Oswaldo Osorio
Un adulto y una niña en una road movie es un esquema tan largamente visitado por el cine que tiene la obligación de decir algo nuevo o diferente. En este caso, ese punto A del que parten y el punto B al que llegan, además del recorrido mismo, ya por sí solos pueden ser las variables que le dan el aspecto diferencial a esta película, porque estos elementos definen, entre otras cosas, la cultura a la que pertenecen los protagonistas, la diversidad de nuestro país y los males que lo aquejaban hace dos décadas, que no han desaparecido, solo se han transformado.
Un hombre debe llevar a su desconocida hermanita desde un pueblito costeño hasta Bogotá, y los acompaña un joven aspirante a boxeador. Este tercer personaje es también un recurso adicional al esquema que le permite a la historia y al relato variaciones en sus posibilidades argumentales y dramáticas. Es cierto que toda la concepción del filme puede parecer un poco calculada, casi predecible, pero no lo suficiente como para arrebatarle a la película su capacidad para emocionar y sorprender, pero sobre todo, para hablar de esos asuntos de fondo que son planteados con la excusa del viaje.
Un primer asunto puede ser la frágil conexión entre estos dos hermanos separados por medio siglo de vida. La resistencia inicial entre ambos es palpable y apenas los conecta “un pedazo de palo”, esa gaita construida por su padre, de la que el uno no quiere saber nada (aunque la haya guardado tanto tiempo) y de la que la otra nunca se quiere desprender. Esa gaita es la encarnación de su “viejo”, pero también es la música que se esconde en ella y toda una tradición de su familia, del pueblo de San Jacinto y de la región Caribe colombiana. Con ese trasfondo de identidad tan potente y enraizado es difícil ignorar el vínculo entre la pareja protagónica, por lo que, inevitablemente, terminará imponiéndose como la razón de ser de esta historia.
El otro asunto es ese gran contexto al que nos introduce su recorrido. Signado por una precariedad material que condiciona su periplo, este trío arrastra sus anhelos y pesares por una ruta que se muestra ciertamente solidaria, aunque mayoritariamente resulta hostil. Se revela, entonces, un país de generosos paisajes y amigables personas con diferentes acentos, pero también un territorio plagado de mezquinos vividores, crueles paramilitares y autoritarios guerrilleros. Consecuentemente, se dibuja un relato sinuoso y variopinto en sus motivos y estados de ánimo, el cual hace emerger una diversidad de emociones y tonos narrativos que hacen de la película una experiencia entretenida y entrañable, un gran fresco de un país y de las relaciones entre las personas, a pesar de y gracias a ese contexto.
El paisaje, las actuaciones y la música son los elementos privilegiados para la expresividad de la película. Sin caer en el preciosismo, pero tampoco escamoteando la belleza de los paisajes tan disímiles, el relato y la cámara recorren el país dando cuenta de su diversa fotogenia y de una vastedad que refuerza el desamparo de los personajes; mientras que la relación y diálogos a tres bandas permite un amplio registro, que va desde la parquedad de las miradas y el mudo recelo, hasta la veloz espontaneidad del gesto y el lenguaje costeños; y la música, por su parte, es el hogar que los une y que mantiene presente su lugar de procedencia, aun cuando esa gaita esté rodeada de fusiles.
El árbol rojo del título y del que hablaba el viejo lo vemos en la imagen final y, a despecho de sus descreídos hijos, resulta toda una revelación. Ese árbol es la poesía materializada en una imagen efímera y solo visible para un juglar con sensibilidad, una sensibilidad que ese hombre y esa niña de la historia parecen haber heredado, aunque no se hayan dado cuanta todavía, pero la forma como termina la película es un indicio de que así es.
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Por Oswaldo Osorio
Más cine sobre el narcotráfico para todos aquellos que dicen estar cansados del tema, eso a pesar de que rara vez ven una película colombiana (lo he sondeado) y, más aún, a pesar de que todavía es un tópico que realmente nuestro cine no ha explorado lo suficiente. Apenas un puñado de filmes, que ni llegan a la decena, abordan frontalmente el tema, y sólo Sumas y restas (Víctor Gaviria) y El Rey (Antonio Dorado), se pueden considerar acercamientos verdaderamente importantes.
