Pobre hombre rico

Por Oswaldo Osorio

Tal vez lo mejor que se puede hacer con una adaptación cinematográfica es olvidarse del libro. Una adaptación es una nueva lectura, la del director. Y cuando se trata de uno con un estilo visual y narrativo como el de Baz Luhrman, lo ideal es no apegarse a la lectura que alguna vez uno hizo, sino más bien dejarse llevar por la nueva propuesta. Esta suerte de advertencia es porque puede que a muchos esta versión les parezca chocante, pero para otros sin duda será una experiencia original y estimulante.

Este texto tomará partido por la segunda opción, porque esta cinta está hecha con elementos similares a las deslumbrantes y frenéticas tres primeras películas de este director australiano: Bailando en tu piel (1992), Romeo+Julieta (1996) y Moulin Rouge (2001). De Australia (2008), es mejor no hablar. Nunca.

Con El Gran Gatsby asistimos a la transformación de un personaje, pero no tanto por las cosas que le pasan –que es lo usual en toda historia– sino por la forma como el relato lo va develando. Gatsby ya es lo que es, una gran fachada y un mito urbano que guarda unos secretos, pero son la mirada y la narración de Nick, el primo/amigo/escritor, las que van paulatinamente desmontando esa fachada y desentrañando el mito, jugando con el enigma y aumentando en intensidad dramática a medida que revela información, hasta llegar al hombre, a su verdad.

Lo que vamos descubriendo de este hombre es que protagoniza una historia de amor, pero también la historia de un vacío existencial. En el primer caso, se trata de un amor sublimado e inacabado, en el segundo, es la vida de un “pobre hombre rico”, como se le ha dicho tantas veces también al Ciudadano Kane. Ambos aspectos están estrecha y amargamente ligados, porque la plenitud material es contrarrestada por el vacío afectivo. Por eso él nunca está completo. Pero lo que es peor, cuando consigue completarse (al obtener el amor de Daisy), lo estropea por querer perfeccionarlo.

Como gran escenario para la vida de este hombre, está la Nueva York de los años veinte. Porque esta película también es el retrato de una época, caracterizada por su esplendor y optimismo, por sus excesos y su confianza decadente en lo material, la cual rayaba con lo vulgar. Y son justamente estas características de las que se vale Luhrman para darle patente de corso a su desbordante estilo visual –y musical–, un carnaval azuzado por el montaje y el color que, cuando pudo, supo aprovechar el 3D para aumentar el vigor del espectáculo.

Pero si bien hay un frenetismo en lo visual y musical, en el relato del drama se toma su tiempo, incluso también para presentar a su protagonista. Pacientemente lo va acomodando todo y el drama va cobrando una intensidad inesperada, hasta culminar con una grandilocuencia en las emociones que solo pueden ir en dirección de la tragedia. Y así es como nos lleva Baz Luhrman hacia un delirante e intenso recorrido por la vida de un hombre y por el espíritu de una época.

Publicado el 27 de mayo de 2013 en el periódico El Colombiano de Medellín. 

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