Las historias sobre la marginalidad en el cine colombiano tienen que ver con la violencia, o al menos es así desde Rodrigo D. La película de Víctor Gaviria revelaría esos universos de barriada que se escapan a la autoridad e institucionalidad, más en la actualidad con toda esa violencia que ha sido inoculada en la sociedad luego de décadas de conflicto.
Estrella del sur es un filme que se enmarca en este contexto, y aunque tiene una historia que parece que ya hemos visto varias veces, incluso en la televisión, lo importante es la forma en que su director consigue recrear ese universo a partir de una convincente puesta en escena, la construcción de los personajes y el trabajo con los actores.
Aunque el relato tiene un claro protagonista, hay otros cuatro personajes secundarios con gran fuerza dramática y con sus propios conflictos, que incluso compiten en intensidad con el del rol principal, y a todos ellos los une un problema mayor, definido por la hostilidad de ese contexto social, donde las fronteras invisibles, la violencia entre grupos de jóvenes y la intimidación a la comunidad por parte de grupos armados, hacen parte de la vida cotidiana del barrio.
Lo que más estremece y desorienta de esta realidad que dibuja la película, es que no parece haber una razón clara para toda esta violencia, es decir, no es un asunto ideológico o de manifiestos intereses económicos y menos de confrontación entre facciones políticas, sino que parece que, simplemente, la violencia es una imposición de ese universo marginal, ya sea por elección, como ocurre con el antagonista; por sentido de supervivencia, como se puede ver en el personaje del Enano; o por imposición, que es el caso del protagonista, quien es obligado a ser un piñón más en esa máquina de coacción y muerte.
Ante este panorama, el optimismo no parece una opción. Lo veíamos hace poco en la descorazonadora Silencio en el Paraíso (Colbert García, 2012), y ahora aquí, donde se enfatiza más la idea de falta de oportunidades, incluso del prejuicio, cuando se trata de estos jóvenes que provienen de esos sectores marginales. Por eso los anhelos del protagonista de ser piloto, se truecan sin piedad por el papel de soplón de los violentos. Aunque al final (y aquí advierto que lo cuento para quienes no la hayan visto), conviven necesariamente la derrota y la esperanza, por un lado se ve la eterna consecuencia del desplazamiento, y por otro, el sueño de que la vida debe continuar, y nada mejor para hacerlo que un paseo a la costa.
Así que estamos ante una cinta colombiana que parece que nos cuenta una historia conocida, pero la verdad es que por la fuerza y contundencia que este joven director consigue con el drama que construye y con esos duros y sólidos personajes, lo relevante aquí es que nos obliga a comprender ese universo, porque para eso es el cine, para que conozcamos las emociones y los sentimientos casi de primera mano, como si viviéramos esa realidad sin vivirla, y eso ya es bastante para un país tan injusto e indolente.
Publicada el 6 de mayo de 2013 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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El cine colombiano todavía está en un periodo de “primeras veces”. Esta es la primera vez que se hace un largometraje con la técnica de la rotoscopia (filmar o grabar actores reales y transformarlos en dibujos animados). Y para hablar de esta película es necesario empezar por este aspecto técnico porque es lo que, de entrada y en su promoción, define esta propuesta cinematográfica y, por eso, determina algunos de sus aspectos más importantes, en especial el tono de la película y la caracterización de los personajes.
Así que lo primero que el espectador seguramente se preguntará es ¿Por qué hacer una película así y qué le agrega o le quita esta técnica tan particular a la historia que querían contar y a las ideas que se proponían plantear? Como principal ventaja, se puede anotar el atractivo visual que supone dicha técnica. Las formas delineadas y el color se imponen como valores plásticos que pueden ser un deleite para quien se sepa conectar con este tipo de representación. Además, ese juego de contraste y complemento entre los espacios realistas y los personajes dibujados realmente siempre ha conseguido un efecto plástico muy eficaz y sugerente.
