Oswaldo Osorio
Esta película es sobre cine, cineastas, memoria fílmica y una época convulsa y excitante del país. Es un documental que observa con detenimiento y sentido analítico esa labor cinematográfica marginal y comprometida, social y políticamente, de los directores colombianos de finales de los años sesenta y principios de los setenta. Es un viaje a la historia del país y del cine nacional, pero también una reflexión y puesta en valor de los archivos fílmicos.
La base de la narración son 16 filmes de la época y los testimonios de tres protagonistas de excepción: Marta Rodríguez, Carlos Álvarez y Carlos Sánchez. Entre las películas, los relatos y reflexiones de estos tres personajes, el documental nos transporta a un momento en que el más importante cine que se estaba haciendo en Colombia –al menos retrospectivamente– era un cine combativo y de resistencia, es decir, la cuota nacional de ese gran movimiento que fue el Nuevo Cine Latinoamericano, mediante el cual muchos cineastas de la región estaban sintonizados haciendo un cine activista y de toma de conciencia, representado en cortos documentales realizados artesanalmente y hasta de forma clandestina.
Las 16 películas, además de los tres protagonistas, fueron realizadas por Jorge Silva, Carlos Mayolo, Luis Ospina, Diego León Giraldo, Alberto Mejía, Grupo Cine Popular Colombiano, Luis Ernesto Arocha y Francisco Norden. A esta miríada de cineastas el presente cinéfilo no deja de mirarlos –y este documental es prueba de ello– entre una suerte de aura heroica por ese trabajo que trascendía el cine y que buscaba cambiar esa sociedad desigual e injusta en que vivían, así como la arbitrariedad de la política y el sistema que los regía.
De otro lado, en medio de las películas y los testimonios hay una serie de textos e imágenes de restauradores fílmicos encorvados sobre su labor de filigrana, pues el relato complementario del documental hace referencia a la importancia de los archivos cinematográficos y su relevancia en la construcción de memoria del país. También da cuenta, sin mencionarlo, del afortunado momento que estamos viviendo en la toma de conciencia, no solo sobre el rescate y preservación de estos archivos, sino también sobre volver la mirada hacia ellos, aprender del pasado y seguirles preguntando cosas, como lo hace aquí Juan Jacobo del Castillo.
En un mundo, incluso en un país, donde ya no solo son habituales sino que la sociedad cuenta con los cineastas comprometidos y sus cámaras para hacer su contribución de resistencia y denuncia, ver en este documental a los primeros colombianos que se atrevieron a plantarse de frente ante la arbitrariedad del sistema, aun a costa de su libertad y su vida, resulta admirable y exultante, en especial si todavía pervive, representada en la figura de Marta Rodríguez, una línea directa y activa que nos conecta con esas lides fílmicas de hace medio siglo.
Es como si la revolución no hubiera muerto, pero no la revolución de guerrillas y armas, sino la de la conciencia de luchar por un mundo mejor, cada quien con sus propios medios, en este caso con sus películas, como lo hicieron estos cineastas.
Coda: El título de la película es una frase frecuentemente citada por Luis Ospina, quien fue, paradójicamente, el menos político de todos estos directores.
Publicado el 23 de mayo de 2022 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
Por Oswaldo Osorio
Al ver esta película, es inevitable recordar La gente de La Universal (Felipe Aljure, 1995), uno de los mejores filmes realizados en el país. Ambas cintas están cruzadas por la corrupción a todos los niveles, pobladas por personajes egoístas y mezquinos y con un atractivo cinismo en la forma de presentar todo esto. Sin embargo, si bien parecen hechas de lo mismo y hasta con un tono similar, a esta nueva cinta le faltó definir mejor su humor, así como construir con mayor solidez su argumento y narración, porque finalmente resulta ser una historia que siempre tambalea a causa de los cabos sueltos y el sinsentido.
Basada en la novela Recursos humanos, escrita por el caleño Antonio García Ángel, el relato sigue siempre los pasos del jefe de una pequeña empresa, un personaje construido a partir de una colección de anti valores y vilezas. Se supone que son estas características la base del humor y de la identificación con el personaje, pero ni lo uno ni lo otro funciona. No es posible identificarse con éste ni con ninguno de los personajes, porque entre otras cosas, las situaciones supuestamente cómicas, que derivan de sus mezquinas actitudes, se antojan más lamentables que divertidas.
