Memoria a corto plazo

Por: Pedro Adrián Zuluaga

Rojo Red, de Juan Manuel Betancourt 

En la presentación del Catálogo de Cortometrajes 2005-2009, publicado por el Ministerio de Cultura y Proimágenes en Movimiento, se habla de 150 trabajos en este formato realizados cada año con el apoyo de universidades y centros de producción audiovisual de diferentes regiones del país. No se explica de dónde sale una cifra tan asertiva, ni se discrimina qué porcentaje del total de la producción de cortos ha recibido algún tipo de apoyo del Estado. Quizá con esta omisión, significativa en una publicación institucional, se está reconociendo la manera como el estímulo estatal a un formato clave en la formación de los profesionales del sector y de escaso margen de comerciabilidad, se ha ido progresivamente encogiendo.

La anterior afirmación no es la fábula paranoica de un francotirador sino una constatación matemática: en 2004, primer año de aplicación de la Ley de Cine, el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico-FDC que administra sus recursos, destinó $540 millones para apoyo al corto, a través de una convocatoria que en ese momento fue de finalización de cortometrajes, y que atendía la necesidad de darle un aire financiero a un gran número de proyectos en distintas fases de producción y estancados por problemas económicos. Se premiaron 21, entre ellos trabajos de buen nivel técnico y narrativo y con temas mucho más diversos que los del largo de ficción.

En esa primera camada de cortos apoyados por el FDC se insinuaba además una presencia creciente de trabajos en animación, y una mezcla de realizadores con trayectoria y nuevos directores. Para la muestra títulos como 1000 pesos colombianos, de David Aristizábal; 20 mil, de María Gamboa; Ciudad crónica, de Klych López; Ciudad pérdida, de Sergio García y Diego Forero; ¿De qué barrio llama?, de Juan Pablo Félix; Desayuno con el suicida, de Jaime Escallón; Desde el mirador, de Jorge Echeverri; Gringo H.P., de Adriana Arjona; Leida, de Jorge Valencia; Habitantes de Malpelo, de Andrés Pineda; Martillo, de Miguel Salazar; Los ciclos, de Juan Manuel Acuña, y Vivienda multifamiliar, de Andrés Forero.

Año tras año, tanto el monto económico de la convocatoria como el número de proyectos premiados ha venido en un “suba y baje” que demuestra la inseguridad de la política pública respecto al corto y el juego de ensayo y error que se percibe en el diseño de las convocatorias, desde las cuales se envía un mensaje de escasa atención y respeto por los procesos de largo plazo, aunque ante cada crítica o llamada de atención frente a ese diseño y sus resultados la primera reacción de las autoridades cinematográfica es acusarlas de prematuras y, precisamente, poco respetuosas y tolerantes con los procesos.

Pero la intermitencia de la política frente al corto se demuestra con las cifras: $400 millones para 14 proyectos en 2005; $324 millones para 6 proyectos en 2006; $250 millones en 2007, 2008 y 2009 para 16 proyectos en total, hasta volver a subir a $370 millones para 13 proyectos en 2010. Como algo similar o incluso peor ha ocurrido con convocatorias como las de Formación de Públicos –la cual fue eliminada de tajo a partir de 2008– es legítimo sacar conclusiones sobre cuáles son las prioridades del FDC, de la Ley de Cine y de sus administradores, Proimágenes en Movimiento y el Ministerio de Cultura: el apoyo acrítico al largometraje de ficción,  aunque las acciones de éste, a juzgar por el comportamiento de la taquilla en 2009 y 2010, estén en un punto muy bajo.

Los “éxitos parciales” de los estímulos del FDC al corto, o el fracaso a la hora de plantear alternativas frente al cuello de botella que significa su exhibición y circulación, serían suficiente tema para un ensayo de largo aliento. Baste decir que resulta deseable que el FDC se reserve, como gran subsidiario de los cortos que apoya, el derecho a distribuirlos en maletas de cine, exhibiciones culturales o incluso en la televisión pública, sin que las entidades públicas tengan que volver a pagar por esos derechos. Aunque el gremio de cortometrajistas insiste en explotar cada ventana de exhibición, se deben considerar excepciones sobre todo pasado cierto tiempo, cuando ya los cortos han cumplido su ciclo comercial. En este caso se necesita voluntad de parte y parte para que la circulación se pueda desempantanar por lo menos en parte.

Por ahora vale la pena resaltar algunos de entre los 70 cortometrajes apoyados por las convocatorias del FDC en el periodo 2004-2010. Esta selección corresponde a un gusto personal y no a un ranking del cortometraje colombiano, operación periodística en la que el autor no tiene ninguna confianza. Cortos colombianos que en su momento demostraron una gran solidez conceptual como Xpectativa, de Frank Benítez; La cerca, de Rubén Mendoza; Od el camino, de Martín Mejía, o Como todo el mundo, de Franco Lolli, no pueden ser incluidos en esta selección –en la que desde mi gusto claramente estarían– por no haber recibido apoyo directo del FDC.

 
Cinco cortos, cinco tendencias

Entre No todos los ríos van al mar, de Santiago Trujillo; Dolores, de Tatiana Villacob; Rojo Red, de Juan Manuel Betancourt; Marina, la esposa del pescador, de Carlos Hernández, y Esto es un revólver, de Pablo González, quizá el único rasgo común es la juventud de sus directores, ninguno de los cuales ha dado aún el salto al largometraje. Esa identidad generacional no determina una aproximación estética o un rango compartido de influencias ni permite hablar de tonterías al uso como considerar que los directores jóvenes “piensan en imágenes” para marcar en ellos una mayor preocupación por el lenguaje cinematográfico y un menor grado de atención a la inserción de sus trabajos en la memoria colectiva de Colombia y sus conflictos sociales. Al contrario, estos cinco cortos, con la posible excepción de Rojo Red, se sitúan críticamente frente al país, sin que esa conciencia del aquí y ahora del ejercicio cinematográfico impida a su vez juguetear al género como hace Pablo González en Esto es un revólver, o dialogar con los relatos propios del cine moderno como Carlos Hernández en Marina, la esposa del pescador.