Ya experiencias formales como esta se han visto desde hace mucho en el cine, porque la rotoscopia es una técnica que se inventó apenas unos años después de la aparición del cinematógrafo. Desde algunas de las imágenes de Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937) hasta esas dos raras y reflexivas obras de Richard Linklater (Waking Life, 2001 y A Scanner Darkly, 2006), se han visto este tipo de propuestas, lo que ha cambiado últimamente es que en lugar de cine se graba en video y lo que ha cambiado siempre es el acabado final que cada director decide para sus dibujos, porque en definitiva de eso se trata la rotoscopia, de una reinterpretación que el dibujo hace de la imagen real filmada o grabada, y pueden haber tantas reinterpretaciones como estilos de dibujos.
En este caso, ese acabado final es el que hace dudar de esta propuesta visual, pues para una historia que depende tanto de la interpretación de los actores y de las emociones y estados de ánimo de sus personajes, en especial de su protagonista, el estilo de dibujo que aplicaron a esta técnica francamente limita todo el trabajo que un actor pueda hacer. Salvo por la “actuación de la voz”, lo que se refiere a las facciones, gestos y lenguaje corporal, son reemplazados por unas coloridas masas en permanente mutación, rayadas con nerviosas líneas que insinúan las formas. Muchas veces, un rostro se reduce a una superficie blanca con cinco orificios. En otras palabras, lo que gana en expresión plástica lo pierde en expresión dramática. Tal vez esto no sea mayor inconveniente, porque igual la carga dramática está en la historia, la construcción de personajes y la actuación de la voz, pero sí fue una decisión visual extrema que obliga al espectador a decidir qué prefiere, si la audacia del tratamiento estético o los detalles que refuercen el planteamiento dramático.
Ahora, en cuanto lo que nos cuenta, este filme en esencia es la historia de liberación de un “perdedor”, un hombre con un trabajo de mierda, abrumado por la soledad, con serios problemas de autoestima y de quien todos se aprovechan. Aunque por momentos corre el riesgo de ser una historia de superación personal (habla de autoconfianza, de valorarse a sí mismo, de dejar atrás el lastre del pasado, entra a un grupo de apoyo, etc.), este aspecto termina matizado por el patetismo con que es planteado el personaje, que a veces funciona como comedia y otras como un ser entrañable con el que el espectador termina por simpatizar.
Por otra parte, aunque es cierto que el relato da cuenta de una transformación, este hombre no lo logra por sí mismo, sino que parece que son los guionistas los que le solucionan todo: le dan una chica, el grupo de apoyo, un amigo con poder y eliminan a sus adversarios de oficina. El gordo, calvo y bajito solo responde con lo justo y aprovecha la oportunidad, sin que sea realmente una liberación del pusilánime que siempre será. Farfán, interpretado por Álvaro Bayona, no luchó sus batallas, las lucharon por él o lo llevaron en hombros, y eso finalmente decepciona un poco del personaje. Y no ayuda verlo (al personaje y al actor) rodeado de otros personajes y actores que se hacen peligrosamente familiares con las telenovelas y series de la televisión nacional, como Julio Medina, Jairo Camargo, Marcela Mar, Sandra Reyes, Ernesto Benjumea y Elkin Díaz.
En una cinematografía que siempre se ha pasado de conservadora, son necesarias y refrescantes propuestas como la de esta película. No obstante, siempre queda la duda de si una decisión estética tan extrema fue tomada a priori por capricho y por apostarle a la novedad, o si realmente le aportaba verdaderamente a la idea. Así mismo, esta historia de un “perdedor” deja la ambigua sensación de si se trata de un obvio cuento de superación personal, una cinta con el tufillo de comedia de televisión o el emotivo y divertido relato de un hombre que se libera de sus limitaciones. En últimas, tal vez sea un poco de todo eso.
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 99, de Medellín. Julio - septiembre de 2012.