Y no es algún tipo de moralismo lo que impide ver gracioso todo esto, porque el cine está lleno de antihéroes y situaciones que ponen en entredicho la moral y lo políticamente correcto. Además, mucho del humor está basado en la desgracia ajena y en las maniobras de la gente egoísta. No obstante, esos personajes y situaciones deben saber ser presentados en una ficción para que puedan ser cómicos. Esta película no lo consigue casi nunca. Por ejemplo, el pobre empleado que pide el aumento, la fiel secretaria cuando se enferma, la muerte del vigilante y tantas otras cosas, aunque parece que fueron creadas para serlo, no resultan graciosas, sino más bien tristes y trágicas.
Es cierto que hay momentos en que la película sí consigue ese humor que pretende, un humor negro, cínico e ingenioso como el de la película de Aljure, pero son momentos excepcionales. Y también se le abona a la cinta el riesgo que corrió con el tipo de historia y el humor que pretendía, que buscaba ser una comedia inteligente y bizarra, más que una comedia elemental y predecible, como las de Dago García, por ejemplo.
Otra de las dificultades al ver esta película está en la lógica con la que fue construida su historia. El conflicto del jefe con su esposa, su amante y sus empleados en general funciona bien, con claridad y solidez. Pero toda esa situación con “el quemado”, la empresa paralela que hace detergentes y la fiesta, entorpecen los conflictos principales, derivan en situaciones sin mucha verosimilitud y llenas de cabos sueltos.
Con todo esto, no se trata de una película insoportable ni en la que falta el talento, pero sí una película malograda en relación con lo que tenía y pretendía lograr. Porque si su principal objetivo era contar una historia divertida, justamente falla en eso, en contar una historia bien estructurada y en ser eficaz y genuinamente divertida.
Publicado el 23 de enero de 2011 en el periódico El Colombiano de Medellín.
FICHA TÉCNICA
Dirección y guion: Jaime Escallón Buraglia
Producción: Federico Mejía Guinand
Dirección de fotografía: Mauricio Vidal
Música: Steve London
Reparto: Carlos Hurtado, Marcela Benjumea, Mirta Busnelli, Katherine Porto, Mariano Castro, Jimmy Vásquez, Ramsés Meneses, Julián Román, Waldo Urrego.
Colombia – 2010 – 90 min.
La industria de cine se soporta sobre los géneros cinematográficos. Esto porque es un cine de fácil identificación para el público...
Oswaldo Osorio
Parece que a ningún relato sobre Medellín le es posible esquivar su relación con la violencia. Si bien esta es una historia sobre el vínculo entre padre e hijo y su entorno familiar, también lo es sobre cómo una ciudad (y un país) se muestra hostil y hasta criminal con personas que piensan distinto. Impresiona darse cuenta de que la polarización política, luego de la firma con las Farc, que parecía algo reciente, aquí corroboramos que ha sido de siempre.
Por eso, lo que presenta Trueba con esta adaptación del libro que Héctor Abad Faciolince escribió sobre su padre, es tanto el retrato de un hombre como el contexto social e ideológico de esta ciudad. No fue necesario detenerse en detalles o nombres, ni tampoco precisar fechas y acontecimientos, porque lo importante era definir el talante emocional de un hombre y su ética humanista frente, por un lado, a su familia, y por el otro, a su entorno social, respectivamente. De hecho, es una historia que se puede aplicar incluso a muchas ciudades latinoamericanas.
El mayor mérito de la película es poder capturar el carisma de este prohombre y, con ello, sostener la narración de principio a fin. En esta tarea, el trabajo del actor Javier Cámara fue fundamental, pues hasta pasó la prueba del acento ante un público paisa tan quisquilloso con ese aspecto. Así que este ser entrañable y amoroso en el entorno familiar, así como justo y comprometido con los problemas de su ciudad, es el centro de este relato emotivo, divertido, envolvente y, claro, doloroso e indignante.
Tal vez podría cuestionarse esa construcción sin ambigüedades del personaje, quien resulta ser casi un santo, martirizado y todo. Aunque esto puede explicarse por el punto de vista desde el que es narrado el texto original, pero también verse como la intencionada creación de un ideal, de un hombre símbolo, enfrentado ante la injusticia e intolerancia de una sociedad violenta y arbitraria como la colombiana, cosa que tiene una significativa fuerza en un contexto de recrudecimiento de los asesinatos a líderes sociales en los últimos años.
En lo que no parecer ser muy sobresaliente la película es en su aspecto visual, pues si bien todo está perfectamente ambientado y correctamente narrado, resulta apenas funcional, casi plano, para efectos de contar esta historia. Solo sería posible destacar esa decisión de usar el blanco y negro, no en la mirada al pasado como es usual, sino al presente, cuando la armoniosa y cálida vida familiar empieza a dar paso a una atmósfera de zozobra, amenaza y muerte.
