”.
La misma Divine, estrafalario alter ego de Waters en más de la mitad de su filmografía, afirma en otra película que sus creencias políticas son “matar a todos, perdonar el asesinato en primer grado, apoyar el canibalismo y comer mierda (literalmente)”. Esta alta dosis de gamberradas, como dirían los españoles, se repite en sus dos siguientes filmes, Female trouble (1975) y Desperate living (1977). John Waters es un provocador nato, un iconoclasta, que a través del cine cutre y gore dispara de cerca y de lejos contra todo lo que se mueva con algún decoro. El catalizador para un lenguaje y contenido tan pesados y violentadores es siempre el humor, sus películas están contadas siempre en clave de comedia, que como se sabe, es la única forma de decir cualquier cosa sin que haya mayor riesgo de censura o represalias. Esto lo corrobora Waters cuando dice que “su principal intención es hacer reír al público, impactarlo y hacerlo reír.”
Waters cambia
A partir de Polyester (1981) John Waters le bajó el tono a sus películas, aunque cierra su ciclo de cine cutre haciendo este filme en sistema odorama, que es aquel en el que le entregan al espectador una tarjeta en la que se raspa un número cuando la película se lo indique y así él pueda soportar o padecer los olores que ve originarse en la pantalla. Luego de esto entonces, su cine se ha aclimatado más a la industria y al gusto plano del público masivo. Prueba de ello son sus dos siguientes filmes Hairspray (1985) y Cry-Baby (1990), un díptico más amable que tiene como telón de fondo la música y el universo juvenil que gira en torno a ella. Ambas mantienen su gusto por el mal gusto y son una ceremonia kitsch de grandes proporciones. Aunque John Waters está orgulloso de su pasado, afirma que no va a volver atrás, que las cosas siempre hay que hacerlas de algún modo diferente.
Con Mamá es cosa seria aparentemente está más domesticado a la industria, tanto que la vemos protagonizada por una Katlheen Turner que sorprende tanto por haber aceptado el papel como por lo bien que se acomodó a este personaje de una dedicada madre de familia, que en sus ratos libres hace de sicótica por el bien y el honor de su familia que tanto quiere. Pero aunque se trata de un filme más mesurado, todavía hay quienes no soportan siquiera algunas de sus imágenes, porque en esta película, en la que además satiriza la vida norteamericana y su morbo amarillista, Waters conserva su esencia, que sigue siendo el mal gusto y la escatología elevados al nivel del ingenio visual y cómico, algunos asesinatos “menores”, uno que otro tímido fluido corporal y un humor negro que lo articula todo.
Su último filme (el cual seguramente veremos en el año 2003, según la absurda lógica de nuestros distribuidores y exhibidores de cine), se llama Pecker (1998) y en él John Waters satiriza el mundo del arte neoyorquino, mostrando toda su pose y superficialidad. Éste también es un filme menos agresivo, pues ya es evidente que los asaltos a la moral, a la simetría y al buen gusto, ya se han disipado un poco en su obra; sin embargo, ese espíritu irreverente y transgresor que dio origen y forma a sus películas más radicales, permanece velado en el fondo de sus últimas películas, agazapado en cada una de ellas para saltar de cuando en cuando sobre el espectador, que si bien ya no vomitará, sin duda tampoco olvidará que alguna vez vio una película de John Waters.