Oswaldo Osorio
Medellín es una ciudad tanática, al menos en lo que respecta a su cine. El discurso oficialista y el querer ser de sus habitantes puede hablar de la “Ciudad de la eterna primavera” o de la “Tacita de plata”, pero el cine, y el arte en general, no se conforman con ese optimismo bobalicón y, generalmente, buscan mirar sus problemas de violencia con sentido crítico, o al menos catártico. Esa idea del No futuro, asociada a la violencia y que fue implantada por Rodrigo D, en esta película de Theo Montoya da una vuelta de tuerca y se hace extensiva al presente y a la comunidad cuir, y lo hace de una forma tan original como desoladora.
El mismo director la define como una película híbrida, o trans, por hacer un juego de sentidos entre la naturaleza de sus personajes y la combinatoria de recursos narrativos, los cuales oscilan entre el documental, la ficción y el cine ensayo. También es una historia distópica y una película autorreferencial, así como meta cine. Y tal vez su principal virtud se encuentra en la capacidad de crear una obra orgánica y con una identidad única a partir de todos estos tonos y elementos.
Una voz en off guía el relato y lo conecta todo a partir de la lógica de un discurso ensayístico donde las reflexiones sobre la marginalidad, la violencia de la ciudad y la reconstrucción de una película fallida, se combinan con el personal punto de vista del director, quien además está en el centro de la imagen en tanto recorre la ciudad en un ataúd que viaja en un carro mortuorio conducido por el cineasta Víctor Gaviria. De manera que en ese carro viajan el No futuro del pasado y del presente, porque la presencia de Gaviria opera como un manifiesto homenaje de admiración a su cine, pero también como el punto de partida de esa panorámica de violencia, marginalidad y muerte que propone la narración.
Pero si hace más de tres décadas este No futuro estaba representado en el nihilismo punk y en la vida violenta y delincuencial de unos jóvenes de esa otra ciudad sin oportunidades, en Anhell69 nos encontramos con unos milenials cosmopolitas que viven su propia marginalidad, ya sea por su vinculación con las drogas, su visión pesimista o pasotista del futuro o incluso por su alienación con las redes sociales. Habrá quién se pregunte por la relación de su orientación de género con esta actitud, pero es evidente que a la película no le interesa hacer un especial énfasis en esto. Es posible que el de hecho de pertenecer a la comunidad cuir solo obedezca a la eventualidad de que son amigos de este director y que ese No futuro, ahora de una clase media digitalizada, sea algo generalizado en un amplio sector de la juventud.
Y es que más que un rigor antropológico o histórico, esta destellante pieza busca crear una poética oscura y disruptiva, un amargo lamento que termina en grito por vía de esas imágenes sugerentes y llenas de potencia, así como por el testimonio que tiene la fuerza de unas declaraciones enriquecidas por esa doble faz de, por un lado, aquellas crudas y sin afeites obtenidas en un casting, y por el otro, esas que se hicieron para la película, que tienen algo de performativo.
Theo Montoya siempre ha sido un disidente con su trabajo, desde sus aguerridos y punketos videos con su colectivo Desvío Visual, hasta el corto Son of Sodom (2020), que es la simiente de este largo. La inclusión del estallido social del 2021 en su relato es un indicio de ello, así como ese concepto de espectrofilia (la vinculación afectiva y sexual con fantasmas en una distópica Medellín), el cual funge como elocuente metáfora para esa generación que retrata y que viaja contradictoriamente al filo de la muerte, del No futuro, del hedonismo y de las ganas de comerse el mundo.
De manera que esta es otra película sobre Medellín hecha de marginalidad, violencia y realismo, con tantas cosas en común con las que le preceden, pero, al mismo tiempo, tan diferente a todas ellas. Es el hechicero del siglo XXI que le cambió el orden a los ingredientes, les sumó otros y creó una nueva pócima, igual de amarga y verdadera, pero tal vez con unos efectos que tal vez nos permitirán ver este mundo y esta ciudad de otra forma.
Oswaldo Osorio
El cine pone a viajar a sus personajes para que se trasformen, ya sea por lo que les pasa en el camino o por la gente que conocen. El viaje de Anna, primero de Francia a Colombia y luego del interior del país a la costa, no necesariamente es de transformación, pero sin duda es un viaje que le sirve para darse cuenta de algo, inevitable y doloroso, pero que tiene que solucionar.