Pero lo importante de la película termina siendo la poderosa y casi hipnótica figura de Héctor Abad Gómez y toda esa red de asociaciones que se puede hacer en torno a él: su tierna vida familiar, la estrecha relación con su hijo, su liderazgo social, su visión frente a la salud pública y su innegociable ética frente a un contexto ideológico adverso. Todos estos elementos se enlazan para crear un fresco que conjuga lo íntimo y lo social, construyendo así otro relato sobre esta ciudad, su idiosincrasia y sus violencias.
Publicado el 28 junio de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
Oswaldo Osorio
El cine colombiano se está volviendo experto en hablar de la violencia del país. Pero ya no solo se limita a contarla en una trama, a usarla como excusa para un argumento o exponerla a manera de denuncia. Ahora es posible también la reflexión, el análisis y hasta la duda, porque cada vez sofistica más su discurso y enriquece sus recursos para abordar este tema que, contrario a lo que suele creerse, no es tan preponderante en nuestra cinematografía. Eso ocurre con este documental, el cual propone una revisión atenta y reflexiva a la violencia y circunstancias políticas de Colombia, y lo hace con un elocuente equilibrio entre la mirada en primer plano y en plano general.
Estas nuevas maneras de ver la violencia pasan por una tendencia que se ha hecho fuerte en el cine nacional de la última década: el documental autorreferencial o las “alteropoéticas del yo”, como las nombra David Jurado en un reciente libro. Aunque en realidad, hay que insistir, de esa treintena de títulos que se pueden identificar con este tipo de narrativa, solo algunos tienen que ver con la violencia, entre los que es importante mencionar los dos documentales de Daniela Abad (Carta a una sombra, The Smiling Lombana), Pizarro (Simón Hernández), Ciro y yo (Miguel Salazar), Pirotecnia (Federico Atehortúa) y Del otro lado (Iván Guarnizo).
El rojo más puro llega a sumarse a esta ya dominada (y hasta dominante) tendencia, pues el relato en primera persona de la directora hablando sobre su padre es la esencia de su premisa y de su relato. La vida de un líder sindical que desde hace décadas ha padecido amenazas, el exilio, atentados y el exterminio de sus compañeros de la Unión Patriótica, necesariamente afectó la vida de su hija, y por eso son tan pertinentes ese punto de vista y formas narrativas que propone Yira Plaza en esta película, pues no solo es alguien a quien directamente afectó la violencia del país, sino que alcanzó a tener una consciencia de ella tanto vivencial como ideológica, una consciencia que es la fuente que origina su narración y el tipo de discurso que desarrolla.
Este discurso toma muchas formas, puede ser expositivo, reflexivo, intimista, nostálgico, cuestionador, de impotencia y hasta dubitativo. Todo este arco de emociones y posibilidades lo consigue gracias a ese punto de vista privilegiado y a la decisión de contar una historia con esas dos líneas vitales entrelazadas, la de su padre y la del país (que son tres si se tiene en cuenta la de su directora). De ahí que sea posible ver a un hombre llorando en su habitación por asuntos derivados de su condición política, así como la panorámica de una sociedad en permanente estado de choque, donde la mirada está del lado de las víctimas y sus luchas, pero no es una mirada simplista o sensiblera, sino que hay en ella la serenidad de quien ha estado cerca de un problema y lo trata de entender, para luego transmitir ese entendimiento a través del lenguaje, en este caso el del cine.
Además, para dar cuenta de esas dos líneas vitales, recurrir al archivo era fundamental. Desde las fotografías familiares pegadas en una pared y sometidas al escrutinio de la memoria y la interpretación, hasta esas otras que tanto hemos visto en los recuentos de esta historia de violencia, pero que aquí potencian su sentido por obra del montaje, el cual las confronta con la imagen de un hombre que representa a miles, así como de una voz en off que las expande dándoles contexto y prestándoles las propias emociones y reflexiones.
“El mundo merece cambiar”, dice la frase que acompaña el título de esta película. Y cuando empiezan los créditos finales, uno se da cuenta de que ese cambio es posible por el compromiso de hombres como su protagonista. También es posible por esa consciencia política y social de las nuevas generaciones, que aunque tengan diferencias –las formas de lucha, por ejemplo– el espíritu y objetivo es el mismo. Eso es lo que une a Yira Plaza y a su padre, y eso es lo que hace de esta película una obra tan sólida y coherente.