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Oswaldo Osorio
Ante la mención de la categoría de Cine científico, es posible encontrar reticencias por lo áridos que puedan parecer sus contenidos y tratamiento. Y si bien esta película podría entrar en esa categoría, decir que es un filme científico sería encasillarlo y tal vez restarle posibilidades con el público por las mencionadas reticencias. Esta película es un documental, y punto, con todo lo que implica este tipo de discurso: esa fascinación por unos temas y sujetos que sabe transmitir al espectador, su tratamiento creativo de una realidad y, a fin de cuentas, el relato de una historia contada con inteligencia y pasión.
Como ya es bastante habitual en el documental contemporáneo, el director hace parte de ese universo del que quiere dar cuenta. Guillermo Quintero antes hacía esa labor que sus dos personajes desarrollan durante toda la película: internarse en los bosques nativos de Colombia y recolectar muestras de especies vegetales para su clasificación. Ahora regresa a su antiguo maestro, ya trabajando con otro discípulo, y los sigue por la espesura de la naturaleza en esa tarea que él mismo califica como infinita y que, incluso, cuestiona lo necesaria o inabarcable que puede ser.
Pero si en algún momento hay dudas, estas se empiezan a despejar con el compromiso, comprensión y casi cariño con que el director expone finalmente, con su propia voz incluso, esa ingente labor a lo largo de su relato. Sin mucho alarde en su concepción visual y su montaje, la película sigue de cerca y juiciosamente a maestro y discípulo en sus funciones de botánicos entregados y apasionados. Entonces el espectador puede empezar a comprender ese universo y sus dinámicas, justamente, a partir del entusiasmo de estos dos hombres, o más bien tres, si se cuenta al director.
El relato también pone en evidencia, de distintas maneras, ese sentido último que tiene la existencia humana: la transmisión del conocimiento, ya por vía del rigor en el trabajo de recolectar y clasificar especies de los botánicos desde Humbolt hasta el joven aprendiz de este documental, o a partir de la relación entre los dos personajes de esta película, en la que hay una armonía y una dinámica de cambios de estados entre la verticalidad, por la transmisión de ese conocimiento, y la horizontalidad, por el colegaje en que trabajan y la entrega a esa labor que los une.
La sinopsis de esta película y su posible clasificación dentro del Cine científico podría hacerla parecer un producto cinematográfico poco atractivo, por lo especializado y específico de su tema, incluso por la naturaleza de sus dos protagonistas, pero el caso es que con este material su director, seguramente por esa mencionada cercanía, es capaz de construir un relato envolvente y hasta revelador, así como dar cuenta de unos personajes con los que espectador inevitablemente empatiza y hasta pude llegar a sentir admiración.
Publicado el 30 de junio de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
No es posible hablar de esta película sin referirse a Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), pues se trata de una nueva versión que comparte un material base y propone algunos cambios, unos más sustanciales que otros. Aunque un espectador que no tenga fresco el recuerdo de la primera puede que crea estar viendo la misma película, lo cierto es que sí es evidente esa diferencia de miradas que hace más de una década llevó a la decisión entre director y productor de hacer cada uno su propia versión.
La historia de Gaviria da cuenta del viaje de dos primos desde Bogotá a un pueblo del Caribe, luego de la desmovilización de los paramilitares, para reclamar las tierras de las que su familia fue desplazada. La falacia de este proceso está en el centro de ambas versiones, pues lo más concreto de esta historia es su denuncia de esa violencia que permanece arraigada en los campos de Colombia luego de estos acuerdos, ocurrió entonces con los paramilitares y sucede ahora con las FARC.
Esta vez aparece Goggel como director, su película dice que está basada en un guion original de Carlos Gaviria y las diferencias más importantes que propone son dos: la primera, es el énfasis que hace en el punto de vista de la joven Marina (Paola Baldión) y le resta protagonismo a su primo Jairo (Julián Román). La consecuencia de esto es un significativo cambio de tono del relato, el cual resulta más serio e introspectivo, recalcado por las reflexiones en off de Marina, así como por la música, ahora de Santiago Lozano, más sosegada y evocadora.