Los viajes en el cine también son para escapar o buscar algo. En el caso de Anna es por las dos cosas, escapa de su arruinada vida en Europa y busca recuperar a su hijo y hasta recomponer su vida. En su intento arrastra al niño y a su novio, dos franceses que tienen que sobrevivir a las condiciones del nuevo paisaje y a la inestabilidad emocional de Anna. El relato los sigue a los tres en su recorrido lleno de momentos plenos y felices, pero también angustiosos y dramáticos.
Por eso el tono de la película está dictado por el voluble comportamiento de Anna, lo cual mantiene el argumento y la narración en un constante estado de variación entre esos dos extremos definidos por la angustia y la felicidad. Este contrapunto sostiene siempre el ritmo del relato y el interés en la historia y sus personajes, aunque también los torna un tanto predecibles, por eso cada subida o bajada en el ánimo de la protagonista es esperado por el espectador y pocas veces llega a sorprender. Aunque más importante que la sorpresa son las consecuencias emocionales de esa situación en cada uno de los tres personajes y en eso cifra su atención el relato.
Además, las fortalezas del filme son mayores a su previsible argumento, empezando por la seguridad y solidez con que está construida y dirigida. A pesar de ser su ópera prima, Jacques Toulemonde presenta una película llena de fuerza dramática y eficacia en su narración; así mismo, consigue que Juana Acosta consolide su respetabilidad como actriz completa y con talento, porque desde el inicio de su carrera se ha pensado en ella más como una cara bonita salida de las telenovelas, a lo que no le ha ayudado muchas malas elecciones que ha tomado en el cine.
De otro lado, si bien Anna inicialmente aparece como la protagonista, el punto de vista del relato muchas veces se pasa a su hijo, Nathan, y de esta manera en distintas momentos se le puede ver a ella desde la perspectiva del niño, quien, a su vez, carga su propio drama, lo cual complementa y complejiza el drama mismo de su madre y de la película.
Se trata pues de una película elaborada con toda corrección en su puesta en escena y narración, definida en su ritmo y su trama por los cambios de ánimo de su protagonista y si bien se dirige a un final que fácilmente se intuye, no por eso se pierde el interés en unos personajes que emprenden un viaje lleno de desafíos emocionales, un viaje del que unos saldrán mejor librados que otros, un viaje turbulento y doloroso, pero necesario.
Publicado el 3 de abril de 2016 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Por Oswaldo Osorio
Lo ideal en toda película de carretera es que esos personajes que comenzaron el viaje sean distintos a los que lo terminaron, es decir, transformados sicológica o emocionalmente, con una visión diferente de la vida por todo lo que les ocurrió o por las personas que conocieron en el viaje. Esta película, que desde el título no quiere dejar duda del tipo de relato que es, en esencia desatiende esta característica que define a este género, la del viaje transformador. Y es que a su regreso, los tres protagonistas, más que transformados, parecen apenas decepcionados y con el ánimo bajo por no haber podido lograr sus objetivos inmediatos.
Es cierto también que las películas de carretera están motivadas porque sus protagonistas buscan y/o huyen de algo. En esta historia la búsqueda va por vía del reencuentro del amor que Lucas tiene como propósito, mientras que la huída corre por cuenta de Julián, su amigo escritor, quien aunque no viaja, quiere escapar del caos y la brutalidad del mundo que lo rodea.
Estos dos personajes y sus propósitos son los que marcan el ritmo y la lógica de la historia, pues el relato propone el contrapunto entre el viaje de Lucas y los dos personajes estacionarios, principalmente el escritor y, en menor medida, la mujer buscada. De esta manera, la película consigue una permanente dinámica en la que siempre están pasando cosas (cuando se trata del viaje) o siempre nos está diciendo algo (sobre todo cuando habla el escritor). Naturalmente hay una lógica conexión entre ambas partes, una visión nada optimista de la vida y del país, donde todo está mal o en decadencia, donde todo cae (hasta los ángeles), más aún en la conflictiva realidad de Colombia o también caen las expectativas de un hombre enamorado o de un escritor desencantado.