Esta película de Guillermo Calle no es ni acercamiento ni importante. En realidad el tema es casi sólo una excusa para contar una historia que únicamente pretende ser divertida y entretenida, lo cual logra en cierta medida, y por eso, no se le deben reprochar con demasiada dureza las ligerezas a partir de las que está construida. Si una cinta está concebida sin pretensiones, no se le puede exigir lo que nunca prometió.
Aún así, el filme, que parte de un relato de Alfredo Molano, empieza por revelarnos un insólito personaje que pocas veces se había considerado dentro de la cadena alimenticia del narcotráfico: el arriero. Ese hombre que, como una cínica paradoja de la honesta y tradicional laboriosidad campesina, se encarga de arrear la mulas colombianas (¿Es esto un pleonasmo?) cargadas de coca hacia el exterior.
Este personaje, el insólito oficio y su historia, bien pudo ser un material interesante para ese acercamiento al narcotráfico antes mencionado, pero su director y guionista se dejó llevar también por otra historia paralela: el triángulo amoroso entre el arriero, su esposa y una mula que deviene en amante. De manera que la atención de la narración se divide entre las dos historias con sus respectivos conflictos, sin decidirse en poner el énfasis en uno u otro.
Esta decisión de Guillermo Calle fue definitiva para determinar el carácter final de su película, es decir, optó por jugar con las dos historias porque esto le permitía crear ese relato dinámico, colorido y lleno de todos esos elementos que conectan con el gran público: acción, comedia, romance, escenas de cama, intrigas policiales y conyugales, etc.
Pero por otro lado, repartir su atención en ambos frentes y con todos esos elementos, le impidió construir un relato sólido y un universo contundente. Nada suficientemente serio o profundo se podía decir en medio de esa avalancha de concesiones. Tampoco los personajes alcanzan un registro más allá del anecdótico estereotipo, incluyendo a su protagonista, y eso a pesar de que prácticamente nunca sale del cuadro.
Pero el verdadero problema de esta película, lo único que se le debe recriminar con toda la dureza que la defensa del lenguaje del cine exige, es que su narrativa esencialmente descansa en el texto, ya sea en los diálogos que todo lo quieren decir o en esa excesiva voz en off que parece un radio a toda hora encendido, o mejor un televisor, porque esa dificultad de contar una historia con imágenes y acciones en lugar del redundante texto, es un asunto más de la televisión que del cine.
Si la comparamos con tantas películas pretenciosas y/o malogradas que se han hecho últimamente en el país, El Arriero es una cinta que sale bien librada. Es una película que se la juega a dos esquemas conocidos, el triángulo amoroso y el proceso de ascenso y caída de un narcotraficante, los mezcla con unos elementos probados con el público y los agita para conseguir una película de buena factura y entretenida, pero que, finalmente, queda en deuda con una mirada seria a la realidad del país y con el lenguaje del cine, y si lo primero se puede pasar por alto, porque su intención no era ser demasiado profunda, lo segundo si resulta imperdonable.
Publicado el 17 de abril de 2009 en el periódico El Mundo de Medellín.
FICHA TÉCNICA
Dirección y Guión: Guillermo Calle
Casa Productora: Fundación Lumière
Producción Ejecutiva: Julián Giraldo
Fotografía: ‘Nano’ Moreno€
Música Original: Sergio Arias – Malalma
Reparto: Julián Díaz, María Cecilia Sánchez, Paula Castaño, Paco Hidalgo, Carmenza Cossio.
Colombia – 2009 – 93 min.
Uno de los factores que le ha hecho mucho daño al cine colombiano de los últimos años es que gran parte del público unifica, en relación con las temáticas del narcotráfico, los productos televisivos y cinematográficos. Se habla de un hartazgo por la saturación de este tipo de contenidos, pero eso es algo aplicable solo a la televisión de los últimos cinco años.
El cine, por su parte, no ha contado tantas historias de narcos como parece o como muchos creen. No lo ha hecho ni en términos de proporción, en relación con el centenar de películas producidas en la última década, y tampoco lo ha hecho como el peso y la importancia del tema lo exigiría, según la premisa del cine como reflejo de la realidad.
