Donde la vida no vale nada

Por Oswaldo Osorio Image

Esta película es una impactante y demoledora historia sobre la vida y personajes de La ciudad de Dios, una favela de Río de Janeiro. Un filme colmado de violencia, verismo documental, pericia narrativa, imágenes inolvidables y serias reflexiones sobre aquella truculenta realidad.

Basada en la novela autobiográfica de Paulo Lins, la narración es una suerte de épica delincuente, con leyendas, personajes célebres y estilizados, ya por sanguinarios o carismáticos, y con acontecimientos “históricos” ocurridos durante poco más de dos décadas en aquel lugar. Todo esto contado por un joven aspirante a fotógrafo que no hacía parte de aquel caos pero pertenecía a él y que eventualmente jugó un papel en dichos acontecimientos.

La ciudad de Dios es un lugar sin Dios, ni ley. El trueno de las pistolas y la casi total inconsciencia del valor de una vida humana es lo que gobierna aquella irrebatible definición de marginalidad urbana. Desde niños sus habitantes están marcados para la delincuencia, la violencia y para tener una moral desentendida de los mínimos principios de humanismo y civilidad. Elegir un camino diferente era una opción que muy pocos, como el joven fotógrafo, podían contemplar y capitalizar.

Imágenes como balas

Lo que primero impacta y deslumbra de esta película es su relato raudo y vertiginoso, inquieto como los dedos de sus personajes en los gatillos, saltando de aquí allá entre personajes y situaciones, despeñándose hacia un desenlace ineluctable y caótico, trágico y grandilocuente, como lo dictan las leyes de la épica, un final sangriento, expiatorio y de creciente intensidad.

La unidad e hilo conductor de este relato la da la voz en off del joven fotógrafo, el centro moral de esta historia, contando, comentando y explicando toda esa maraña de acontecimientos y personajes. Pero aunque la presencia de este relato en off es permanente, es una película tremendamente visual, cinematográfica. No sólo por las imágenes que crea y capta para contar la historia (con ellas y no con el texto), sino también por esa  cámara que husmea, que se entromete y se mueve al mismo ritmo acelerado de las acciones.

Pero sobre todo, lo que más le da ese carácter cinematográfico, esa elocuencia y efectividad que sólo el cine puede lograr con sus imágenes, es el montaje. Su virtuoso y brillante ensamblaje de las imágenes le marca el ritmo a la historia (y viceversa), acompañando y determinando la carrera sin pausa de la narración y las acciones. Es un montaje también frenético y asfixiante, que echa mano de recursos como congelados, pantallas divididas y elípticos saltos entre pasado y presente, para hacer aún más intensa y estremecedora una historia que así se lo exigía.

Niños-hombres asesinos

Sin embargo, más allá del relato efectivo y efectista, del hiperrealismo descarnado, de la violencia cruenta y de la reveladora reconstrucción histórica y antropológica, la película es sobre la confrontación entre la vida y la muerte, la barbarie y la civilidad, sobre la desventajosa relación que hay entre unas y otras en la concepción moral de estos niños y jóvenes, que no hombres, aunque ellos crean que un arma y un asesinato los convierte en tales.

En definitiva, toda esa violencia consecuencia de la delincuencia y la guerra entre pandillas que nos muestra la película, nos habla esencialmente es del poco o ningún valor que tiene la vida. Matar es como robar o insultar. Se hace con una insólita facilidad  que, en últimas, es la vía más expedita para solucionar un problema, desde el más grande, como un enemigo a muerte, hasta el más nimio, como un compañero que no para de hablar.

Pero el director no explota con morbo la crudeza de la violencia que se vive allí, sino que, sin dejar de ser lo explícito y descarnado que el tema y sus personajes le exigen, hace un reflexivo y revelador relato de cine de una pericia y contundencia, tanto visual, narrativa como argumental, que no deja otra opción que referirse ella con calificativos grandilocuentes o mudas expresiones de admiración (y desolación).

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