Pero a pesar de los prometedores elementos con que está planteada esta historia, la película en cierta forma también cae. Que sus personajes no se transformen luego del viaje, ya es un indicio de ello, pero también lo es la presencia de algunos recursos que se antojan repetidos o infortunados. El más visible es el personaje del escritor, quien bien podría verse como el que hace las veces de coro griego que comenta la acción, es decir, el viaje de su amigo, consiguiendo así el mencionado contrapunto.
Aunque, por otra parte, podría verse también como un recurso harto recurrente en incontables filmes, como en la película En coma (Juan David Restrepo, Henry Rivero, 2010), por solo mencionar el más reciente referente y la más parecida en la forma en que se presenta. Pero tal vez lo menos afortunado de este recurso del escritor es que toda esa visualidad y cinética que puede tener una película de carretera, es descompensada con el lastre de un soliloquio que tiene más vena literaria que cinematográfica.
De otro lado, resulta también muy poco convincente la naturaleza de las adversidades que viven los tres jóvenes durante su viaje. Parece como si el relato quisiera usarlos como excusa para dar cuenta del caos y el conflicto que atraviesa el país, en especial lo relacionado con bandas criminales y guerrilla. Pero su encuentro con quien parece inspirado en el zar de las esmeraldas, Víctor Carranza, y luego con los guerrilleros, se antoja forzado frente al tono que traía el relato y al planteamiento general de la historia. Inevitable recordar la forma como Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) introdujo el contexto conflictivo mexicano sin que este interviniera bruscamente en el conflicto particular de sus viajeros.
Y como estos dos grandes recursos -el personaje del escritor y el conflicto del país- que son introducidos en el guion con cierta artificialidad, así mismo ocurre con otros detalles, como un improbable amor que florece mientras toman un desayuno de paso, una puta de carretera que entiende inglés o una carta puesta en un lugar imposible que luego llega a su destinatario. En otras palabras, en muchos de sus pasajes no es la historia la que parece desarrollarse con su propia lógica, sino unos guionistas que pusieron cosas en ella para que así quedara.
De otro lado, la película cuenta con una factura de nivel y una concepción visual muy atractiva. En cierta medida es una cinta efectista, pero esto no necesariamente es un defecto, al contrario, en buena medida es su marca y funciona de manera expresiva para la naturaleza de los personajes y el dinamismo del relato. Además, es un filme que consigue crear un amplio rango de atmósferas (con las actuaciones, el arte y el manejo de la luz) que le otorgan la verosimilitud que a la trama a veces le hace falta.
Es por eso que, en definitiva, se trata de una película que puede ser estimulante y cautivadora en ciertos aspectos, como el tono de la historia, el ritmo narrativo, la concepción visual o el simbolismo en los detalles, pero que en otros parece artificial y con soluciones desafortunadas.
TRÁILER
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Oswaldo Osorio
El duelo es una de las situaciones más críticas en la existencia de cualquier persona. Aunque están bien definidas las etapas por las que alguien pasa en estas circunstancias y el cine ha recurrido a este tema con insistente frecuencia, cada película propone su propia forma de dar cuenta de él. En el caso de esta película, dirigida por el colombiano Juan Zapata, se hace a partir del silencio, la mirada contemplativa del relato y la estructura narrativa.
Escrita por el mismo director y la actriz brasileña Daniela Escobar, quien también protagoniza el filme, esta historia apela a una economía de recursos en términos argumentales y dramatúrgicos, pues parece que lo que más le interesa es ese paisaje emocional de Alice luego de la pérdida de su esposo, un paisaje constituido mayormente por la ausencia de picos o de cualquier otro gesto que revele algún interés por algo que no sea distinto al vacío y el ensimismamiento.
La principal apuesta expresiva de esta película está en la estructura narrativa que propone, la cual está definida por un sistemático paso del pasado al presente, esto es, cuando la pareja vivía un feliz idilio, por un lado, y cuando Alice se encuentra en ese estado casi catatónico, por el otro. Es en el contraste entre uno y otro momento donde radica la mirada al duelo que proponen los realizadores, pues el dolor de ese momento es evidentemente potenciado por la comparación entre uno y otro estado.