Así mismo, la diferencia entre uno y otro medio es que el cine tiende a ser más riguroso y reflexivo con el tratamiento de estos temas, mientras que en la televisión el contenido está más regido por el discurso del entretenimiento y el espectáculo, lo cual se traduce en una mayor superficialidad en el tratamiento, personajes más estereotipados y una puesta en escena que recrea ese mundo de manera más sintética, artificial y hasta glamurizada.
Con la adaptación a la pantalla grande de la serie El cartel de los sapos (a su vez basada en la novela de Andrés López López, alias "Florecita"), esas diferencias se hacen más borrosas y la confusión entre uno y otro medio se acrecentará aún más, manteniéndose así el prejuicio ante este tema en el cine nacional, un tema que suele asociarse con violencia, sicariato y marginalidad.
Aunque independientemente de esas probables confusiones, con esta película estamos ante una muestra de cine, más que de televisión (parece una obviedad, pero esto no sucedió con Sin tetas no hay paraíso, por ejemplo). Y lo cinematográfico se evidencia tanto en los valores de producción como en la concepción del relato en términos de fotografía y puesta en escena, que no tanto en lo reflexivo y profundo para con el tema.
En el primer caso, en los valores de producción, se puede ver una de las producciones más costosas y de mejor factura que se haya hecho en el país. Y en el segundo caso, la presencia del director Carlos Moreno (Perro come perro, Todos tus muertos) tras la cámara le otorga al relato fuerza visual y verosimilitud a ese mundo que recrea, todo empaquetado con un atractivo acabado de thriller de acción. En otras palabras, sin duda es una película con la dimensión y el lenguaje propios del cine.
Por otra parte, este relato no pierde de vista nunca su motivación y lo que funciona como hilo conductor para adentrarnos al mundo de la mafia, el cual en últimas termina siendo solo el gran conflicto de contexto y lo que mueve la trama, porque esa motivación esencial no es otra que el amor por una mujer y el conflicto interno que tiene el protagonista al querer conciliar su vida con ella y su oficio como traqueto.
De no ser por este conflicto interno, toda la película sería un entretenido pero desapasionado paseo por las situaciones típicas de un gran relato mafioso. Es la historia de “Fresita” y sus desventuras, tanto con el amor de su vida como al interior de la organización delincuencial, lo que logra sostener el vínculo emocional del relato con el espectador.
No obstante, tampoco en este sentido estamos ante una historia muy sólida y reveladora, pues también son evidentes sus artificios y giros forzados (como la improbable presencia de la mujer justo en medio de una fallida operación, de lo que depende todo el conflicto interno), pero en general se trata de un producto que es consecuente con lo que busca, esto es, desprenderse del referente televisivo pero tampoco ahuyentar al gran público, lo cual hace con un admirable nivel de profesionalismo.
Publicado el 30 de septiembre de 2012 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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Oswaldo Osorio
El género musical es escaso en el cine colombiano, tampoco ha habido una tradición en el teatro y, consecuentemente, el público nacional no es muy afecto a este tipo de narrativa, su desganada respuesta a los musicales que llegan de Hollywood es prueba de ello. Por eso, hacer una película como esta, que además proviene de una obra teatral, resulta una audacia y un riesgo. Aun así, Juan Carlos Mazo se atrevió a hacer una propuesta que buscó un equilibrio entre lo comercial y el cine de autor, por lo que resulta una película que puede ser amada u odiada, tanto por el grueso del público como por los espectadores más exigentes.
Todo empieza como otras películas que se desarrollan en los barrios marginales de Medellín: precariedad económica, violencia y jóvenes buscando su destino, generalmente tomando atajos: los hombres el del dinero fácil y las mujeres buscando a un marido para que las mantenga. Y así es que conocemos a Marta y Rubén, en un relato que salta entre dos tiempos con quince años de diferencia, los mismos que él estuvo en la cárcel. El resultado es una mujer solitaria y amargada que malvive y arrastra las consecuencias de sus decisiones y la frustración de la cantante que pudo ser y nunca fue.
La actriz Majida Issa se carga encima y con entereza todo el relato y canta esa primera canción que sorprende al espectador porque impone el código del musical sobre el del realismo social. Entonces hay que transitar por esa negociación que la película nos exige que hagamos a la par con el desarrollo del relato, donde debemos entender el artificio y hasta grandilocuencia de los momentos musicales combinados con el drama de barrio y sus consabidas adversidades.
