No quiere decir esto que durante esos primeros cincuenta años no se hubiera escrito de cine, todo lo contrario, desde que el cine comienza a ser un fenómeno de importancia cultural y social en el país fueron muchos los que escribieron de cine, aunque la mayoría provenían de la literatura, y las películas sólo eran una buena excusa para publicar prosa poética. Así mismo, durante las primeras décadas existieron varias publicaciones dedicadas exclusivamente al séptimo arte, sólo que eran editadas por las casas productoras y exhibidoras, así que se trataba siempre de publicidad disfrazada de información.

A partir de 1928, cuando la producción nacional desaparece por completo durante toda una década, estas publicaciones también llegan a su fin, siendo los periódicos los encargados de abrirles espacios a los comentaristas para hacer sus reseñas, pero sin mayor rigor analítico o metodológico. El más constante de estos comentaristas fue Luis David Peña, que si bien sus reseñas eran todavía muy esquemáticas y casi siempre laudatorias, se diferenciaba de la cantidad de comentarios anónimos que aparecían con regularidad en la prensa, los cuales eran promovidos por las empresas distribuidoras como una modalidad publicitaria.

Durante la década del cuarenta muchos de esos espacios en la prensa habían sido ganados exclusivamente para el cine. La mayoría estaban firmados con seudónimos, dentro de los que se destacan Ego, Arnaldos y Olimac, porque al parecer el cine seguía siendo considerado un arte popular que no ameritaba, como sí ocurría entonces con la literatura y el teatro, que se respaldara con el nombre del Autor. Sin embargo, esto no implicó una falta de compromiso para con el cine, especialmente en el más importante de estos escritores, Olimac, quien publicaba en el periódico El Colombiano de Medellín y que fue el primero en interesarse comprometidamente en la escasa producción nacional y confrontar enérgicamente sus errores y carencias. Este seudónimo pertenecía a Camilo Correa, quien luego de muchos años como comentarista quiso ser realizador, aunque con una suerte poco más que adversa.

Para mitad de centuria la constante se mantenía: a la discontinuidad en la producción nacional correspondía un incipiente desarrollo de la crítica. Hasta ese momento los textos publicados sobre cine se centraban principalmente en los actores, en resaltar de forma genérica los aspectos técnicos y en adjetivadas opiniones sobre la calidad de las películas. Pero eso comienza a cambiar con la aparición de las columnas regulares de Gabriel García Márquez en el periódico El Espectador y de Hernando Valencia Goekel en revistas como Mito, Cromos y Eco. Ambos abordaron la crítica de cine como nunca antes se había hecho en el país, con rigor analítico y profundidad interpretativa, apoyados en su gran conocimiento de la literatura pero con el acento en los elementos propios del lenguaje cinematográfico. Si bien García Márquez mantuvo su columna sólo dos años (1954-1955) y Valencia Goekel poco más de una década, su labor como pioneros fue fundamental para los futuros críticos.

Otro nombre, no menos importante, en estas primeras manifestaciones de una crítica seria en Colombia es el de Hernando Salcedo Silva, quien además tiene el mérito de ser el primero en hacer un análisis del periodo silente en el país. Su trabajo se caracterizó porque ya los referentes para el análisis provenían del cine mismo, en especial de la política de autor, y también por el interés en el cine colombiano, con el cual fue más allá del simple análisis de películas, pues trató de encauzar una reflexión crítica al cine nacional a partir de los aspectos social y político.

Durante la década del sesenta hubo sin duda un mayor dinamismo en la escena cinematográfica nacional, tanto en producción de películas como en aparición de publicaciones, cine clubes y, por consiguiente, en el interés creciente por acercarse crítica y reflexivamente al cine. Este interés se dio desde realizadores como Francisco Norden, Álvaro González Moreno o Guillermo Angulo, hasta críticos y literatos agrupados en revistas especializadas, como ocurrió con la fundacional Guiones y su grupo de trabajo organizado alrededor de la crítica cinematográfica: Hugo Barti, Abraham Zalsman, Héctor Valencia, Carlos Álvarez y Darío Ruiz Gómez, entre otros.