Además, este contraste es reforzado por elementos como la luz (más viva y brillante en el primer momento), el dinamismo de la cámara cuando muestra el pasado y su estatismo registrando en el presente, y especialmente, con la forma como conecta escenas y elementos entre ese estado de felicidad y el otro de tristeza. El resultado es un contrapunto que funciona muy bien para hablar de ese dolor y esa radical forma en que puede cambiar la vida de una persona cuando sufre una pérdida. También recurre a otros recursos para dar cuenta de aquel difícil proceso, como el viaje, donde el cambio de escenario contribuye a la superación de aquella honda tristeza propia del duelo. Aunque otros resultan verdaderamente forzados o gratuitos, como el encuentro con el fotógrafo en el tren.
No obstante, no necesariamente esta bien pensada forma de presentar y contrastar las circunstancias de un duelo la hacen una película especialmente emotiva o sensible con el tema. A pesar de estos recursos narrativos y dramáticos, todo el relato en el fondo se antoja un poco distante y calculado, quitándole la intensidad emocional que podría tener un tema y un personaje como estos. El resultado, entonces, es una película inteligente y con sus elementos bien definidos, pero que no consigue por completo que se haga una plena conexión emotiva con su protagonista, que es la razón de ser de la película.
Publicado el de mayo de 2017 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Ante el cuello botella de la exhibición en la cartelera, las plataformas virtuales se convierten en una alternativa, no solo para bridar una mayor oferta a los espectadores, sino también para ofrecer un espacio donde los creadores puedan capitalizar sus contenidos. Mowies.com es una plataforma que les permite a los productores monetizar las películas con cada visualizada y hasta el mismo espectador puede ganar si comparte sus contenidos. Aquí van cuatro películas colombianas que, entre muchas otras, se pueden ver en este sitio.
Los días de la ballena, de Catalina Arroyave
La ciudad de Medellín casi siempre ha sido contada desde la marginalidad y la violencia. Pero ya hay varias películas, como Apocalípsur, Lo azul del cielo, Matar a Jesús y ahora esta ópera prima de Catalina Arroyave, que proponen contarla desde otro punto de vista o cruzan las diferentes ciudades que hay representadas en sus personajes y sectores. De ese cruce surge el conflicto central de una historia que definitivamente tiene su propio tono, y que hace un colorido retrato de la ciudad, en el que están presentes tanto el amor y la ilusión como la desazón y la violencia.
Homo botanicus, de Guillermo Quintero
Ante la mención de la categoría de Cine científico, es posible encontrar reticencias por lo áridos que puedan parecer sus contenidos y tratamiento. Y si bien esta película podría entrar en esa categoría, decir que es un filme científico sería encasillarlo y tal vez restarle posibilidades con el público por las mencionadas reticencias. Esta película es un documental, y punto, con todo lo que implica este tipo de discurso: esa fascinación por unos temas y sujetos (en este caso la botánica y dos botánicos) que sabe transmitir al espectador, su tratamiento creativo de una realidad y, a fin de cuentas, el relato de una historia contada con inteligencia y pasión.
Lola… drones, de Giovanny Patiño
En el centro de Medellín se encuentra Barrio Triste, un universo en sí mismo en el que conviven la marginalidad y la violencia con una comunidad que tiene unas dinámicas únicas en la ciudad. Este universo es muy bien conocido por su director y por eso sabe crear un relato lleno de fuerza y realismo, poblado de coloridos e insólitos personajes, quienes acompañan la historia de amor y supervivencia de una mujer en una narración llena de vertiginosidad y zozobra. Una película que puede resultar recargada en los elementos que la componen, pero tal vez por eso mismo, consigue un complejo y centelleante retrato de ese universo que, si en un Víctor Gaviria está definido por su poesía y mirada compasiva, con Papá Giovanny lo está por su cruda honestidad.
X500, de Juan Andrés Arango
Tres historias separadas en sus argumentos, contadas de forma alternada, pero que tienen en común a unos personajes, su condición y circunstancias. El director colombiano Juan Andrés Arango ubica estas historias en Ciudad de México, Buenaventura y Montreal, tres ciudades que no podían ser más diferentes entre sí, pero que terminan siendo universos similares para estos tres jóvenes que se enfrentan cada uno a sus respectivos contextos, arrojando como resultado un relato duro y reflexivo sobre la identidad, el sentido de pertenencia y la transición de la juventud a la adultez.
Publicado el 27 de abril de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.