Cuando Dago se pone serio

Por Oswaldo Osorio

La última película del cineasta más exitoso de la historia del cine colombiano seguramente será un fracaso de taquilla. La razón es obvia. Esta cinta no está por la línea de sus populares comedias decembrinas. Incluso cuando se supo que fue realizada hace cuatro años y que no se había podido estrenar, era inevitable sospechar de qué se trataba: Es un drama histórico con el tema del orden público de fondo, es decir, nada atractivo para el espectador promedio del cine colombiano que siempre quiere solo pan y circo.

El guionista y productor (y eventual director) Dago García inició su carrera con películas de este corte. Sus tres primeras cintas (La mujer del piso alto, Posición viciada y Es mejor ser rico que pobre), dirigidas por Ricardo Coral-Dorado, nada tienen que ver con el humor populista por el que se le ha reconocido últimamente, todo lo contrario, en lugar de buscar complacer fácilmente al público, se aventuraron con experimentos formales (narrativos principalmente) y temas con intenciones serias y reflexivas. La captura tiene estas características.

La historia que plantea apela a uno de esos mitos universales que también estuvo presente en algún momento en la historia del país, esto es, el bandolero que, según la creencia popular, está protegido por fuerzas supremas contra su exterminio. Aunque el relato propone la variante de ser contado desde el punto de vista de su perseguidor, otro tipo de héroe, en este caso quien representa la rectitud, la disciplina y la institucionalidad. De esto se deriva un primer gran problema de la cinta: que al antagonista (el bandolero) le falta la fuerza necesaria para propiciar un conflicto lo suficientemente intenso, y esto es porque solo lo conocemos por su fama y aparece muy al final con una participación ínfima y ningún rastro de su poder o carisma, ni siquiera de su maldad.

La acción -se puede suponer- se desarrolla en los años sesenta, cuando son los orígenes de las guerrillas en los Llanos Orientales que surgen como consecuencia de la violencia bipartidista (claro, y también como excusa para dominar y explotar territorios, como ocurre todavía). Una época en la que aún era posible idealizar a los cabecillas y ungirlos con el mito de la “contra”.

En este contexto, la película está sólida y prometedoramente planteada. Aunque empieza a flaquear en su fuerza y poder de convencimiento cuando echa mano de otros recursos argumentales más obvios, como el pueblo cómplice (ya por miedo o conveniencia) o el triángulo amoroso que terminará definiéndolo todo, y más aún cuando la confrontación final la despacha con la premisa propuesta en el eslogan que promociona la cinta: “No hay guerra más difícil que aquella que no se quiere ganar.” Pero ya ese argumento, que solo es una salida fácil para la resolución de la historia, lo habíamos sufrido como mal chiste en Golpe de estadio (Sergio Cabrera, 1998).

Por otra parte, la película está visual y formalmente definida por unos elementos que, en principio, llaman la atención por tener cierta originalidad y audacia (al menos en el contexto del cine colombiano), pero que terminan pareciendo recargados hasta llegar por momentos al barroquismo, esto ocurre especialmente con la banda sonora, un rock a veces fuerte y otras bluesero que se antoja en exceso enfático, anacrónico y sin relación alguna con el espacio dramático.

No es la desastrosa película que algunos están repeliendo y, sin duda, es mucho mejor que algunos de los comediones elementales con que Dago García acostumbra entretener al público masivo (lo cual hace muy bien y es tan válido como necesario en el contexto del cine industrial), porque realmente es una película con las buenas intenciones de hacer un serio y comprometido relato que tenga relación con la historia y la realidad del país, pero algo falló en el proceso y el resultado terminó siendo una narración impostada, con una historia en general predecible y definida por sus altibajos.

Publicado el 6 de mayo de 2012 en el periódico El Colombiano de Medellín.

 

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