Las politizadas décadas del sesenta y setenta trajeron consigo el enfrentamiento entre dos corrientes críticas: quienes consideraban al cine como arma en la lucha de clases y aquellos que abogaban por su carácter comercial y medio de expresión personal. Estas dos posiciones en cierta medida dinamizaron la reflexión sobre el cine nacional desde las páginas de publicaciones como Cuadro, editada en Medellín por Alberto Aguirre, uno de los críticos más agudos y fundamentados del país, aunque con una labor muy discontinua; o como la revista Ojo al cine, publicada en Cali por un grupo de realizadores y críticos como Carlos Mayolo, Luis Ospina, Ramiro Arbeláez y dirigida por Andrés Caicedo, un crítico apasionado y riguroso y el cinéfilo más célebre del país, aunque esto en parte por su temprana muerte.

Con una producción más robusta en los setenta (sobre todo en cortometrajes, gracias un conjunto de normas legislativas orientadas a fomentar la industria del cine nacional) y con la creación de FOCINE, la entidad estatal que permitió que se multiplicara la producción durante la década siguiente, la crítica cinematográfica alcanzó un dinamismo que no se ha vuelto a conseguir. Como reflejo de lo que parecía ser por fin el nacimiento de una industria nacional, aumentó considerablemente la actividad de los cine clubes y la creación de salas de arte y ensayo, así como las secciones permanentes especializadas en revistas y periódicos, pero ahora a cargo de críticos serios. También las revistas de cine tuvieron un inusitado florecimiento: además de las ya citadas Cuadro y Ojo al cine, también estaban Trailer, Cinemateca y Cine, por sólo mencionar las más importantes. A este alentador panorama se le sumó la aparición de las facultades de comunicación social, que llegaron a contribuir con toda esa efervescencia de la cultura audiovisual del país nutriendo la actividad crítica, de la cual hicieron parte, entre otros, Diego León Hoyos, Juan Diego Caicedo y Diego Rojas.

Este período de febril actividad suscitó en la ciudad de Medellín uno de los capítulos más productivos de esta historia, cuyo origen puede asentarse a mediados de la década del setenta en una página especializada publicada en el periódico El Colombiano durante más de veinte años y dirigida por Luis Alberto Álvarez, con la colaboración de Alberto Aguirre y Orlando Mora, este último uno de los críticos más constantes y consistentes desde entonces en el país. La figura de Luis Alberto Álvarez fue esencial en el panorama de la crítica nacional, no sólo por el humanismo, gran conocimiento del cine y la vocación didáctica que regían sus textos, sino por ser un importante gestor de la cultura cinematográfica de su ciudad y del país, ya desde su página de cine, los cursos de formación que dictaba o la fundación de la revista Kinetoscopio. Alrededor de esta revista, la publicación de mayor permanencia en Colombia, se formó una nueva generación de críticos que mantienen el nivel que este oficio ha conseguido después de todo este tiempo, muy a pesar de que la industria nacional sigue sin despegar.

El descenso en la producción nacional y de la calidad en la oferta cinematográfica en las carteleras a partir de la década del noventa, transformó las características de los espacios dedicados al cine en periódicos y revistas y prácticamente eliminó las publicaciones especializadas, con excepción de Kinetoscopio. Los críticos históricos, como Hernando Martínez Pardo (más reconocido por su trabajo como investigador y formador), Umberto Valverde, Germán Ossa (organizador de un encuentro anual de críticos), Mauricio Laurens, Augusto Bernal, Hugo Chaparro Valderrama, entre muchos otros, han sido arrinconados o despojados de sus espacios en los medios impresos, los cuales han optado por reproducir información sobre el cine comercial o sobre televisión y entregar muchos de estos espacios a los periodistas culturales, quienes escriben de todo un poco y no permanecen demasiado tiempo en la misma sección. De manera que la crítica de cine en Colombia, si bien se encuentra en un saludable estado en cuanto a la cantidad, calidad y heterogeneidad de quienes la practican rigurosa y comprometidamente, encuentra su revés en que padece de una marginalidad inducida por las políticas editoriales establecidas por los medios de comunicación con respecto a la información cinematográfica.

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