Rosario tijeras pertenece al primer tipo, tanto que se ha convertido en una especie de fenómeno de masas local, a lo que ayudó mucho la también inmerecida celebridad de la novela de Jorge Franco en que se basa. Y es que en realidad estamos ante una película con muy poca alma, en la que sólo una serie de imágenes y acciones superficiales dan cuenta de un argumento que poco evoluciona y nada transmite. Es decir, no se trata de un filme orgánico, pues sólo son las emociones inmediatas de una imagen o una acción lo que afecta momentáneamente la percepción del espectador.

Al parecer, el filme (como la novela) pretende centrarse en la relación que se establece entre los tres personajes centrales. Para esto no necesariamente se requiere de un argumento sólido, pero sí de unas motivaciones, de la clara evolución de estas relaciones y de los sentimientos que de ellas se desprenden. Pero la película falla por completo en esto, pues sólo por momentos algo se concreta entre los personajes de Rosario y Antonio, pero incluso ya muy al final.

Esa carencia capital en la sólida construcción y conexión entre sus personajes, se debe principalmente a la mencionada superficialidad e inmediatismo de su retahíla de secuencias. Es por eso que para el espectador de la película (al margen de la novela) resulta muy confusa la relación que Rosario tiene tanto con los personaje de clase alta como con los de clase baja, así como con su entorno, y de hecho, hasta muy avanzada la película ella es sólo una prostituta a la que todos han vendido y comprado, o a lo sumo una suerte de pandillera, y no esa asesina a sueldo que, muy al final, muestran en una escena (la del juez) tan inconexa y esquemática como casi todas las demás.

Es por eso que resulta una película tan tediosa en su relato, porque su escaso argumento está contado sin una progresión dramática que sea consecuente con esas acciones. Ni siquiera está presente el interés por el futuro de la protagonista, porque su trágico fin se conoce desde el principio. Sólo se puede ver, secuencia tras secuencia, una fascinación del director con ciertos ritos relacionados con la muerte en Medellín a finales de los ochenta: el difunto que se saca a rumbear, el entierro bizarro y kitsch, el muerto que es baleado de nuevo, la relación entre rezar y matar, y un largo etcétera que se queda en una sucesión de anécdotas exóticas de una violenta ciudad del trópico. 

Todo esto es consecuencia de que tanto la ciudad como sus personajes son mirados con el mismo morboso exotismo con que los periodistas extranjeros reportan la realidad del país o el de los clichés a los que nos reduce Hollywood. Es cierto que todo lo que se ve en la película sucedió y aún sucede en Medellín, pero eso si acaso resulta verdaderamente significativo para sus habitantes, quienes la han vivido y conocen el contexto, de lo contrario, esas imágenes esquemáticas y esas acciones escuetas no explican ni revelan nada distinto a lo que evidencian superficialmente. En ningún momento hay el necesario conocimiento, comprensión y acercamiento a esa realidad como ocurre, por ejemplo, con las películas de un Víctor Gaviria, incluso con La virgen de los sicarios.

Pero la verdad es que estamos en un mundo de apariencias, y además el cine, para bien o para mal, siempre ha sido ilusión. Es por eso que esta película, gracias a sus valores de producción y a la buena factura que lograron con sus imágenes, está deslumbrando con su superficialidad y sus anécdotas efectistas, que no con una historia bien contada, una realidad construida con solidez y unos personajes que verdaderamente nos toquen.

EL Mundo, agosto 19 de 2005.

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