La pantalla es un lienzo
Por Oswaldo Osorio
Una de las figuras más significativas del cine de fin de milenio es el inglés Peter Greenaway, un cineasta que discute y altera los principios más fundamentales del séptimo arte en beneficio de su propias búsquedas. Para muestra algunas afirmaciones suyas bastante polémicas y, si se quiere, revolucionarias: “...concentrarme en el cine como un medio narrativo no me parece demasiado interesante, creo que hay cosas más apasionantes (...) Desde los años cincuenta la filosofía francesa nos ha convencido de que ya no existen contenidos, sólo hay lenguaje, mi cine es un síntoma de esto.”
Y efectivamente, su cine es un compendio de reflexiones y búsquedas en torno a la forma y al lenguaje, pero no necesariamente la forma y el lenguaje cinematográficos, sino que en sus películas aplica conceptos provenientes de otras formas artísticas, especialmente de la pintura, pues Greenaway antes que cineasta fue y es pintor; y si hay una tradición que no esté presente en su obra es justamente la cinematográfica. Es por eso que su cine tiene tantos opositores como seguidores, pues su carácter desafiantemente modernista, esteticista y experimental, igual puede seducir como causar aversión, eso depende del espectador.
Pintura y cine
Más que películas, Peter Greenaway parece que hace pintura con el cine. Su relación con la pintura es tan directa como evidente en todos sus filmes, tanto en los de corte experimental y documental como argumental: el encuadramiento de las escenas, la definición del color y la composición de las imágenes, la frontalidad, la cámara tantas veces fija, la duración de los planos y los personajes inmóviles. Muchos lo acusaron por exhibir y publicitar sus dibujos y pinturas a través de su cine, y no pocos detractores se ha ganado a causa de la aparente o real subordinación del cine a la pintura. En algún momento Greenaway alentó estas opiniones con sus declaraciones: “...Hubo un tiempo cuando yo creía en la superioridad de la pintura sobre el cine. Después de todo, el cine no ha alcanzado su ‘periodo cubista’ y anda errante del lado de la ‘pintura de salón’ estilo siglo XIX”.
Entonces Peter Greenaway con su obra parece estar proponiendo el “cubismo del cine”, la descomposición y recomposición de los elementos visuales, espaciales y temporales de la imagen y la dinámica fílmica. Pero todo el trabajo que ha realizado a los largo de una veintena de cortometrajes, realizados desde 1965 y casi siempre de tipo experimental o pictórico-documental, ha hecho evolucionar su concepción de la relación cine-pintura. Ahora sus películas (especialmente las argumentales) han equilibrado el peso de ambas artes. Aún mantiene una concepción de la imagen muy plástica y esteticista y cita literalmente el estilo o las obras de muchos artistas, pero ahora su realidad cinematográfica no es tan excluyente, es menos críptica y con ese el equilibrio su cine, que es lo que en principio nos interesa, ha ganado expresividad y fuerza.
Por eso ahora sus declaraciones en torno a su trabajo como cineasta en relación con la pintura son de otro calibre: “Me gusta hacer referencia a la pintura como ejemplo de perfección, una metáfora de la vista y la mirada, es mi reconocimiento respecto a los dos mil años de pintura europea cuyo joven heredero es el cine: reconocimiento del cual la pintura, y espero que también el cine, sean vehículos por completo de razonamiento y de especulaciones filosóficas... y finalmente la expresión de un puro placer ante la existencia de tales objetos, los íconos”.
Greenaway cuenta historias
En algún momento (tal vez cuando buscaba el equilibrio en cuestión), Greenaway comenzó a transitar por el cine “convencional”, ese que cuenta historias, y pasó por encima de sus prejuicios con el psicodrama, el cual califica como “esa miserable herencia americana que hacía que uno tuviera que construir un argumento y unos personajes basados en causas y efectos”. Fue cuando hizo películas como El contrato del dibujante (1982), Una zeta y dos ceros (1985), El vientre del arquitecto (1987) y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989). Películas más o menos convencionales en las que el cineasta se olvida un poco de su ascendente pictórico, o por lo menos está presente de una forma más velada y sutil, manifestándose en las referencias plásticas, la composición de los encuadres y en la concepción de las imágenes.
Es tal vez con Prospero’s book (1991) y, sobre todo, con Escrito en el cuerpo (Pillo Book, 1996), con las películas que más ha podido conciliar sus experiencias formales y su particular forma de concebir el cine con unas historias y narraciones más convencionales, más accesibles a al gran público. Escrito en el cuerpo se inspira en la milenaria obra del japonés Sei Shonagon y ubica la historia en la Kioto actual, donde un hombre presta su cuerpo a una amante calígrafa que utiliza su piel para escribir sobre ella sus textos, para que luego él se las lleve a un editor. Aunque esta vez, en esa conciliación o equilibrio entre formalismo y narración, la historia vuelve a ceder el protagonismo a la concepción visual.
Escrito en el cuerpo es una película de una brillantez y audacia sin antecedentes directos en el cine. Esa concepción visual, que por su vistosidad prima sobre el argumento pero que no lo opaca, es tan reveladora como inquietante. Esta película hace del espacio limitado de la pantalla un vasto territorio de expresión plástica y formal, un gran lienzo donde el Greenaway cineasta-pintor combina fotografía, caligrafía, pintura y tecnología, sin que ello vaya en detrimento de la historia que está contando, todo lo contrario, la historia de esa mujer obsesionada con la escritura (más todavía si es en el cuerpo), cobra una mayor dimensión con esa exuberancia de imágenes que componen y descomponen la nunca antes tan bien aprovechada gran pantalla de cine.