El Mesías contra las máquinas

Por Oswaldo Osorio Image

Pocas veces en el cine de Hollywood se combinan ideas originales, complejas y sólidas con la concepción de un producto altamente comercial como lo han hecho con la película Matrix (1998) los hermanos Andy y Larry Wachowsky. Filmes como éste demuestran que el matrimonio arte-industria no es tan irreconciliable como muchos han querido hacerlo parecer, sino que la más de las veces lo que hace falta, sobre todo allá en la llamada Meca del cine, es un poco de seso y mucho de originalidad.

Los hermanos Wachowsky son sangre joven llegada al cine norteamericano gracias a una idea que le vendieron a Rocky Rambo (alias Silvester Stallone). Esta idea se convirtió en la no muy convincente Asesinos, (Assassins, 1995), del todavía menos convincente Richard Donner. Pero luego se reivindicaron con la crítica (aunque no tanto con el público-crispeta que celebró su primer guión) con la realización de su opera prima, Cómplices (Bound, 1997), una singular pieza de cine negro, sobria y muy efectiva, donde la mujer reclama un protagonismo distinto al tradicional y eternamente secundario rol de femme fatale.

De la viñeta al fotograma

Matrix es su segundo filme, pero antes que película fue un comic de seiscientas páginas, un precedente determinante en el diseño de producción, en su dinámica visual y narrativa, en la construcción de sus personajes y, en general, evidente en todo el proceso de puesta en escena: trajes negros y lentes oscuros, diseñados de manera característica tanto para los rebeldes y como para los agentes; atléticas persecuciones culminadas casi siempre por el malabarismo de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo; movimientos de los actores hechos a base de efectos especiales que, paradójicamente, son usados para imitar los más elementales recursos y trazos utilizados por el lenguaje gráfico; arquitecturas situadas en extremos opuestos, ya estilizadas y relucientes o derruidas y decadentes. Incluso en la concepción de los mismos personajes está presente esta influencia del discurso del comic: un héroe titular que es un ser diferente y especial, rodeado de un grupo de “Superamigos” casi igual de efectivos, que se enfrentan a unos villanos tanto o más estilizados y con poderes y habilidades que dejan de ser superiores sólo poco antes del desenlace del gran enfrentamiento final. Todo esto la hace un película visual y estéticamente atractiva, compacta y coherente, y con un tono y una intencionalidad bien definidos y autoconsecuentes.

Se trata, pues, de un filme con mucha acción, que se mueve entre las siempre atractivas coordenadas del futurismo y la ciencia ficción, dos términos que muchos suelen confundir. Su complejo argumento está compuesto por una rara pero interesante mezcla de mitología, misticismo y realidad virtual, y su leitmotiv es la lucha que adelanta un grupo de personas para liberar a la raza humana que se encuentra sometida por las máquinas. Los humanos no viven verdaderamente, sino que producen el “combustible” que hace funcionar a las maquinas, como las abejas de un panal que producen miel, sólo que aquí lo hombres no salen a volar de flor en flor más que en sus adormecidas mentes, programadas y engañadas con una realidad falsa, y sólo hay unos pocos iniciados y elegidos que conocen la gran mentira. A partir de este planteamiento, también sería posible aventurarse a distinguir una interpretación de la vida monótona y mecanizada del hombre moderno o del eterno temor a un sometimiento del hombre común por parte de altas esferas del poder.

La película, entonces, parte de esquemas ya conocidos, como la contraposición de un mundo real a uno virtual y la futura subordinación del hombre a una inteligencia artificial, pero por lo demás, el filme alcanza a crear un universo (compuesto, a su vez, por varios) con su dinámica propia; un universo del que el mismo argumento nos proporciona sus innumerables elementos constitutivos con una velocidad y complejidad que contrasta con la claridad de su exposición, a tal punto que toda esa descarga de información puede ser asimilada con relativa facilidad, lo cual resulta tan fundamental como difícil de lograr en este tipo de historias. En este sentido se emparenta con 12 monos (12 monkeys, 1996), de Terry Gilliam, otro filme que maneja más de una realidad, pero con una complejidad mayor porque también interviene la variable tiempo. Claro que los Wachowski no tienen todavía el prestigio y abolengo del ex-Monty Phyton y eso se evidencia en las concesiones que necesariamente tuvieron que hacer a los productores y a ellos mismos: a su juventud, a su temor de parecer demasiado elaborados o alegóricos y a no gustar al público.

Lewis Carroll, los profetas y los evangelistas

La lógica argumental de Matrix tiene como patrones dos textos tan disímiles entre sí como lo son Alicia en el país de las maravillas y La Biblia. Del primero extrae el paralelismo de los dos mundos, uno aparentemente normal y armonioso y el otro fantástico y caótico. Pero para nuestro tiempo resulta anticuado hablar de espejos, por lo que deben ser reemplazados por la realidad virtual, así como el conejo es un tatuaje en la tersa piel de una bella mujer, el bosque es una discoteca de final de siglo y así sucesivamente, hasta transformarlo todo en una puesta al día de la fábula, que no por conocido su referente deja de ser ingenioso.

Así mismo, de La Biblia la película toma conceptos y figuras como el del Mesías, Judas, el pueblo elegido, su liberación y el poder redentor del amor y revelador de la fe. La mitología cristiana vuelve a demostrar su universalidad y perdurable vigencia, pero sobre todo, su competencia para servir de modelo a cualquier situación en cualquier tiempo, siempre y cuando haya hombres, los únicos capaces, por ejemplo, de matar a sus hermanos, de derrotar gigantes con una rudimentaria arma o de creer en lo que no ven. Otra vez Keanu Reeves es el elegido, el Mesías (ya había sido Buda por obra y gracia de Bertolucci), Lawrence Fishburne el sabio profeta, Joe Pantoliano es Judas y la singular belleza de Carrie Anne Moss cumple la múltiple función de apóstol, Virgen madre y Magdalena.

La virtud de este filme no es tanto la riqueza de referentes de los que se nutre, sino la forma en que los adaptó, combinó y complementó; aunque no está exento de lugares comunes y golpes de efecto, como aquel “beso liberador”, que ya estamos cansados de verlo desde La Bella Durmiente hasta El quinto elemento, de Luc Besson. Además, es necesario reiterar que todo este ingenioso fondo y sustancia sus realizadores lo han empaquetado con una producción por todo lo alto, acuñada con una propuesta visual innovadora y deslumbrante, forjada con ese material ilusorio de que está hecho buena parte del cine de nuestro tiempo: los efectos especiales. Pero aunque los hermanos Wachowski hicieron su película de este material ilusorio, dándole forma a conceptos más intangibles todavía como el mito y la realidad virtual y, para ajustar, sobre un trasfondo de fantaciencia, resulta casi paradójico que hayan obtenido unos resultados de tal fuerza y solidez. Filmes como éste dan su voto a favor para que al cine se le siga llamando Fábrica de sueños, pues a partir de la nada o de la pura sensación, pueden hacer posible cualquier cosa.

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