Un boxeador sin guantes

Por Oswaldo Osorio Image

Nada tan definitivo en la vida como el poder de elegir lo que se desea. Y si esta elección va acompañada de la firme determinación de cumplir dicho deseo, la suerte está echada. La película Billy Elliot (2000), del director inglés Stephen Daldry, nos habla en esencia de esto, de deseos, determinación y elecciones. Pero además de esta esencia, el filme está articulado en una historia emotiva y divertida, una historia bien contada que en su juguetona narración no se olvida de ahondar en el paisaje interno de sus personajes y en el contexto político y social que los rodea. Los más desconfiados podrían verla como una película que apela demasiado a la emotividad del espectador, pero de qué otra cosa se trata el cine sino de eso, siempre y cuando no resulte demasiado complaciente o excesiva, que no es éste el caso.

Peleando a la contra

Según la sociedad y su familia, Billy nació para ser boxeador y minero. Pero su vocación era otra, tan insólita y opuesta que causó la vergüenza y el repudio de muchos, empezando por su padre. Y es que asistir a clases de ballet y querer ser bailarín no estaba entre los presupuestos de ningún hombre en aquel pueblo del norte de Inglaterra, menos aún cuando el dinero escasea en medio de una huelga infinita y cuando se necesitan hombres “duros” para resistir y combatir la marginalidad social. La política económica de la señora Tatcher durante los años ochenta cierra minas y cosecha desempleados, entre ellos el padre y el hermano de Billy. Y encima la vida que no le ayuda: con la muerte de la madre y los desvaríos de la abuela, las cosas no están como para ponerse a soñar y menos para ir contra la corriente, para bailar con los pies atados.

Ante todos estos obstáculos se enfrentó este niño de once años, boxeador arrepentido que, sin embargo, nunca dejó de pelear, ayudado tan sólo por esa determinación casi inquebrantable y por su profesora de baile, la señora Wilkinson. Peleó contra los prejuicios, contra el machismo y la marginalidad, y pasó por encima de sus debilidades, de su tristeza sin madre y de cualquier duda sobre su identidad sexual. Por eso resultó ser un peleador más duro que cualquier otro niño de su antiguo gimnasio, incluso que su padre y su hermano.

No se trata simplemente de rebeldía preadolescente, porque la motivación de Billy no parte de la negación sino, todo lo contrario, de una búsqueda, de afirmar un deseo y tener fe. Se trata es de creer que las fronteras del mundo van más allá de los límites de aquel pobre pueblo minero, que las opciones sobrepasan el mero hecho de elegir entre ser huelguista o esquirol y que abrir la mente a otras posibilidades no es signo de debilidad o perversión. Por eso la diferencia entre Billy y su padre no se refleja tanto en el hecho de que el uno sea un rudo minero y al otro le guste el ballet, sino que la vemos claramente en esa escena en que el hijo, con asombrada indignación, le reprocha al padre que a su edad no conozca siquiera Londres, ¡la capital!

La comedia social británica

El cine del Reino Unido en la última década ha encontrado un nuevo camino que le ha significado la buena respuesta del público y la crítica. Directores como Stephen Frears, Ken Loach, Mike Leigh o Danny Boyle y películas como Full monty, Trainspotting, The van, Riff raff o Tocando el viento cuentan historias y hablan de personajes no acostumbrados por un cine que en el imaginario colectivo era sinónimo de Shakespeare, pompa y acartonamiento. La llamada “comedia social” se tomó este nuevo cine y, como todo, ha sido abordada con honestidad y compromiso por unos y con superficialidad e intenciones mercantilistas por otros. Esta película de Stephen Daldry hace parte del primer grupo, no importa que ya alguien, con más malevolencia que seso, se haya apresurado a definirla torpemente como un cruce entre Full monty y Flashdance.

Definir el género en que se inscribe esta película resultaría difícil, pues su tema está planteado en un tono que permite con perfecta eficacia los giros hacia el drama, la comedia, el realismo social e, incluso, el musical. Por eso su historia está contada con el buen ritmo de una danza, divertida y juguetona, pero que deja espacio para pasos lentos, ya tristes o emotivos, y para pasos más agresivos, de ira o euforia.

De ese buen ritmo, que con sus pausas y giros le dan color y dinamismo a toda la película, es responsable en buena parte su protagonista, el joven actor Jamie Bell, quien supo combinar la fuerza dramática y la versatilidad que exigía el personaje. Cuenta la “leyenda” que se trata de una suerte de “Billy Elliot” que empezó a bailar desde los seis años y que por eso en su ciudad natal tuvo problemas similares a los que se relatan en la historia. De todas formas, sea esto cierto o no, el caso es que el joven Bell no sólo da la talla como bailarín, sino que también supera las exigencias histriónicas y hasta posee un registro ante la cámara con el que resulta difícil pensar en otro actor que no sea él para encarnar a nuestro héroe con zapatillas de ballet.

En definitiva, lo cierto es que esta película no es sólo la historia sobre un niño que cuelga los guantes y se pone unas zapatillas de ballet, mucho menos la simple fábula sobre la realización de un sueño, sino que es una película sobre la determinación de ser fiel a los propios deseos y sobre la posibilidad de ampliar horizontes, de confrontar el miedo al cambio y a la marginalidad, social y espiritual. En eso radica la diferencia entre vivir en el oscuro socavón de una mina o poder “flotar y desaparecer” en medio de un baile.

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