En No todos los ríos van al mar, Santiago Trujillo, quien ya había mostrado su sensibilidad para la dirección de actores infantiles en Noche de concierto, construye un relato donde de nuevo los niños marginados del bienestar económico son protagonistas. Esta vez la película sucede en un barrio de desplazados del sur de Bogotá y muestra la manera como dos hermanas logran comunicarse a través de cartas con un niño que vive una situación similar en el Medio Oriente. Aunque la logística de este intercambio epistolar resulte poco creíble, a pesar de los buenos oficios de las ONGs, el corto de Trujillo elude admirablemente el posible artificio y más importante aún, la conmiseración frente a sus personajes. En cambio, logra mostrar, a través de una narración con frecuencia elíptica y de pistas aludidas más que expuestas directamente, los sueños arruinados de este grupo de niños sin escatimarles la posibilidad de la imaginación, pero no de forma evasiva sino en todo su espesor cultural. El corto no muestra la violencia sino su huella, y en ese pudor se impone discretamente al espectador. No todos los ríos van al mar es también una discreta reflexión sobre la escritura y las fotografías como constructoras de memoria y alternativas frente a la brutal contingencia de la guerra.

Dolores, en palabras de su directora nace “de un proceso de investigación y reconocimiento de la zona geográfica de la que soy [los Montes de María en el departamento de Bolívar], pero que poco conocía a nivel histórico, y cuyo ciclo de vida parece estar destinado a una estructura cíclica  [de] violencia”.[1] En esta reflexión es explícita la voluntad realista de Tatiana Villacob y su corto Dolores, que muestra a una plañidera que va de velorio en velorio llorando por los muertos “ajenos”, siempre y cuando sean del partido conservador, en el marco de la violencia de los años 50. Hasta cuando le toca enterrar a su propio hijo, muerto por liberal, y quien en palabras de Antonio Romero, “se ha ‘fugado’, tanto del pueblo como de la herencia ideológica de sus padres”.[2] Dolores, según este mismo comentarista “se inscribe en la tradición cultural del Caribe frente a temas como la violencia bipartidista, el significado del patio y la angustia vital que se impregna con el calor y el ambiente agreste”[3], y de esta forma demuestra que el conflicto social y político no se ha agotado como tema en el cine colombiano, pero requiere de un urgente reenfoque como el que Tatiana Villacob intuye y en buena medida logra.

Rojo Red es un corto de un tenor muy diferente. La historia de Federico Guillermo, un niño que busca deshacerse de los torturantes zapatos ortopédicos que usa, no se agota en su anécdota. La película, según su director Juan Manuel Betancourt, surge de una idea abstracta, hacer algo sobre “los tejidos de la realidad”, y está de hecho obsesionada por hacer explícitos hilos, texturas y cuerdas que al mismo tiempo amarran, sueltan y en definitiva tejen la trama. Para María Antonia Vélez, Rojo Red “es también una representación o celebración del proceso de hacer cine en general […] en Rojo Red se trenzan y entrelazan las ideas e imaginación de muchas personas, y las opciones estéticas asociadas a muchas técnicas distintas para crear y transformar la imagen en movimiento”.[4] Técnicas y tecnologías –animación, stop motion, etc– no son en Rojo Red un fin en sí mismas, como ocurre en muchos otros cortometrajes que las usan como fetiches, sino soluciones puestas a disposición de las necesidades narrativas.

Marina, la esposa del pescador, rodada en la costa Pacífica, explora las narraciones de una sola jornada al estilo de Od el camino, donde los personajes se definen por su devenir en el relato, sin acudir a construcciones sicológicas que siempre suponen una causalidad. En el caso de Marina, un corto técnicamente impecable, vemos al personaje que se levanta y toma la decisión de internarse en el mar para devolver los peces al agua después de sanarlos con un cuchillo, en un gesto de resonancias simbólicas a la vez claras y abiertas.

Por último, Esto es un revólver construye un relato con guiños al género de gángsters, sobre dos hermanos, el mayor de los cuales ha hecho una carrera en el bajo mundo. Con el ánimo de probarse, el hermano menor prepara con dos compañeros de trabajo un asalto a la banda del hermano mayor. La atmósfera contenida y los sobresalientes logros de los dos actores principales revelan un talento –el de Pablo González– al que hay que seguirle el paso. En este corto no hay fascinación con la violencia sino un gusto por sumergirse en las motivaciones de los personajes y explorar con madurez las consecuencias de los actos humanos.

Este rápido repaso demuestra la gran vitalidad del corto colombiano, la misma que debería ser recompensada con una política más consistente, que entienda al corto no como una preparación inevitable para hacer largos sino como un formato con entidad propia.



[1] Dolores Villacob, “Sobre Dolores: reflexiones de su directora”, en: Extrabismos No 2, disponible en www.extrabismos.com (ver ediciones anteriores).

[2] Antonio Romero, “Dolores, de Tatiana Villacob. El patio de los muertos”, en: Extrabismos No 2, disponible en www.extrabismos.com (ver ediciones anteriores).

[3] Ibíd.

[4] María Antonia Vélez, “Rojo Red y el cine como creación colectiva”, en: Extrabismos No 1, disponible en www.extrabismos.com (ver ediciones anteriores).

 
 

 

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