Y aquí es donde está el riesgo de la película, en apostarle a que el espectador va a aceptar la inusual mixtura, y para lograrlo, se asegura de que ambos códigos puedan hacer el ensamble óptimo con ayuda de sus actrices y actores, del arte y la fotografía. La transición es llevada de la mano de su convincente protagonista y apoyada por luces que sueltan el realismo y abrazan la estilización, así como de un manejo del espacio escénico que juega tanto con los recursos cinematográficos como con la tramoya teatral.
El resultado es una historia dura y descorazonadora, que no le teme a los momentos de distención jocosa y de tierna empatía entre mujeres. Pero con el progresivo ímpetu con que avanza hacia su final el célebre Bolero de Ravel (que abre y cierra la narración), esta película intensifica sus últimos minutos, sin miedo alguno, hacia una truculenta tragedia final que adquiere un tono épico ayudado por las canciones. Aquí es donde el espectador, si quiere sentir y disfrutar lo que le propone la película, debe renunciar sus exigencias con el realismo y abandonarse al manierismo, estilización y arrobo del musical. No hay que olvidar que los géneros son juegos de la ficción y, si uno como espectador los juega sin prejuicios, va conectar más fácil con las intenciones del director.
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Oswaldo Osorio
Un paisaje puede cambiar la forma de pensar de las personas. También la promesa a un desconocido. En esta película el cambio de uno de los protagonistas ocurre por ambas razones. Pero esas motivaciones, en el fondo, tal vez solo son excusas o meros incentivos externos de un secreto deseo, de una decisión ya tomada. Esta cinta es la historia de un lugar, de un amor y de dos hombres que terminan siendo uno solo.
Genaro y Ofelia naufragan y recalan en la orilla de El Morro, un islote de piedra frente a la costa de Santa marta, donde se encuentra un viejo faro y su solitario cuidador. Aquel resulta el lugar ideal para lo que parece ser una huída de la pareja, un buen sitio para ocultarse y retomar fuerzas para llevar su amor a tierras lejanas. Pero ese sitio tiene cierta fuerza que cautiva y que dispone el ambiente para la introspección, para que los nuevos habitantes reflexionen sobre su pasado y su futuro, también sobre su relación.
Esa introspección necesariamente tiene su correspondencia en el tipo de imágenes y de relato concebidos por el director. El espíritu contemplativo se impone en esta película, con sus planos largos y fijos, y con su narración pausada y meditativa, como sus personajes. Son pocos los diálogos, naturalmente, porque la pareja tiene mucho en qué pensar y el viejo guardafaros está habituado al silencio desde que su esposa lo dejó hace veinte años.
Entonces es el constante sonido de las olas y del viento (eventualmente de una música envolvente) lo que llena la banda sonora. Y las imágenes están signadas por la calidez de una delicada fotografía y por los encuadres que evidencian ese aislamiento, físico y emocional, de los personajes: el viejo ya en sus últimos pesares, la mujer con sus anhelos cada vez más lejos de aquel faro y el hombre cada vez más apegado a él.
Ella quiere seguir huyendo y él se empieza a convertir en el viejo, porque entiende que el faro no solo es un lugar, sino que puede ser un ideal, una forma de vivir, incluso una suerte de sabiduría. También puede ser una causa perdida, lo viejo luchando contra lo nuevo, pero ese sitio ya empieza a ser un símbolo para él, así como el viejo un modelo a imitar, aunque esto implique que pierda a su mujer, como le ocurrió a aquel hace ya tanto. Su estadía allí, entonces, empieza a ser un asunto serio y profundo, casi místico. La salvación tal vez no está en el amor, al menos no para él, pues ese lugar parece haberlo tocado más hondamente que aquella bella mujer y su pasado en común.
Esta película puede verse como una búsqueda, tanto la de los personajes en relación con definir su vida y su destino como del director por construir un tipo de relato que sea el vehículo idóneo para dar cuenta de ello. Por eso no es un filme familiar para el cine colombiano, tampoco al de este icónico director costeño, ni en su narrativa, ni en la concepción visual, ni en la historia que cuenta, y eso ya tiene un valor, el cual puede aumentar según afecte en mayor o menor medida a cada espectador.
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