El péplum contraataca

Por Oswaldo Osorio Image

}No tengo edad para decir que recuerdo mi infancia correteando por los matinés viendo westerns y peplums, que es el lugar común de los primeros críticos y cronistas de cine que leí. Mis nostalgias de celuloide empiezan con E.T y Gremlins, pero aún así, el peplum de alguna manera siempre ha hecho parte de mi memoria audiovisual. Gladiador (Gladiator, 2000), de Ridley Scott, recupera la espectacularidad y gigantismo de esas ya caídas en desuso superproducciones hechas, principalmente, en Italia y Hollywood. Pero sólo es hasta ahora, después de hacer a un lado el nombre de Cecil B. De Mille y la programación televisiva de Semana Santa (los torpes referentes que siempre tenía en mente), cuando me doy cuenta de que el cine ha recurrido a la grandilocuencia épica de las historias bíblicas y de romanos en momentos de crisis: primero, en sus orígenes, para trascender su estigma de mera atracción de feria y ser reconocido como un arte; y después, en las décadas del cincuenta y sesenta, para competir contra la televisión, en complicidad con el Cinemascope, el Cinerama, el Panavision y toda esa equívoca familia de sistemas de pantalla ancha (que sólo servían para filmar serpientes y entierros, decía Fritz Lang).

Es cierto que se puede hablar de una actual crisis del cine, pero Gladiador, si hace algo, es sumirlo más en ella, pues lo retrocedió 40 años al esquematismo argumental de Ben-hur (William Wyler, 1959) y Cleopatra (Joseph Mankiewicz, 1963) y le agregó, justamente, uno de los principales males del cine de nuestros días: la preponderancia de las imágenes creadas por computador, que hacen que el cine sea cada vez más apreciado (empezando por los miembros de la Academia) por sus virtudes técnicas más que artísticas.

Entonces vemos que ya ni siquiera está presente el mérito del otrora hábil manejo de miles de extras y la reconstrucción de monumentales escenarios, que en una combinación entre artesanía, arquitectura e ingeniería, edificaban circos romanos y palacios egipcios para deleite de los espectadores y sus pantallas anchas. Ahora sólo se necesita un grupito de artistas del mouse para crear hasta lo inimaginado, sólo que con una perfección tal que ella misma evidencia el artificio, y como sabemos, el poder del cine en buena medida está en la ilusión, en ocultar el truco, por eso ver la lozanía del circo romano de Gladiador, produce el mismo extrañamiento ocasionado por las back proyections de ese cine del studio system que le huía a los exteriores.

Amar y odiar a Ridley Scott

A quien sí le debió tocar ver muchos peplums en su infancia y adolescencia fue a Ridley Scott, porque no se puede negar que en Gladiador se nota una suerte de pasión y respeto, que de alguna forma deviene en homenaje, por este sub-género que despectivamente heredó su nombre de esa especie de faldones que usaban los soldados romanos. Tal vez ésa sea una de las razones por las que esta película produce un sentimiento contradictorio, pues al tiempo que ofusca el esquematismo de su planteamiento y hostiga su extremo maniqueísmo, también sucumbimos, por más fuerte que sea la oposición de nuestra razón, a la grandilocuencia de su puesta en escena (aunque gran parte sea virtual) y al triunfo físico y moral del héroe.

Bueno, es que también es contradictorio lo que siento por Ridley Scott, porque, por un lado, ya he perdido la cuenta de todas las veces que he visto con fascinación su Blade runner (1982), y también lo mucho que me gustan su opera prima, Los duelistas (The duellists, 1977), y Alien (1979); pero por otro, también le debemos fiascos sin tacha como Hasta el límite (G.I. Jane, 1997), con la impotable de Demi Moore haciendo de soldado, y la reciente Hannibal (2000), con otra Moore, pero esta vez Juliane, que no entiendo cómo aceptó hacer parte de eso.

La lista de fiascos es mucho más larga (a pesar de que son sólo once películas) y en medio está Thelma & Louise (1991), tan sobrevalorada por el público y los miembros de la Academia como Gladiador, pero con la diferencia de que es mucho más sospechosa en sus intenciones y procedimientos, porque si algo tiene este peplum revisitado de Ridley Scott, es que no se anda por las ramas de una pretendida originalidad o vuelta de tuerca al género o a sus planteamientos, sino que es prácticamente antología y síntesis, por no decir que una descarada explotación, del tema y el género.

Marco Aurelio, Máximo y Comodo

Por eso en Gladiador vemos, a partir de su historia de un general romano, que luego de caer en desgracia se convierte en un fiero y famoso gladiador, que es un filme que recupera el relato del héroe clásico, es decir, aquel hombre lleno de virtudes que, en contra corriente con los reveses de la vida y la maldad de otros hombres, lucha y vence en nombre del bien, el honor y la virtud. Es así como Ridley Scott le es fiel a casi todas las fórmulas, desde el esquema argumental gloria-descenso-victoria final, pasando por el héroe que pierde a su familia y lucha motivado por la venganza y la justicia, hasta la dinámica predecible de los dramas de acción. Es como si se tratara de una calculada mezcla entre Julio César (1953), Espartaco (Spartacus, 1960) y El día de la independencia (Independence day,1997).

Aunque también es cierto que se cuida de elegir un momento histórico con unas posibilidades dramáticas y de acción que parecen pensadas por un guionista. Se trata de la transición entre la época de gloria de Marco Aurelio, emperador, filósofo y vencedor de los bárbaros, y el oscuro periodo de decadencia, pan y circo iniciado por su hijo Comodo. Ya ahí tenemos al mentor o sabio y al villano. Pero entre ambos está Máximo, el héroe, quien se interpone entre el afecto de padre e hijo y entre el poder y Comodo: ya tenemos también el conflicto. Lo demás es llenar los vacíos con las consecuencias de este planteamiento: batallas, fieras luchas en la arena, intrigas políticas, unos personajes secundarios hechos de una pieza como los principales (excepto tal vez la hermana de Cómodo, tan recóndita y turbia como una femme fatale del cine negro) y algunos sentimientos pintados con elementalidad de trazos para evitar toda ambigüedad: traición, venganza, honor, valentía y todas esas cosas que históricamente han enganchado y emocionado al gran público.

Se trata, entonces, de puro cine de acción y espectáculo, donde el esquematismo de los personajes y la fragilidad de la trama le ceden el paso a la vistosidad de las imágenes. Y aunque es simple y hueco entretenimiento y efectismo, no se puede negar que está muy bien logrado. Esto es lo que le gusta a buena parte del público y de eso también se trata el cine. Otra cosa es decir que se merece todos los premios, otra cosa es no hacer una mueca despectiva al pensar en estos señores de Hollywood que le dan un Oscar a Russell Crowe por blandir una espada y mirar feo y no por su magnífica interpretación en El informante (The insider, 1999). Por eso, y aunque la realidad sea justamente la opuesta, lo que menos dice de esta película son sus premios y la poca validez de la equívocamente valorada estatuilla, nuevamente se puso en evidencia.

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