Es indudable que en términos de sistema de producción estamos ante una película que representa el futuro del cine colombiano, pues se trata de una historia que exigía pocos recursos, se grabó en video digital y consiguió apoyo financiero apelando a un concurso en el Festival de San Sebastián y a estímulos estatales.

Otra cosa es que se quiera ver en ella la “nueva” forma en que se debe hacer cine en el país, como se sugirió a voces por muchos en el pasado Festival de Cartagena. Es cierto que se trata de una propuesta original y dispuesta a explorar las posibilidades de la imagen y el lenguaje del cine, pero también acusa algunas limitaciones en el manejo de esos mismos elementos. Así que la “novedad” sólo es parcial.

Cine urbano y violencia

Sólo si se acaba por completo la violencia en el país nuestro cine dejará de hablar de ella. Esa violencia presente en El río de las tumbas (1962) o en Cóndores no entierran todos los días (1983) es la misma que anida en La primera noche (2002) o en El rey (2004). La sombra del caminante también la tiene, solo que, a diferencia de los filmes de décadas pasadas, esa violencia ya ha llegado a la ciudad, con lo que es posible hacer una película donde el paisaje y el universo urbanos son más que contenedores de la trama y se convierte en un elemento activo, dramática y visualmente.

Así mismo, esa violencia en esta película se diferencia de la violencia de la mayoría de cintas en que se centra, ya no en una colectividad y en los protagonistas de la violencia, sino en individuos, y en esa medida la reflexión que se hace y la perspectiva que se tiene de ella es distinta. Tanto el personaje de Mañe como el del silletero padecen a su manera las consecuencias de esa violencia, la cual se vuelve más crítica aún en medio de la hostilidad de la ciudad.

Sobre este par de personajes, con su condición de marginales y de víctimas de la violencia, es que descansa la fuerza y principales virtudes de este filme. La forma en que Ciro Guerra consigue construir a cada uno  y la relación que se establece entre ellos, es sutil y firme al mismo tiempo. Con estos dos hombres y su relación el director logra crear una atmósfera de marginalidad, desazón y sordo dolor que, además, es reforzada visualmente.

El blanco y negro en que fue grabada la película no sólo le da un muy apropiado acabado al tipo de historia y personajes que propone, sino que fue tratado con un acertado sentido estético. Porque si en algo sobresale esta película es en su vocación “cinematográfica”. Esto parece redundante, pero en realidad el cine colombiano se ha caracterizado por su falta de propuestas estéticas, desaprovechamiento de los recursos del cine y su cercanía al lenguaje de la televisión.

Sin embargo, estas cualidades visuales cohabitan con otras limitaciones en este lenguaje cinematográfico, aunque ahora de tipo narrativo, pues acusa algunas carencias en un guión que aún depende mucho de los diálogos para comunicar sus ideas y que apela a giros forzados o inverosímiles para redondear su historia y concretar sus tesis acerca de la violencia en el país.

De todas formas, se trata de una película verdaderamente importante en el panorama del cine colombiano. Tal vez sería excesivo hablar de relevo, pero sin duda sí tiene la impronta de una nueva generación, la cual está representada en un Ciro Guerra cinéfilo, formado en una escuela de cine, con un gran talento visual y que tiene la firme intención de buscar nuevas salidas a la expresión cinematográfica y al sistema de producción del cine nacional.

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