La segunda, es un poco más espinosa, porque puede poner en cuestión el sesgo ideológico que cada director le quiso dar. En Hilo de retorno, en principio, se hace más evidente la relación de esta familia con la guerrilla, razón por la cual fueron asesinados y desplazados por los paramilitares. No obstante, en unas escenas adicionales del final, Marina, entre gritos, cuestiona esa relación. Pero, pasando por encima de matices, es posible pensar que violencia es violencia y que las víctimas siempre van a ser esas que están entre el fuego cruzado de los actores armados. Esa ha sido la historia de este país durante décadas y el cine nos lo recuerda constantemente.
Tal vez lo que le pesa más a esta versión es que, luego de once años en que el cine nacional ha incrementado el nivel en su factura, a estas imágenes se les nota el paso del tiempo. Pero de todas formas, se agradece la segunda oportunidad que tiene esta historia, la cual mantiene la fuerza y vigencia de las premisas que propone acerca de la violencia y el conflicto en Colombia, independientemente de los cambios entre la una y otra.
Publicado el 7 de marzo de 2022 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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Oswaldo Osorio
Desde su título, esta película encierra una paradoja: la posible belleza de un jardín de flores frente a la violencia que representa este tipo de cultivo para un país tan golpeado por el conflicto. Además, no se trata solo de otra película sobre la violencia y el narcotráfico, es un preciso y contundente relato que revela el drama de quienes se ven afectados por el conflicto que vive Colombia y las fuerzas que están en juego.
Proveniente de una ciudad y región (Ipiales, Nariño) que poco ha tenido que ver con el cine nacional, es un filme que, tal vez por esta misma razón, evidencia una mirada diferente, como más limpia y descontaminada. Y con estas características nos cuenta la historia de un hombre y su hijo que son desplazados de su tierra, por lo cual el padre se ve obligado a trabajar en una "cocina" de heroína.
Pero el relato lo orienta la mirada del niño y su relación con una nueva amiga. Juntos proponen ese punto de vista inocente e inquieto característico de la infancia, pero que renueva la mirada sobre el conflicto y sobre esas fuerzas que se baten en torno suyo: los narcotraficantes, los grupos armados, que siempre son protagonistas en las zonas con cultivos ilícitos, y la población civil, que indefectiblemente tiene que cumplir el rol de las víctimas.
Lo que más llama la atención de esta película es el tono que consigue para contar su historia y desarrollar a sus personajes. La simpleza como virtud y la naturalidad como elemento que otorga verosimilitud son las bases de un relato que acerca al espectador a la intimidad y visión del mundo de estos personajes, una visión que, a pesar del contexto amenazante, mantiene cierta inocencia y sosiego.
Al espectador, mientras tanto, menos inocente en su mirada y con la información adicional por el acceso total que tiene a toda la trama, le es arrebatado ese sosiego casi desde el principio, y su seguimiento del relato es un camino hacia lo que parece será una ineludible tragedia, un choque de esas fuerzas en las que, forzosamente, los más débiles se llevarán la peor parte.
Este tono es complementado por una concepción visual que sabe equilibrar la sencillez y espontaneidad del relato con la belleza y poética de unos momentos emotivos y del mismo paisaje, además del uso de otros recursos que saben muy bien manejar esa contraposición entre el sosiego y la tensión que mecen la historia de principio a fin.
Es la ópera prima del Juan Carlos Melo, es también el primer largometraje realizado en aquellas tierras, y aunque aborda unos temas ya recurrentes en el cine colombiano, por la forma como fue concebida esta película, pareciera que es también la primera vez que vemos el conflicto colombiano desde este punto de vista, fresco, entrañable y revelador.
Publicado el 7 de diciembre de 2014 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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